viernes, 28 de diciembre de 2007

"Dolce Vita" (Toñi)

DOLCE VITA

Por Toñi Sánchez Verdejo


El sonido insistente de un timbre me despierta. La primera impresión es de extrañeza; estoy acostada en una cama que no reconozco como mía. En la penumbra tanteo el espacio buscando el interruptor de alguna lámpara; lo encuentro. La luz ilumina una habitación de hotel. A mi lado un hombre duerme aovillado hacia el otro lado. Lo que suena es un teléfono heraldo de color gris. Lo descuelgo y alguien me dice con voz cantarina:

- Bon giorno, signora. Sone le sette.
- Bene, grazie –contesto, y tras escuchar el consabido « Prego », dejo caer el auricular sobre su base.

Siento el malestar típico de la resaca; me incorporo despacio, me estoy mareando; trato de tranquilizarme masajeándome las sienes. Este hombre que duerme conmigo no es mi marido; no sé nada de él, aunque mis labios guardan un nombre que he estado repitiendo, como un mantra, toda la noche:

- Marcello.

Lo pronuncio en voz baja y vuelvo la cabeza para contemplarlo. Está desnudo (yo también) y tiene un cuerpo joven y musculoso. Lo que veo no me disgusta, el pelo negro y largo revuelto sobre la cabecera; la piel bronceada y sobre el hombro derecho un tatuaje que, de eso estoy segura, he besado varias veces antes de dormirme. Poco a poco voy recordando que, antes de haber sido despertada de forma tan brusca, estaba abrazada a él, sintiendo su olor a colonia cara y el rumor de su respiración cerca de mi oído. Lo toco con timidez y se remueve perezosamente, así que me vuelvo a meter entre las sábanas, innecesarias porque es verano, suficientes para cubrir nuestros cuerpos desnudos. Me acuesto hacia el lado contrario a él intentando calmarme, pues mi corazón late tan deprisa que temo despertarle.

La habitación es espaciosa, está decorada con elegancia y huele a madera recién barnizada. Veo un boureau de color caoba con una silla tapizada en seda donde se mezclan nuestras ropas. Un complicado cortinaje en tonos azules, que parece el telón de un teatro, oculta la claridad del amanecer.

Hago ademán de levantarme para mirar por la ventana, pero en ese momento Marcello se da la vuelta y me abraza, haciéndome cosquillas en el cuello. Y sigue haciéndome cosquillas más abajo, más, recorriendo mi cuerpo con estudiada lentitud. Me dejo llevar por el momento y me inunda un sopor dulce en el que sólo importa su calor y la suavidad de su piel.

- Marcello. Marcello...
- ¿Quién coño es Marcello?

Abro los ojos sobresaltada. Manolo, mi marido, ha encendido la luz de su mesita. Por el tono de su voz sé que está enfadado otra vez. Veo sus ojeras y sus ojos enrojecidos, su espesa barba donde destaca el color blanco. Le tiembla el labio inferior mientras espera que le responda.

- Anda, déjame tranquila y apaga la luz. Estaba soñando...
- ¡Siempre igual! Me tienes muy mosqueado con el dichoso Marcello.

Refunfuñando apaga la luz. Me doy la vuelta contra él, tratando de no rozar absolutamente ningún punto de su cuerpo, pegajoso por el sudor. Y sigo recreándome en mis recuerdos.

Hace cinco años. Roma. Hotel Internazionale. A un paseo de la Fontana de Trevi, donde tiré una moneda para volver otra vez. Y siempre vuelvo a Roma. Fue un viaje inolvidable; una de esas ocasiones en las que una encuentra una oferta en internet y no quiere dejarla escapar. Manolo, siempre tan reacio a hacer cosas nuevas, no quiso venirse conmigo, pero al final me decidí a ir sin él, con un grupo de amigas. Conocí a Marcello en la cafetería del hotel. Él estaba solo, yo también. Congeniamos, bebimos juntos. Me dijo que era hermosa y le dejé que me acompañara a mi habitación. Sólo fue una noche que no ha trascendido nada en mi estabilidad matrimonial, pero ... qué bien besaba. Qué bien se movía bajo las sábanas.

Siempre vuelvo a Roma. Porque con Marcello, en aquella habitación tan lujosa, probé una noche el sabor del pecado y de la “dolce vita”.

viernes, 21 de diciembre de 2007

LA NOCHE IMAGINADA (Fermín Gallego)

La portada renacentista que tenía ante mí hizo que mis pasos abordaran la recepción del hotel con cierto complejo de inferioridad, como si resultara imposible que fuera yo quien estaba allí en esos momentos. Pero sí, ese era el lugar asignado para alojarme a fin de asistir al curso organizado por mi empresa, un hotel que con mucho sobrepasaba mis posibilidades económicas si me hubiera planteado acudir por mi cuenta. Un trato educado y exquisito me acompañó durante las formalidades de recepción, lo cual acentuaba mi sensación de incomodidad, aunque más bien se trataba de un sentimiento de no pertenencia a una clase social que solía alojarse en lugares como ese, mientras yo, acudía a las ofertas con pocas estrellas cuando iba de viaje. Por fin una última sonrisa dibujó las palabras de la amable muchacha que me entregaba la tarjeta de mi habitación.
Me dirigí a los ascensores a través del antiguo claustro bellamente restaurado, acompañado por el sonido cadencioso y relajante del agua que manaba de la fuente situada en su centro.
Al abrir la habitación, me sorprendió la decoración minimalista que tanto contrastaba con la arquitectura del edificio. A pesar de mi sorpresa inicial, todo parecía perfecto, ubicado en el sitio preciso. Me dio la sensación de que encontraría en ella cualquier cosa que pudiera precisar durante mi estancia. Tal vez por ello, al cerrar la puerta, experimenté una satisfacción brotando de mi interior, como si quisiera atestiguar lo a gusto que pensaba sentirme en los próximos días.
Atardecía cuando salí del hotel. Quería reconocer la población, volver a pasear por sus estrechas callejas que tanto me habían gustado en anteriores visitas. Fue un corto paseo porque tenía que acudir a cenar al hotel. Cuando estaba finalizando de atravesar el puente sobre el río que comunicaba la ciudad vieja con mi alojamiento, me fijé en el bello rostro de una chica que venía hacia mí, con el pelo muy negro, a lo garçón, hablaba distraída por su móvil. Nuestras miradas se cruzaron por un instante, me pareció que se detenían, como si intentasen memorizar las facciones que cada uno tenía delante.
El antiguo refectorio del monasterio había recuperado su función primitiva. Me señalaron las tres mesas reservadas en las que ya estaban sentados otros comensales y que por lo tanto, suponía serían compañeros míos del curso que en ese mismo momento iba a conocer. En todas ellas quedaba algún hueco y elegí una al azar. Al ocupar mi silla creí oportuno identificarme básicamente, es decir mi nombre y de donde venía. Cada uno de ellos fue haciendo lo mismo, desgranando los mismos datos en una ceremonia que alguno ya repetía varias veces y que volvería a repetirse en cuanto se ocuparon los dos sitios que todavía quedaban vacíos en mi mesa. Llegó primero un señor que no sé por qué razón, encontré bastante mayor para estar allí. Y a continuación, apareció la bella chica del puente. Al quitarse la gabardina negra, dejó al descubierto un bello vestido rojo dibujando las formas de un cuerpo sensual que de nuevo y más intensamente me hizo pensar en la imagen de una mujer francesa. A pesar de no estar a su lado nuestras miradas se cruzaron a lo largo de la velada. La charla de los comensales se limitaba al único mundo que en ese momento teníamos en común: la empresa que nos había unido en aquel curso que comenzaría a primera hora del día siguiente.
Al acabar la cena, la mayoría optó por retirarse a sus habitaciones. Un pequeño grupo decidimos volver a la ciudad aprovechando la magnífica noche otoñal, con la única pretensión de bajar la cena durante un pequeño recorrido y regresar pronto al hotel. Yo era el único que ya había estado allí y actué de anfitrión por las empedradas calles casi desiertas, iluminadas con farolas que con su amarillenta luz tapizaban de misterio y encanto nuestros pasos. También estaba ella, compartiendo la conversación general hasta que en un momento del recorrido coincidimos y pudimos confirmar que por la tarde en el puente, los dos habíamos presentido que éramos compañeros del curso.
Poco a poco, intentamos hurgar con nuestras preguntas en una vertiente más íntima de nuestra vida. En su presencia no sabía por qué, me sentía como en una nube. ¿Qué pretendía con mi actitud de embeleso?, tal vez soñar despierto, pero ¡por qué en esos momentos! quizá había leído demasiadas novelas románticas y quería transformar lo que tan solo era un suceso ordinario y corriente en una aureola mágica que irradiara durante los días que iba a tener por delante. Y ¿a cuento de qué?, nada me había dado el más mínimo pie para ello, pero el caso es que ahí seguía, prendado de su figura.
Las voces de los demás me hicieron recobrar la realidad cuando me pidieron que regresáramos al hotel. Ya en el umbral del claustro, nos fuimos despidiendo hasta el día siguiente. La chica objeto de mi sueño y yo, decidimos utilizar la escalera ya que nuestras habitaciones estaban en la primera planta.
Llegamos primero a su puerta, ella inició su despedida mientras yo, mudo entre el deseo de no sabía qué y la imposibilidad de quitar mis ojos de ella, no acertaba a desearle buenas noches. Por fin después de unas balbucientes y atropelladas palabras, me dirigí a mi habitación a la vez que sentía cómo un desasosiego iba inundando mi interior, acentuándose cuando cerré la puerta tras de mí. No quería maldecirme porque no tenía ningún sentido ni nada lo motivaba y por ello, trataba de convencerme que lo más oportuno, lo coherente y natural era lo que había ocurrido, es decir, nada. Y por lo tanto, no tenía por qué convertirlo en una decepción por haber desperdiciado una aventura pasional que simplemente era fruto de mi imaginación, porque estaba casi seguro que era solo eso. Pero al momento, sin dejar reposo a esa idea volvía a ver sus ojos en mi recuerdo y trataba de nuevo de interpretar su mirada con el deseo que se forjaba únicamente en mí como un espejismo.
Me metí en la cama con un libro que había traído a medio leer desde mi casa, quizá lograría sumergirme en sus páginas, esperaba que esa historia me arrastrara por un mundo de ficción y me hiciera olvidar esa otra quimera que construía mi fantasía a pasos agigantados sin ninguna base lógica. A las pocas páginas, como consecuencia del largo viaje, conseguí dormirme.
A la mañana siguiente, me presenté puntual en el comedor para tomar el desayuno, preámbulo del curso objeto del viaje. Fui de los primeros en llegar y conforme se oía la puerta, levantaba la mirada tratando de atisbar quien entraba. Y lo fueron haciendo mis compañeros, únicos comensales a esa hora tan temprana, pero no, la musa de mi fantasía no acababa de llegar. Quizás se le había hecho tarde e iría directamente al aula.
Eran las nueve en punto cuando el Jefe de Formación de la empresa presentó el curso y al moderador que lo iba a impartir. El salón elegido estaba primorosamente decorado, como el resto de las estancias del edificio. Alrededor de una mesa ovalada estábamos sentados los asistentes. Bueno, todos no, faltaba ella y antes de que mi mente hiciera más divagaciones, el ponente nos comentó que lamentaba la ausencia de nuestra compañera, pero había recibido una llamada familiar urgente, que le había hecho abandonar el hotel en el transcurso de la noche.
No sé si alguien me miró en ese momento, pero mi rostro debía ser una mezcla de perplejidad, decepción y tristeza. Todo a la vez. El curso, imagino que empezó en esos instantes pero yo sólo sentía un vacío, una sensación de irrealidad que hizo al compañero de al lado preguntarme si mi encontraba bien, si me ocurría algo. Le dije que no, a la vez que me levantaba para salir al baño, abrir el grifo y echarme agua en la cara, como para lograr despertar de un sueño. Volví al salón pensando que quizá me había equivocado, que tal vez ella estuviera allí. Pero no, además del mío, existía otro sillón vacío que ya nadie iba a ocupar durante aquel Curso que acababa de comenzar.

jueves, 20 de diciembre de 2007

RESUMEN DE LA ÚLTIMA REUNIÓN

El martes celebramos nuestra última reunión del año. Como viene siendo habitual (y encomiable) casi todo el mundo trajo los deberes hechos, y una vez más tengo que decir que el nivel del grupo me parece excelente, opinión más que subjetiva si tenemos en cuenta que además tres de nuestros compañeros ayer mismo fueron premiados (una vez más felicidades a Toñi, Nieves y Miguel Ángel) ... Y siguiendo con la reunión, se nos ocurrió introducir el juego de escribir los relatos de forma anónima e intercambiarlos a la hora de leerlos. Resultó muy curioso el experimento ya que nos llevamos muchas sorpresas: salvo Fermín, que leyó el suyo propio por cuestiones prácticas, entre todos los demás hubo confusión: en la quiniela algunos apostaron porque el de Arístides podía haberlo escrito Toñi, el de Alicia,Cristina; el de Cristina, Alicia o Diana; el cuento de Nieves podía haber sido de Diana, el mío de Diana también, o el de Diana el mío... hasta a Miguel Ángel lo metieron en el saco y eso que esta vez no había escrito cuento. En fin, nadie acertó de pleno la quiniela así que el jamón lo guardamos para la próxima ocasión.
Después de jugar a las adivinanzas, repartirmos los folletos (¡ha quedado chulísimo!) y entre todos acordamos distribuirlos por los sitios más emblemáticos de la ciudad (culturalmente hablando). El resto del tiempo lo empleamos en hablar de aburridos pero necesrios temas burocráticos y tuvimos que abandonar el aula antes de tiempo con lo cual nos quedaron pendientes algunos ejercicios que llevaba preparados para vosotros y que guardaré junto al jamón.
En fin ... eso fue más o menos todo. Ya sólo me queda desearos una Feliz Navidad y que el 2008 sea un buen año para todos; muchos días blancos para llenar con ilusiones, sueños y palabras... Nos vemos en enero.

Teresa

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Una mañana torcida

UNA MAÑANA TORCIDA

A Julia se le había torcido la mañana. Había hecho planes que ahora debería cambiar y, sobre todo, las prisas, era lo que más le disgustaba.
Introdujo la tarjeta magnética en la puerta de la habitación 215, la que tenía las mejores vistas de todo el hotel. La cama estaba aún deshecha. Estiró un poco la colcha y abrió las puertas del ropero. Se detuvo a contemplar los vestidos colgados, esta vez eligió tres, el negro de tirantes y lentejuelas, el rojo con volantes en los puños y el dorado con el enorme escote. Los acomodó sobre la colcha estirada. Abrió los cajones de la cómoda y se decidió por un conjunto de ropa interior de encaje negro. Se desnudó deprisa. Se puso las bragas diminutas y el sujetador que le iba un poco estrecho, detalle que desmerecía la abundancia de sus pechos aunque, con resignación pensó, hoy no había tiempo para seleccionar otro que le sentara mejor. Se miró al espejo de frente, no estaba mal; de perfil, le abultaba un poco la barriga, contuvo la respiración y mejoró la imagen. Finalmente se decidió por el vestido negro. Tenía una caída estupenda y era el que más le gustaba porque no le marcaba demasiado. Se veían los tirantes del sujetador pero no quedaba mal, en cualquier caso ya no había tiempo de elegir otro. Se decidió por el par de zapatos que se puso hacía dos días y que eran los que menos daño le hacían, sin medias, con las prisas temía romperlas. Dentro de la bolsa de aseo encontró el pequeño sobre de terciopelo con el collar de piedras verdes y los pendientes a juego. Se los puso y se soltó el cabello, sacudió la cabeza y le cayeron unos rizos negros sobre la frente dándole un aire sensual. Ahora sólo quedaba un poco de carmín y unas gotas de perfume. Volvió a mirarse en el espejo del armario, se sentó en la pequeña butaca sin dejar de observar sus movimientos, cruzó las piernas, las descruzó, se echó el pelo hacia atrás, volvió a poner los rizos sobre la frente, se sentó de lado, se puso de pié y dio unos pasos por la habitación. Se sentía satisfecha con el resultado. Lástima que la mañana se había torcido, con lo guapa que se veía. Se echó el abrigo por los hombros, le fascinaba el tacto cálido de la piel y volvió a dar un par de vueltas por la habitación sin dejar de mirarse en el espejo. Consultó el reloj, apenas disponía de unos minutos. Colgó el abrigo en el perchero. Se desnudó nuevamente y volvió a guardar el vestido en la percha vacía. Se quitó la ropa interior, la dobló cuidadosamente y la colocó en el cajón abierto. Se puso las bragas de algodón y el sujetador que descansaban en una silla, se recogió el pelo y se puso la bata blanca. La mañana se había torcido, la rumana estaba enferma y aún le quedaban cuatro habitaciones más para limpiar.

FIN

Vota tu relato favorito

Ya se pueden votar los relatos leídos en la reunión del día 18 de Diciembre y cuya temática común era estar ambientados en un hotel.
Los autores pueden ir colgando sus textos para que puedan ser leídos por aquellos que todavía no lo hayan hecho.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Atención: la última reunión del año cambia de fecha

Por cierre de la Biblioteca la tarde del día 19 de Diciembre, la reunión del Club se adelanta un día, al día 18 martes. El horario es el mismo, de 7 a 9, y el lugar, posiblemente, el salón de actos.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

BLOG O BITACORA POR ENRIQUE

Sólo quería decir que acabo de probar esto de escribir algo en el blog, -que para mí habría que llamarle bitácora según la RAE, por cierto que transcribo aquí la entrada de bitácora.

bitácora. ‘Armario, junto al timón, donde está la brújula’. Se emplea a menudo en la locución cuaderno de bitácora, ‘libro en que se apunta el rumbo, la velocidad, las maniobras y demás accidentes de la navegación’. A partir de esta expresión, se ha tomado la voz bitácora para traducir el término inglés weblog (de web + log(book); abreviado, blog), que significa ‘sitio electrónico personal, actualizado con mucha frecuencia, donde alguien escribe a modo de diario o sobre temas que despiertan su interés, y donde quedan recopilados asimismo los comentarios que esos textos suscitan en sus lectores’. La equivalencia (cuaderno de) bitácora se halla bastante difundida en español y traduce con precisión el término inglés log(book): «Los corresponsales de guerra italianos ofrecen nuevas perspectivas del conflicto iraquí a través de sus cuadernos de bitácora en Internet» (País [Esp.] 2.9.04); «No es cosa de broma esto de las bitácoras, como también se conoce a tales webs» (Luna [Esp.] 14.3.03). Para hacer más explícita su vinculación con Internet (como hace el inglés weblog), podría usarse el término ciberbitácora o, como ya hacen algunos, ciberdiario (→ ciber-): «Como en otras ocasiones, no le quedó otra opción que publicar el hallazgo en su ciberdiario» (Mundo@ [Esp.] 25.4.02); no obstante, este último término tiene el inconveniente de que también se emplea como equivalente de periódico digital.

Bueno, lo dicho, que me parece una maravilla esto de poder leer lo que otros opinan o escriben y viceversa. Por cierto, el tema de lo de la habitación de un hotel es superliterario cien por cien. Estoy deseando leer alguno de vuestros relatos y lo mismo hasta yo mismo me animo, no lo sé, no prometo nada. Un saludo a todos los cibermiembros (que no cibermembrillos) del club.

martes, 11 de diciembre de 2007

La Fuga (Miguel Angel)


Antes de que la televisión diera un chispazo, yéndose a tomar por culo la imagen y todo el sistema eléctrico, el presentador del telediario de la primera conminaba con vehemencia a que se sellaran puertas y ventanas de manera urgente. “Es la única medida para protegerse de la nube tóxica”, aseguró.
Una nave con productos químicos había reventado en las afueras de Madrid, y con ella medio polígono industrial del que formaba parte. De lo del apagón nada habían dicho en las noticias, así que supuse que aquel progresivo desastre también habría alcanzado la central eléctrica que abastece mi zona. Con el adosado cerrado a cal y canto, sin luz, y mi mujer de compañía como mal menor, el panorama era dantesco, no hacía falta que me lo advirtiera Lorenzo Milá. Por lo menos tenía a los niños de acampada en Somosierra y no jodiendo la marrana, como siempre. Aunque no me salió de balde, porque con lo que me costaba la inscripción, ya podían tener montadas las tiendas en el puto Meliá Castilla.
“Josefa, ¿dónde cojones están las velas?”, grité mientras rebuscaba a tientas en uno de los cajones del aparador del salón. “En esta casa siempre estamos igual, me cago en la hostia, cuando uno necesita algo nunca lo encuentra”. “Tranquilo, Mariano. Ya las saco yo”, respondió ella desde la cocina.
Veinte minutos después de producirse el apagón, el gélido aire del invierno madrileño se había mudado dentro del adosado. Nuestra calefacción es eléctrica, como nuestra vitrocerámica, nuestra caldera y nuestra televisión. ¡Joder!, no me importaba lo más mínimo morirme de frío; ni comerme una lata de sardinas; y mucho menos masajearme los cojones con los chorros del yacusi; pero, por el amor de Dios, sólo pedía una cosa: que funcionara la puta televisión.
“Mariano, ¿se puede saber qué estás haciendo?”, dijo mi mujer viéndome manipular el mando del televisor. “¡Qué voy a hacer!”, contesté yo. “¡El gilipollas! ¡Eso es lo que estoy haciendo, el gilipollas! Manejando el mando a distancia como si fuera la espada láser de Luke Skye Walker, intenté desafiar a la compañía eléctrica y al sentido común buscando irradiar energía a aquel cadáver de cuarenta y dos pulgadas y pantalla de plasma. “Así no vas a conseguir nada, ¿es qué no te das cuenta?”, prosiguió ella. “Claro que me doy cuenta. Eso es lo malo, que me doy jodida cuenta de que ya ha empezado la segunda parte del partido de Champions”, protesté estrellando el mando contra la pared. Mi mujer me miró como si nada hubiera pasado y dijo: “Mariano, mírale el lado bueno: ahora podemos dedicarnos ese tiempo que siempre nos falta. ¡Venga, anímate! Vamos abajo, que te he preparado una cena de lo más romántico”. Aquella noche, mientras descendíamos las escaleras que conducen a la bodeguilla, yo destilaba toneladas de romanticismo, por los cojones.
Aunque me sepa mal, debo reconocer que mi mujer siempre ha sido muy detallista. A la mesa no le faltaba nada: las imprescindibles velas, las copas de cristal de Murano, el mejor vino de mi coqueta colección, la vajilla de loza y en medio de todo aquel despliegue, una fuente con un kilo de la cosa que más me gusta de este mundo: langostinos del Mar Menor.
Al estar en un sótano, la temperatura, comparada con la del resto del adosado, era casi acogedora. Me quité el anorak que me había comprado para ir a Baqueira y, entonces, escuché de fondo la voz de Rafael Farina. Al final, la noche no iba a ser tan catastrófica como preveía. Josefa había estado en todo, rescatando, de no se sabía dónde, un par de pilas con las que darle brío al rey de la copla en un compacto. “Cariño”, le dije. “Todo esto es perfecto, y si hubiera un poco de mayonesa para los langostinos ya sería sublime”. “Ahora mismo subo a por el bote”, anunció ella complaciente.
La idea me vino de pronto, al descabezar el primer crustáceo. Me levanté, cerré la puerta de la bodega pasándole el cerrojo y volví a mi asiento para retomar la cabeza que me había dejado pendiente. En eso, regresó mi mujer: “Mariano, abre la puerta”. No contesté, estaba demasiado ocupado sorbiéndole la sustancia al langostino. “Mariano, no seas tonto y abre la puerta”. Le quité la cáscara y me lo metí entero en la boca. “Mariano, no me hacen ninguna gracia estas bromas tuyas”, insistió ella. Mastiqué con parsimonia, deleitándome en cada dentellada. “¡Mariano, abre la puta puerta! Tragué y alargué la mano para hacerme con otro ejemplar. “¡Mariano, cabronazo, me cago en todos tus muertos!”, gritó Josefa al borde del histerismo. Menuda boca tiene la hija de puta, pensé. Me limpié la comisura de los labios con una servilleta de papel y me dije: “La gilipollas ésta todavía no sabe que los langostinos no se comen con mayonesa. Les mata el sabor.”

lunes, 10 de diciembre de 2007

Tormenta, por Toñi

Después de convencerse de que no hay nada que hacer, ha dejado de maldecir. Lo observo sin hacer ningún comentario; ya lo he visto así otras veces, demasiadas, aunque el hecho que provoca esta crisis está justificado: la tormenta ha paralizado la ciudad. La policía recomienda que la gente permanezca en sus casas, además de que nada funciona correctamente: no hay electricidad, han cortado el suministro de agua y las calles se han vuelto intransitables.

Yo estoy tranquila. Me imagino que el agua anega la ciudad y las calles se convierten en canales navegables, como los de Venecia; esto me pone de buen humor y sonrío. Sebastián repara en mi gesto y me dice con tono agrio:

- ¿Es que eres tonta? ¿La ciudad es un caos y tú te ríes?

Sin hacerle caso huyo a la cocina. Sigo imaginándome que estoy en otra parte mientras busco entre las latas de conserva algo con qué preparar la cena. He encendido algunas velas, pues está cayendo la tarde y la oscuridad empieza a desdibujar los contornos. Cuando acabo me pregunto qué estará haciendo Sebastián y salgo al salón para encontrarlo sentado en el sofá con la mirada perdida. Hay algo extraño: ah, sí. La televisión está apagada. Sin decir una palabra, para evitar problemas, saco el mantel de hule y preparo la mesa. Cuando acabo, le aviso a Sebastián con voz neutra y nos sentamos, uno frente a otro, a la mesa iluminada por un par de velas.

Cualquiera que nos vea pensará que es una cena romántica. Nada más lejos de la realidad. Después de treinta años de convivencia, Sebastián y yo estamos cansados; a pesar de ello, parecemos un matrimonio estable. Sobre todo porque hemos acordado, de forma tácita, vivir sin tocarnos las narices. Yo voy por mi lado y él por el suyo; dormimos en camas separadas y ninguno interfiere en la vida del otro. Me han dicho que tiene a alguien, pero nunca he querido saber nada. Yo, por mi parte, me hice amiga de Ansiolit y de Orfidal y gracias a ellos vivo más tranquila. Vamos juntos a los acontecimientos sociales y familiares donde no tenemos más remedio que figurar y parece que “hacemos una buena pareja” a la miope vista de los demás... es mejor así, más cómodo y mi vida, de todos modos, ya está en su recta final.

Sin embargo, esta noche, ante una cena fría compartida con él a la luz de las velas, siento nostalgia y ... no sé qué sensación de haber sido estafada. Y lo miro y me siento incómoda al no encontrar nada que decirle.

- Tenía que haberte hecho caso cuando me dijiste que era mejor poner el gas. Así ahora habríamos cenado algo caliente –le digo, por decir algo.
- Qué más da.- me contesta con amargura, mientras concentra toda su atención en pinchar una aceituna con la punta del cuchillo. Pero la aceituna se resbala cada vez que él la pincha y el cuchillo da en el plato haciendo un ruido estridente.
- No hagas eso, por favor. Me estás poniendo nerviosa...

Sebastián me mira con fastidio. Suspira, deja caer el cuchillo sobre la mesa y coge finalmente la aceituna con la mano. Hay en él una expresión de aburrimiento tan poco disimulado que me dan ganas de irme a otra habitación.

Seguimos comiendo en silencio. Sólo se oye la lluvia caer desmesuradamente y algunas veces rayos que me asustan, pero intento disimular la tensión. A pesar del esfuerzo, la presión en mi pecho se hace más y más fuerte.

- ¿Crees que estamos seguros? Tengo miedo... No para de llover y ...

Las lágrimas, tantas veces reprimidas, empiezan a salir de mis ojos, tan torrencialmente como la lluvia. Lloro desconsoladamente y él me mira, incómodo. Por fin reacciona: se levanta y pone su mano sobre mi hombro. Con torpeza hace que me levante de la silla y me conduce al sofá. Me arropa con una manta, intenta consolarme diciendo: “No pasa nada, ya verás como no...” pero hace tanto tiempo que no me toca que el contacto de sus manos sobre mi espalda me hace llorar con más fuerza. Se ha desatado una tormenta en mi interior.

Finalmente va a la cocina y trae dos vasos. Vierte sobre ellos un líquido y me da a beber. Esperaba que fuera agua, pero mis labios se queman al contacto con el alcohol. Bebo dócilmente. Él también bebe. Me limpio la cara con la manta. Después de algunos tragos me dice:

- ¿Estás mejor?
- Sí, gracias. – Mi voz suena rara, un poco gangosa por la mucosidad del llanto. Me paso las manos por la cara y echo otro trago de coñac.- Esto es un buen reconstituyente.

Bebemos sentados en el sofá. Le miro de reojo: mi marido. Era guapo cuando era joven. Siempre de buen humor, tan simpático.
- Tú no solías ser tan llorona –me dice, como si me hubiera leído el pensamiento.- Hacía falta que cayera el diluvio universal para verte perder los estribos.

Trato de sonreir. No sé qué contestarle. Sólo puedo tragar a grandes sorbos el coñac. Pronto se acaba la botella. Buscamos otra.

- No está mal este sustituto de la televisión – comenta, buscando mi complicidad. No la encuentra.

Porque ni siquiera esto desata mi lengua. Se me han podrido las buenas palabras hace mucho, mucho tiempo. Siento que la cabeza me da vueltas; inconscientemente busco el hueco de su hombro, aquel lugar donde yo solía refugiarme en el pasado, pero ha hecho un gesto de rechazo tal que he huido, como catapultada, al rincón más alejado de él en el sofá. Arrebujada en la manta, lo observo con rencor preguntándome, una vez más, quién es este hombre con el que vivo.
- ¿Cuándo acabará esto? –pregunta, después de un largo silencio. Yo no le contesto, no sé a qué se refiere, si a la tormenta, a la incomodidad de la situación o a nuestro matrimonio. Estoy haciendo la cuenta de los años que nos quedan y qué voy hacer con tanto tiempo inútil.
Un relámpago me saca de mis pensamientos. Me doy cuenta de que estoy a oscuras en la habitación vacía. Sólo una vela chisporrotea sobre la mesa, a punto de apagarse.




Con el permiso de Teresa, que es la próxima coordinadora, quiero recordaros que, en la pre-cena de navidad, decidimos, para este próximo encuentro, mezclar nuestros cuentos y que no los leyeran los propios autores, sino otros. Así podríamos "jugar" a adivinar quién lo ha escrito y si suena igual o mejora o empeora en otra voz. ¿Qué os parece? ¿Os gusta la idea?

Pues ya sabeis, el miércoles de la semana que viene jugamos al amigo lector invisible.

Toñi

domingo, 9 de diciembre de 2007

"ENTRE LAS SOMBRAS" Nieves Jurado

Al final, el hombre del tiempo tenía razón. Una gran tormenta se había adueñado de la noche y los relámpagos agrietaban el plomizo cielo que dominaba el valle. En la vieja casa de campo el interior parecía un velatorio oscuro y silencioso. Las velas iluminaban con una tímida luz el pequeño comedor. De vez en cuando, un resplandor blanquecino procedente del exterior clareaba, como en una película de cine mudo, las caras de la pareja de ancianos que en esos momentos cenaba un par de bocadillos. No les fue posible preparar nada más, sin electricidad y sin haber tenido la oportunidad de ir al pueblo a comprar comida, la despensa estaba medio vacía.
La mujer, pensativa, pellizcaba el pan medio duro y se introducía sin apenas hambre el trozo en la boca. El hombre la miraba sin pestañear.
- No comes nada – le dijo
- No tengo ganas de comer. Estoy cansada de esta tormenta. El valle se está inundando y no vamos a poder salir en días – le contestó la mujer sin levantar los ojos de su escasa cena.
- Bueno, ya saldremos de esta. No es la primera vez que se inunda el valle por unas lluvias así. Deberías saberlo.
Un violento trueno retumbó como un proyectil lanzado por algún avión enemigo. La lluvia empezó a caer con brusquedad sobre la destartalada casa golpeando las ventanas, las paredes y el tejado como si miles de martillos intentaran derruirla.
- Nos tendríamos que haber ido a casa de la niña cuando oímos en la radio la noticia de la llegada del temporal - comentó la mujer mientras jugaba con unas migas de pan que habían caído encima de la mesa.
- ¿A casa de la niña? Pero tú eres tonta, mujer. Si tu yerno no nos puede ni ver. ¿O es que no lo conoces? – añadió el anciano, y con un gesto demasiado habitual en él bebió un sorbo de su tercer vaso de vino.
- No exageres, hombre. A la niña le hubiera gustado vernos. Hace más de tres meses que no puede venir por aquí. Y sabes perfectamente que me aterran estas tormentas. Nos quedamos aislados y si nos pasa algo nadie se entera.
- ¿Cómo que no puede venir? A veces, creo que no tienes nada en esa cabeza. Di mejor que no quiere venir. Piensan que estamos muy viejos. Para ellos sólo somos un estorbo ¿aún no te has enterado? Dentro de nada nos meterán en una residencia, y si no, ya lo verás. Además, si nos pasa algo, qué más da. Tarde o temprano nos tendremos que morir, ¿no? – dijo el hombre con una turbadora media sonrisa.
- No digas esas cosas, que no me hacen gracia. Y la niña sabe muy bien que a mí nadie me va a encerrar nunca en una residencia de esas como si fuera un trasto inútil. Faltaría más.
La mujer dejó el bocadillo en la mesa y miró a su marido. En la penumbra, el hombre parecía extraño a sus ojos. Su aspecto le produjo un escalofrío. Siempre había sido rudo y de malas maneras, aunque reconocía que ya no le pegaba tan a menudo como antes. Desde la boda, ella nunca dejó de sentir en el estómago esa sensación de vacío que produce el miedo, como si en algún momento pudiera salir una bestia del interior de su marido. Él era así, una persona malhumorada y violenta, que sólo era capaz de transmitir desconfianza y antipatía a la gente.
- Vaya, se ha apagado la vela del aparador – murmuró la anciana.
- Deja, ya voy yo – dijo el hombre.
Éste empujó la silla pesadamente hacia atrás y se levantó. Cogió la vela de encima de la mesa que habían introducido en una botella de Coca-cola, y arrastrando los pies fue hacia el aparador para encender la otra. En ese momento la mujer quedó a oscuras. Sintió pánico. A pesar de los años que llevaba en ese lugar tan apartado, no podía evitar un gran temor cuando se desataban esas tormentas tan fuertes que la obligaban a quedar varios días a solas con su marido. Parecía que los infiernos se apoderaban del valle y de la casa. Quizás la idea de una residencia no fuera tan mala.
- ¿Puedes o no? – preguntó mirando la sombra en la que se había convertido su marido.
No hubo respuesta.
Definitivamente diría a la niña que solicitara una de esas residencias. Allí siempre tendría a alguien cerca.

TORMENTA PARA DOS. Cristina Prieto

TORMENTA PARA DOS

La luz se apagó de repente, y la débil insinuación del atardecer dejó la estancia en una penumbra cálida. Era un fin de semana distinto para ambos, lejos de su rumiar diario y de los desencantos de la ciudad, perdidos en aquel bosque de abetos cubiertos de nieve, dónde el silencio enaltecía las palabras, y el viento rugía caprichoso.
Se conocían apenas unas semanas, pero ambos, quisieron profundizar el uno en el otro, porque ninguno tenía ya nada que perder. Eran dos solitarios con un montón de cicatrices, que anhelaban una segunda oportunidad. Ella arrastrando sus miedos y frustraciones, por culpa de un matrimonio que la marcó para siempre, condenándola a un sexo mecánico al que se entregaba sin un ápice de deseo, como si su cuerpo fuera incapaz de experimentar las sensaciones en las que el placer nos atrapa, y él con el infortunio a cuestas, de un hombre señalado por un presidio improcedente. Ignoraban mucho el uno del otro, pero en realidad, quizás no querían saber. Y quedaron en encontrarse en aquel refugio, para rescatar del vacío lo poco o mucho que quedaba de ellos, y después de todo, si no funcionaba, solo serían dos días. Ninguno estaba seguro de nada, por eso aquella inesperada circunstancia, que en parte les aislaba del mundo, les dejó sumidos en un silencio tímido que vagó por la habitación como un presagio.
 ¿Tienes frío? –preguntó Mario al cabo de un rato frotándole con una mano la espalda. –Encenderé la chimenea, afortunadamente hay mucha leña disponible. Mientras los troncos prendían, y el chisporroteo del fuego ahuyentaba la ausencia de palabras, el deseo flotaba en el aire como una necesidad oculta.
 Mi anterior pareja, me habría hecho encender el fuego a mí –Dijo con la voz empañada.
 No hablemos de eso. Ya terminó…Ahora estamos tú y yo, solos, y además incomunicados porque la carretera está cortada, lo dijeron esta mañana por la radio, al poco de llegar, no tenemos corriente eléctrica, y el refugio está a más de cuatro kilómetros del pueblo. Creo que esto es una señal…  dijo clavándole los ojos.
 Solo quería que nos conociéramos, en eso quedamos ¿recuerdas?
 Nadie ha dicho otra cosa. Pensaba que a veces las circunstancias nos sorprenden con situaciones curiosas, que pueden incluso marcar nuestro destino. ¿No crees?
 Tal vez, pero no quiero complicarme con otra relación, solo quiero pasar un fin de semana apartada de todo, y me pareció que tu compañía me resultaría grata.
 ¿Y no es así?
 Sí, eso es lo que me sorprende. ¿Sabes? llevo más de dos años separada, y hasta hoy, no me había sentido así, diferente, como si yo misma fuera otra.
 Y tal vez lo eres, la vida nos cambia, pero necesitamos tiempo para ser conscientes de que una etapa ha terminado, y al fin comienza otra.
Marta, se acurrucó contra su pecho, podía sentir sus latidos calmados, acompasados, seguros, y la tibieza de su cuerpo, y aquellas sensaciones casi condenadas al olvido la emocionaron. Sorprendida descubrió que estaba viva, y que aún era capaz de excitarse con un hombre, de desearle, de querer ofrecerse a él sin requiebros ni culpa. Sonrió para sí y le besó. Mario desconectó su pensamiento, solo quería estar allí, abrazado a aquella mujer. Y se aventuró a deslizar despacio sus manos por sus pechos, con cierto temor al rechazo, pero los halló erectos, esperándole. Sus bocas como cuevas húmedas, se exploraron lengua contra lengua, surcando mares de saliva. Él, bordeó su flanco derecho y bajó en línea oblicua hasta el remanso de su sexo, liberándola de las bragas con movimientos titubeantes. Palpó cuidadoso su oquedad carnosa, sintiendo el leve vaivén que ella desplegaba en torno a sus brazos. Acarició la vulva, con suavidad, muy despacio, y poco a poco derribó barreras, y hundió los dedos en su interior, y aquel túnel húmedo le rodeo con fuerza como un anillo que tratara de retenerle, constriñéndole entre sacudidas, mientras a Marta se le escapó un gemido, que tembló en el aire. Entonces ella como en una nube, le desabrochó la camisa y paseó su lengua por su cuerpo, para terminar de rodillas frente a él, abarcando con la boca, su miembro erguido y firme.
Rodaron por el suelo, cerca de la lumbre, ahora el calor sofocaba el ambiente. Ella arrodillada, y él cabalgando sobre su grupa prieta, en perfecta armonía, con un ir y venir que rasgaba el deseo. Sus pechos bailoteaban sedientos bajo sus manos, y cuando sintió que todo se precipitaba, la tomó por el cabello y la atrajo hacía sí para volver a besarla. Se movían al unísono enredados en una melodía compuesta solo para ellos. El reflejo del fuego creaba sombras que cabrioleaban dantescas sobre la pared del fondo. Todo se aceleró, y el placer arrasaba ya sus cuerpos, como un huracán furioso y enloquecido que nadie podía detener. Mario deseó que aquel instante se perpetuara en su piel y en su memoria. Al fin podía disfrutar del sexo después de tres largos años en la cárcel. Y había cientos de mujeres ahí afuera esperándole. Su excitación se desbordó ante aquella idea.
Las sensaciones fluyeron entre los dos como un caudal inagotable, lejanos, y entregados cual dos adolescentes que ávidos de experiencias, se abandonan entre cervezas y speed. Ya no importaba nada, ni sus fracasos, ni sus resentimientos, ni sus rencores, ni tan siquiera el miedo a que cuando todo terminase, imperase de nuevo la soledad en sus vidas…
Marta, al borde del abismo, alcanzado el punto sin retorno, se dejó llevar más allá y apenas coronada la cima, supo que aquello era solo un principio, pero en el fondo quiso creer, que había encontrado la puerta, esa puerta misteriosa y mágica, que prendía sensaciones desconocidas en su cuerpo, liberándola de sus cadenas, y que al fin había traspasado el umbral…

sábado, 8 de diciembre de 2007

El conde Nikolai, escrito por Diana

EL CONDE NIKOLAI
-Elvira ven. Ven aquí a tomar el café conmigo.
-Estoy fregando, Eufrasio.
-Déjalo, ya lo harás más tarde.
Elvira sale de la cocina secándose las manos en el delantal. Todo está en penumbras. En el sillón de orejas está sentado el marido, tiene una manta de cuadros cubriéndole las piernas. A un costado, en una mesilla baja está el servicio de café.
-Acércate mujer, ¿cómo quieres el café? ¿solo o con leche?
Elvira se siente por un momento sorprendida. Hace más de diez años, desde que le diagnosticaron hipertensión, que no toma café, sin embargo, algo en el ambiente la invita a transgredir la pauta de salud prescrita por el médico.
-Con unas gotas de leche- dice observando de refilón a su marido con la bata de andar por casa y un pañuelo anudado al cuello.
La mujer acerca su sillón al del marido y se sienta echándose ella también una manta sobre las piernas.
-Acerca el candelabro mujer, que no atino con el azúcar- pide Eufrasio.
Desconcertada, Elvira recorre con la vista la pequeña sala hasta entender que lo que le reclama el marido es la vela que está encima de la mesa, pegada a una tapa de colacao.
-Hace un poco de frío ¿quieres que avive la lumbre?- pregunta el hombre que, sin esperar respuesta, regula la llama del camping gas que está a sus pies.
-Mira que a gusto que estamos aquí, tú y yo solos, al calor del hogar- dice a la vez que toma una de las manos heladas de su mujer que se sorprende frente a semejante despliegue de romanticismo.
-¿Te he contado alguna vez- dice Eufrasio con tono evocador –cuando mi tío abuelo, el conde Nikolai fue condecorado con la orden de San Jorge?
Elvira resiste la tentación de decirle que sí, que ya ha contado la batallita del tío Nikolai (tío a secas, porque lo de Conde nunca terminó de creérselo) lo menos treinta veces, que son los años que llevan de casados, sin contar el noviazgo. Piensa en las cacerolas sin fregar en la cocina y resignada miente:
-Si, puede que lo contaras alguna vez, pero no lo recuerdo muy bien ¿qué fue lo que pasó con el Conde Nikolai, tu tío abuelo?- dice acentuando levemente lo de “Conde”, ironía que Eufrasio, con los ojos entornados, decidiendo por dónde empezar el relato, no percibe.
-Pues verás, esto ocurrió, naturalmente, antes de la Revolución, mi tío Nikolai, hermano de mi abuelo Anatoli había sido llamado…
Elvira mira el perfil de su marido, es un hombre aún atractivo, y lo encuentra desconocido, le sorprende lo bien que se ha tomado el apagón. Temía que el verse encerrado en casa, sin ir al trabajo, sin sus documentales en la televisión, sin su escapada al bar, le agriarían aún más el carácter, sin embargo Eufrasio está de un extraño buen humor. Elvira observa a su marido de pie, gesticular con elegancia, hacer ciertas pausas estudiadas, como si estuviera repitiendo el guión de una obra aprendida de memoria.
Eufrasio adopta una pose teatral y se aclara la garganta.
-¿Quieres servirme una copa de brandy por favor?
Elvira vuelve de la cocina con dos copas de orujo miel que Eufrasio bebe sin notar la diferencia. Deja la copa sobre la mesa y mira fijamente a su mujer, en la penumbra reinante. Elvira se sorprende de la expresión de su marido, teme que la burda treta del orujo desate una de las habituales explosiones de ira, tan frecuentes últimamente.
-¿Te he dicho que te sienta muy bien el pelo así recogido?
La mujer se lleva la mano hacia la nuca y comprueba que, efectivamente, se había recogido el pelo con unas pinzas por la mañana y había olvidado volver a peinarse a lo largo del día.
-Como te iba diciendo, Luzmila, la mujer de mi tío abuelo, que también pertenecía a la nobleza, era una excelente pintora…
Elvira deja de prestar atención a una historia que se sabe de memoria y se pregunta en qué momento su marido dejó de ser el hombre del que se había enamorado, tan cariñoso, tan elegante, tan exquisito para todos los detalles. Se pregunta también cuándo dejó ella de admirarlo y, viéndolo ahora entre las sombras de la habitación gesticular con gracia acompañando el relato, vuelve a sentir un cosquilleo en el estómago. Sin pensarlo, respondiendo a un impulso irreflexivo, se acerca a la cómoda del rincón, busca el disco de Mussorgski, el preferido de su marido y lo pone en el pequeño aparato portátil. La música lo envuelve todo. Rebusca en uno de los cajones y saca un álbum de fotos, pasa las primeras hojas y se detiene en una foto amarillenta, con los bordes un poco raídos, donde se ve a un hombre de uniforme sentado en un enorme butacón y dos perros de caza tumbados a sus pies.
-Este es tu tío abuelo ¿verdad?
Eufrasio interrumpe el relato, se acerca a su mujer, se sienta en el brazo del sillón apoyándose delicadamente en los hombros de Elvira y asiente.
-Lo cierto es que te pareces mucho a él.
-¿De verdad lo crees?- pregunta el marido.
-Si, fíjate en sus ojos, son iguales a los tuyos, no se ve el color pero deduzco que serían azules. La nariz recta tan varonil y mira su mandíbula, es igual a la tuya, angulosa, fuerte, transmite energía interior. Fíjate además en sus hombros y en la posición de los brazos, me recuerda mucho a ti cuando te sientas a leer, tiene el mismo gesto. Y mira sus manos Eufrasio ¡si son las tuyas! Con esos dedos largos y delgados, delicadas manos de artista…
-¿De verdad me encuentras parecido?
-Claro que sí cariño, no me había dado cuente hasta hoy. De pronto viéndote de pie en la penumbra, me ha venido a la mente la foto en blanco y negro. Desde luego no puedes negar que su sangre corre por tus venas.
Se quedan en silencio un instante, los “Cuadros de una exposición” suenan creando una reverberación que lo tiñe todo.
-Lo cierto es que tú también me recuerdas mucho a mi tía Zinaida, hermana de mi madre. Tú no llegaste a conocerla porque murió muy joven, lógicamente debe ser una casualidad porque no te une ningún parentesco de sangre. Era una mujer tan hermosa, ¿te conté que de crío estaba enamorado de ella?
Esto sí era una sorpresa para Elvira.
-Pues verás, mi tía Zinaida era una bailarina excepcional, bailó en los mejores teatros de París. Contó entre sus pretendientes a lo más aristocrático de Francia…
Se interrumpe y mira a su mujer como si la viera por primera vez.
-Desde luego Elvira, el parecido que tienes con ella es notable, te miro y me parece estar viéndola, tan alta, tan esbelta, como tú, que te conservas estupendamente a pesar de haber tenido tres hijos y que ya no somos unos jovencitos.
Elvira, disfrutando del cosquilleo en el estómago y deseando que el apagón dure aún unos días más, dice:
-Anda Eufrasio, acerca un poco el candelabro y aviva la lumbre, que te voy a servir otra copa de brandy.
FIN

viernes, 7 de diciembre de 2007

Ya podéis votar vuestros relatos favoritos de la reunión del 05/12/07

Seguimos con nuestras votaciones, en este caso podéis realizar un comentario con el relato que más os gustó de la última reunión del grupo: el propuesto por José Arístides, referido a la situación de encierro que sufre una pareja en una casa durante unos días y a las consecuencias que éste acarrea.

jueves, 6 de diciembre de 2007

"Calla, tonta" Inmaculada Belda


Por una vez en la vida tengo la certeza de que esta situación en la que me encuentro no es culpa de Mario, y mira que me cuesta mucho no poder echarle los perros, pero ¡ea! que este nevazo es obra de un ser superior, no sé si más sabio, o más borde que mi marido. Me doy la vuelta en la cama y miro su perfil a la poca luz de la vela que ha encontrado en la despensa después de varios ¡Jóder¡ y ¡Me cago en to lo que se menea!

-Así de perfil pareces otro, Mario. Le digo con una voz tan melosa que ni yo misma lo entiendo; una voz que parece haber tomado vida propia y obviar mi aborrecimiento hacia él.

-Eso te gustaría, ¿verdad? Me responde con acritud. Por lo visto, su voz sigue bajo su influjo mezquino y se deja de melindreces.

-Pues sí. No me importaría tener a mi lado al hombre que parecías ser. El que eres no me gusta nada. Responde la voz, que sigue hablando por libre, esta vez desilusionada. No me puedo creer que le esté diciendo eso, y menos que le esté hablando. Me doy la vuelta hacia la derecha y dejo de mirarle.

-Pues tú de espaldas pareces la 60-90-60 de antes- me dice soltando una carcajada. ¡Qué razón tiene Lina Morgan! ¡Cómo cambian los cuerpos! Sobre todo el tuyo, que ha cambiado a lo grande- continúa su voz, que sigue siendo la suya y no otra más benévola.

-Ya, claro- le suelta la mía, un tanto molesta y preparada para el servicio y devolver la pelota. Empiezo a dominarla y no queda en ella nada de cariño -Tu curva de la felicidad parece un meandro, lo digo por si no te habías percatado.

-Si no echaras tanto aceite a las comidas…- responde y se queda a medias, parece que está buscando algo con que herirme.

-Si no te comieras dos platos…- respondo yo, esta vez totalmente dueña de la situación y dispuesta a ganar no sólo el tanto sino el set y el partido.

-Pues mira si me como dos es porque, a pesar de ti, te salen unos guisos de rechupete.

-Uy, si va a resultar que te gusto un poco. Le contesto burlona.

-Que va, pero el hombre no vive del aire y tú me sales más barata que el restaurante de enfrente.

Nos quedamos unos minutos en silencio. Escuchando su respiración trabajosa me acuerdo de lo mucho que me gustaba oírle junto a mí antes de que su leve respiración pausada se convirtiera en los ronquidos actuales. Y como si quisiera darme la razón le oigo soltar un estruendo y quedarse atascado. Pongo atención y nada, no pasa nada, ni sigue roncando ni se mueve ni lo noto. Me preocupo. Me abalanzo sobre él y empiezo a sacudirlo.

-Mario, Mario, ¿qué te pasa? ¿te encuentras bien? Como respuesta el aire retenido en su garganta sale de golpe y Mario se sobresalta consiguiendo asustarme.

-¿Se puede saber qué haces, estúpida? Vaya susto me has dado.

-Mira quién habla, el susto me lo has dado tú, que me creía que te habías quedado tieso.

-Ya estamos, eso te gustaría eh.

-Eres idiota, no te deseo ningún mal, un dolor de estomago quizás, pero la muerte… eso son palabras mayores. Le digo indignada y todavía con un pálpito en el pecho.

-Pues sería la solución para ti. No tendrías que aguantarme más.

-Lo dices como si te tuviera que llevar todo el día en brazos. Le respondo quitando importancia al asunto. No me gusta hablar de la muerte, ni siquiera de la suya.

-Reconozco que sería una pesada carga. Responde él jocoso. Además si hay que cargar el uno con el otro, mejor tú encima. Se echa a reír y yo me doy la vuelta para mirarle. Siempre me ha gustado su risa, su picardía. Nos quedamos así un buen rato, de frente, escrutándonos, con la boca suelta y haciendo amagos de sonrisa.

-¿Porqué nos llevamos tan mal? Le pregunto ansiosa, como si esperara una respuesta de él que cambiara de un plumazo el último año. Mario se levanta dando saltos para combatir el frío, pues no hay calefacción, nada funciona sin la electricidad. Le veo salir sin contestarme y bajar las escaleras, también le oigo soltar una imprecación ¡Me cago en la leche!

Cuando vuelve lleva una tarrina de chocolate foundi y un platito con trozos de fruta ensartadas en palillos. Como un experto camarero acarrea también dos copas y una botella de cava Canals i Nubiola. Y más abajo, en su pie derecho, un buen porrazo en el dedo gordo.

-No veas qué leche me dao. Me dice intentando parecer dolido aunque no lo consigue porque yo me he echado a reír viendo el espectáculo.

-Macho, pareces un hombre orquesta. Le digo. Él empieza a descargar todo sobre la cama y me lanza una mantita de coche para que me envuelva en ella, pues a pesar de que el ambiente se está caldeando sigue haciendo un frío del demonio.

Amenizados por Path Metheny sonando en el compact disc a pilas, nos comemos la fruta con el chocolate y después brindamos con el cava. Me mira muy serio y me dice con una voz que no estoy muy segura de que sea la suya: Laura, no sé porqué nos llevamos tan mal, pero sí sé que podemos intentarlo. Yo me acerco y él entreabre la boca.

-Te huele el aliento. Le digo con un susurro.

-Calla, tonta.

EJERCICIO PROPUESTO PARA LA REUNIÓN DEL DÍA 19


La coordinadora del día 19 (Teresa) propone escribir un relato corto según las bases del siguiente concurso. Os pediría que intentéis que el ejercicio ocupe menos de dos folios. Los que posteriormente decidáis participar seguro que no tenéis problemas para alargarlo un poquito más.



● CONCURSO DE RELATO CORTO: "SUCEDIÓ EN UN HOTEL"

1. Podrá participar cualquier escritor/a siempre que sus textos estén escritos en cualquier lengua oficial del Estado.
2. La temática será libre, no obstante los hechos o acontecimientos objeto del relato deberán tener un hotel como marco de referencia, serán inéditos y no premiados en otros certámenes ni pendientes de resolución en otro concurso.
3. Cada autor/a podrá presentar tan sólo una obra.
4. Los trabajos deberán tener una extensión máxima de 5 páginas, en formato Din A-4, a una sola cara, deberán ser adjuntados en formato pdf.
5. En el encabezado de la primera página del relato se hará constar claramente el título de la obra y el nombre del autor.
6. Los relatos se publicarán directamente en la web www.elrecepcionista.com , incluyendo los datos del autor requeridos en el formulario pertinente , y adjuntando el relato en formato acrobat pdf.
7.- La fecha máxima de presentación finalizará el día 31 de Diciembre de 2007.
8. El jurado, cuya composición se dará a conocer en el momento del fallo, será designado por los responsables de Nuestro Pequeño Mundo Viajes y la Fnac.
9. Sólo podrá resultar un relato ganador y el jurado podrá realizar cuantas menciones de honor estime oportunas. Los nombres de los galardonados se darán a conocer a los medios de comunicación y a todos los participantes en el mes de Enero de 2008.
10. El premio para el relato ganador consistirá en un viaje para dos personas a Londres de Jueves a Domingo, incluyendo avión desde España, traslados y estancia en hotel de categoría Turista Superior en alojamiento y desayuno. Así como un premio en metálico de 300 € para gastos.
Igualmente se publicará el trabajo en la página web www.elrecepcionista.com en posición destacada, junto a cinco relatos adicionales seleccionados por su calidad.
11. Los relatos ganadores quedarán en poder de la entidad convocante, que podrá publicarlos en la página web www.elrecepcionista.com, citando siempre fuente y autor, además de poner en conocimiento de éste tal hecho.
12. Tras el fallo del jurado, los relatos no premiados serán destruidos si en el plazo de un mes no son reclamados por el autor/a.
13. El jurado resolverá, según su criterio, las incidencias que se produzcan y no estén recogidas en las presentes bases.
14. El mero hecho de participar en el concurso significa aceptar las presentes bases.
Más Información: Web: www.elrecepcionista.com
E-mail: administracion@elrecepcionista.com

* * *

lunes, 26 de noviembre de 2007

NAVIDADES "ESPACIALES" (Inmaculada Belda)

Nicolai Navarro, un ruso de padre español abrió una bolsa de plástico hasta ahora hermética y de ella sacó una especie de tableta cuadrada, parecida a una onza de chocolate, pero de color blanco. Tanto él como sus compañeros acababan de cenar y esperaban ansiosos el postre navideño especialmente preparado para ellos: turrón deshidratado, concentrado, minimizado. Ingrid, una alemana cuyo pelo no era rubio ni sus ojos azules, sino negros los dos, se echó a reír cuando los demás, escandalizados, vieron escapar de entre los dedos del ruso el ansiado dulce. John, el americano del grupo, estuvo al quite y atrapó la tableta con una especie de red de cazar mariposas, cuando ya ésta subía demasiado alto, lo suficiente para tener que abandonar su cómodo asiento y echar un vuelecito en su busca. Todos jalearon produciendo un ruido parecido al de la gente en un campo de fútbol cuando el equipo local mete un gol al primero de la liga. Sonrieron de nuevo tranquilizados y la bolsa cambió de manos y fue a parar a Sergio, el español seleccionado en el último momento para la misión.

-¿Sabíais que el turrón se llama así desde que en 1421 Enrique Villena bautizó al Dulce Blanco de los andalusíes como Torró? Dijo éste haciendo un despliegue de cultura a la española. Y con habilidad atrapó la segunda tableta y pasó la bolsa a Ingrid.

La alemana metió la mano en la bolsa sin mirar, como si estuviera sacando una bolita numerada con el tema a exponer ante un tribunal de oposiciones. Tanteó el interior contando las existencias y poniendo una expresión de contrariedad dijo:¡Oh, oh!

-¿Oh, qué? Preguntó Nicolai temiéndose lo peor, pues la que fuera su tableta se había quedado en manos de John, que tras atraparla consideró justo conservarla como un trofeo, al igual que los cazadores conservan un cuerno de rinoceronte o un colmillo de marfil.

-Sólo queda una, han contado mal las porciones al envasarlas.

John se apresuró y sin esperar a hidratar su onza, se la metió en la boca ante la mirada desaprobadora de Sergio, que enfadado le espetó: eso, eso, no vaya a ser que tengas que compartirla. Sin dejar de mirarlo puso su porción dentro de la bolsa.

-Gracias, contestó la alemana. Sortearemos las que hay y el que se quede sin ninguna podrá coger una ración extra de bacalao al pilpil.

-Mmmm, dijo el ruso, bacalao de postre, ¡qué buena idea! Y se echó a reír como loco, de manera que su mandíbula inferior fue un batir arriba y abajo durante un gran rato.

Mientras tanto el intercomunicador con la tierra saltó haciendo un gran ruido, producto de las interferencias que proporciona la lejanía desmesurada. A continuación, con voz grave y perfectamente audible escucharon al Jefe de la Operación.

-Aquí Houston, tenemos un problema dijo. Bajo ningún concepto comáis Turrón esta noche.

-¿Pero qué dice ese? Preguntó Sergio con la voz airada, es Noche Buena, cómo vamos a olvidarnos del turrón.

Mientras la radio seguía su lucha particular contra las interferencias, el rostro de John se volvió azulado, luego púrpura y finalmente rojo como la grana, comenzó a toser despidiendo los restos del dulce por el aire, produciéndose una lluvia hacia arriba de fragmentos blancos. Su boca se abría y cerraba como la de un pez intentando respirar fuera del agua y finalmente, tras escucharse un gemido, su cabeza cayó sobre su hombro y terminó por desplomarse sobre la improvisada mesa para la cena de Noche Buena.

Sus compañeros se quedaron sin habla.

-Repitoooo. Zsssss, zss, zsss. No comáis turrón. Zsssssss, zzzsssss, se han olvidado una porción y la he probado: Es repugnante, está hecho con sal.

Mientras todos se reían del error del cocinero, John volvió en sí y, todavía aturdido, exclamó: ¡Pues que asco de dulce tenían los andalusíes! Casi vomito la cena entera.

Todos siguieron riendo, esta vez de John, que un tanto azorado comprendió que su acción egoísta le había llevado a ser el único que comiera aquello y encima sin agua. Pasaría mucho tiempo antes de que se le olvidara el sabor de aquella pasta que se le formara en la boca en las navidades de 1990 en la expedición que la N.A.S.A. envió… no se sabe dónde.

domingo, 25 de noviembre de 2007

"LA MALA NOCHE DE NOEL" (Fermín Gallego)

Noel era consciente de que en esas fechas, jamás tendría vacaciones. ¡Cuántas discusiones con su mujer! Su máxima ilusión era pasar unas Navidades en Canarias, pero claro, con la ocupación del marido resultaba imposible.
Noel estaba completamente saturado de trabajo. Primero la preparación, recopilar y ordenar todas las cartas recibidas, después el almacén para llenar los sacos y preparar la distribución y luego, a viajar y, menos mal que por los efectos mágicos de su puesto, podía estar en varios lugares a la vez.
Esa noche ya llevaba atendidas varias casas de aquel barrio de las afueras de la ciudad, cuando llegó a la hora prevista, al número 32 de la calle Eucalipto. Dejó el trineo mal aparcado como casi siempre, con los intermitentes de los cuernos de los renos en funcionamiento y se dispuso a entrar en la casa de los Garcia. Cargó su saco al hombro y trepó hasta la chimenea como en tantas ocasiones, se introdujo y ¡ahí va!, quedó atascado.
-Lo sabía, alguna vez tenía que ocurrir- gruñó para sí- Mira que me lo decían, tenía que haberme puesto antes a dieta.
Lo intentó hacia abajo y hacia arriba pero nada, no lograba moverse, y encima la molestia del saco que había quedado sobre su cabeza.
-¿Y qué hago yo ahora? – pensó en voz alta.
Mientras tanto en la vivienda de los García comenzaba a cundir la impaciencia en los niños.
-Pero papá, dijiste que iba a llegar antes de la cena- protestaban malhumorados.
-No os preocupéis, seguro que no tardará en llegar- intentaba calmarlos su padre.
-Bueno, voy a traer ya la cena antes de que se enfríe- intervino la madre tan práctica como siempre. Primero fueron los aperitivos, luego le tocó su turno al pavo, después desfiló la inevitable piña y llegó por fin el turno de los turrones, polvorones y licores y aunque los padres intentaban calmar los ánimos, los niños permanecieron callados y de mal humor toda la velada mientras que el abuelo, apenas se enteraba de nada.
El pobre Noel, en mitad de la chimenea, se tenía que contentar con alimentarse de los olores y aromas que llegaban de abajo. Seguía sin encontrar la solución a su grave problema.
El padre, algo eufórico por los licores, y ante la creciente desesperación de la familia decidió llamar por teléfono a Laponia, aunque sabía que le iba a costar un pico la conferencia. Después de una larga espera al son de villancicos telefónicos, al fin una voz respondió.
-Pues no sabemos que ha podido ocurrir. Ha debido dejarse el móvil en el trineo porque no responde, no hay manera de contactar con él. Intentaremos localizarlo, tengan calma, por favor.
Pero la calma de los García se había convertido en resignación, mientras en Laponia el teléfono no paraba de sonar. Eran los vecinos de la calle Eucalipto, del nº 34, del 36, del 48. Todos con la misma queja, que si no había derecho, que si habían enviado las cartas a tiempo, que iban a reclamar y pedir indemnizaciones.
El matrimonio García, mientras los niños veían la televisión y el abuelo dormitaba en el sillón, continuaba discutiendo: -Ya te decía que era mejor los Reyes Magos, como siempre, que esos sabes que no fallan nunca, pero tú, dale que dale, que si así tienen más tiempo para jugar, que si es mejor. Pues mira el resultado.
-Cállate un momento-, le cortó el marido.-Me ha parecido oír un gemido en la chimenea.
Aguazaron el oído: –¡por favor, ayúdenme, me he quedado atascado!- se oyó una voz. El marido se asomó con una linterna y creyó ver unas botas. Estiró fuertemente y ¡zás!, le cayó encima Noel que en lugar de rojo y blanco estaba recubierto con una capa de hollín.
-¿Pero usted se cree que estas son horas de llegar?- le increpó. Todos los miembros del hogar miraron con asombro al recién llegado, La barba en lugar de ser blanca y algodonosa, parecía una pelusa gigante acabada de barrer, la borla del gorro medio caído, golpeaba la nariz de un rostro completamente tiznado de ceniza y sudor. Ante ese deplorable aspecto, los niños asustados prorrumpieron en un impetuoso llanto mientras se cobijaban detrás de su madre.
Noel pidió permiso para sentarse y reponerse del golpe. Estaba aturdido y no tenía claro ni donde se encontraba.
-Por favor, pueden darme un vaso de agua- le pidió a los García.
-Ahí tiene, sírvase la que quiera- dijo ella señalando la mesa con los restos de la cena.
Noel, cogió la botella transparente que tenía más cerca y llenó un vaso. Le dio un generoso trago y de pronto sintió como el líquido abrasaba su garganta.
-¡Pero que hace hombre de Dios!. ¿Es que ahora quiere emborracharse con el orujo?- le increpó el padre.
-¿Orujo?. Creía que era la botella de agua. Y además, si yo no bebo.
-Bueno, ¿nos da los regalos de una vez?- intervino la madre.
Noel abrió su maltrecho saco y su semblante cambió de color. –Encima me he equivocado de saco. Perdónenme, voy ahora mismo a por el suyo. Si no les importa, utilizaré la puerta.
Noel salió a la calle, la cabeza comenzaba a darle vueltas. El trineo continuaba donde lo había dejado pero los renos ya no estaban. Al lado, las luces intermitentes de la policía iluminaban la escena mientras la grúa cargaba con el vehículo navideño.
-Pero ¿y los renos?, fue lo primero que preguntó.
-Los hemos soltado -contestó el agente- Como comprenderá ya tenemos bastante con llevar el depósito todos los coches multados. Encima, no querrá que tengamos unas cuadras para los animales.
-Pero no hay derecho. ¿Y qué hago yo ahora?.
-Ud. sabrá, ¿no tiene la facultad de hacer magia?. Y que conste que hemos estado aguardando, pero aquí no venía nadie.
-Pero es que me he quedado atascado….
-¡Cállese! –el agente no le dejó acabar-. Todos iguales, siempre buscando alguna excusa. Además, usted huele que apesta a alcohol, vamos a hacerle la prueba si no le importa.
Efectivamente, los efectos del orujo en el abstemio Noel no se habían hecho esperar y sobrepasaba los límites admitidos.
-Usted no tiene vergüenza. Menudo ejemplo para los niños
-Les aseguro que yo no lo sabía. Por favor si quieren después pueden llevarme detenido pero ahora tengo que repartir los regalos que faltan. Tengo que volver a esa casa a entregarles el suyo, pues me había equivocado de saco.
-Encima de borracho, incompetente. Venga, vaya usted aprisa-.Los policías habían hablado entre ellos y decidieron dada la noche de que se trataba, dejarle continuar con el reparto. No obstante, permanecieron allí, sin quitarle el ojo de encima. Noel se dirigía de nuevo a casa de los García. El padre lo estaba esperando el la puerta y malhumorado le arrebató el saco.
-Traiga, no quiero verlo más por aquí.
Noel, completamente mareado, volvió a su trineo y le costó un gran esfuerzo encontrar y después coger el saco siguiente. Haciendo eses, logró llegar con la bolsa a cuestas al domicilio del número 34. Inesperadamente, llamó al timbre. Cuando la puerta se abrió, no daban crédito a la pinta de Noel que tambaleándose y con voz de borracho preguntó:
-Buenas noches, ¿podría indicarme por donde se accede a la chimenea?- Al mismo tiempo que hacía la pregunta, se derrumbó en el suelo.
-Agentes, vengan por favor. Además de tarde miren en qué estado viene. Llévenselo, es lamentable, no queremos que los niños lo vean-. Los policías cargaron como pudieron con Noel introduciéndolo en el coche patrulla.
Y aquella noche, ya no hubo más reparto de regalos en aquel barrio de la ciudad.
A la mañana siguiente, en todos los hogares se recibió una carta por correo urgente:
“Por problemas de distribución, anoche fue imposible repartir los encargos efectuados por todos ustedes. Estamos contactando con una nueva empresa, por lo que previsiblemente sufrirán unos días de demora. Pero no se preocupen, en la noche del 5 de Enero, tres empleados ataviados con trajes reales, les harán entrega de los mismos. Rogamos disculpen las molestias causadas.”
Mientras tanto, Noel había sido despedido. Las explicaciones que intentó ofrecer a sus jefes, no fueron suficientes. Habían pasado unos días desde aquella aciaga noche. Sentado en el sillón de su casa, leía los anuncios de trabajo del periódico. Su mujer tratando de animarle le comentó:
-Tú no te preocupes, ya encontrarás algo. Además, las próximas Navidades nos podemos ir de vacaciones a Lanzarote.

viernes, 23 de noviembre de 2007

"OTRA CANCIÓN... DE NAVIDAD" Teresa Sandoval

El señor Salmerón me despidió en vísperas de Nochebuena. Llevaba trabajando para él algo más de un año, y aquella mañana cuando acudí como cada día a la asesoría nada me hacía sospechar que sería la última. La carta de despido me la entregó Rodrigo, el jefe de personal, con cara de circunstancias. Me dijo que sentía mucho tener que despedirme, especialmente en estas fechas, pero que las órdenes habían venido directamente de arriba y que él no podía hacer nada. Junto a la carta de despido la última nómina, y como paga extraordinaria un exiguo finiquito que no daría ni para comprar una lata de uvas peladas y sin pepitas, como me gustan a mí. Estaba aturdido, tanto que ni se me pasó por la cabeza montar un escándalo; así que dignamente, al menos en apariencia, fui a mi despacho, recogí mis enseres personales (calendario, un portalápices, un cenicero de bolsillo), los metí en una caja de cartón que gentilmente alguien había puesto a mi alcance y me marché. Ni siquiera llegué a gritar desde la puerta ¡esto no va a quedar así! Quizá por eso, por no haberla expulsado a tiempo, la frase se quedó mordiéndome por dentro.
En cuanto a los motivos que el viejo había tenido para despedirme, los sospechaba. Alguna que otra mañana se me habían pegado las sábanas, era cierto, tan cierto como que era del dominio público mi costumbre de fumarme un cigarrillo de vez en cuando en los lavabos; y otra cosa no, pero el decreto antitabaco el viejo la había recibido con el mismo compromiso que Moisés las tablas de la Ley. Aún así, y reconociendo mis deslices, despedir a alguien en Navidad seguía pareciéndome inhumano. ¿No podía haber esperado el viejo hasta enero y dejarme caer por la cuesta por propia inercia? El viejo era un miserable y un rastrero. Pero “esto no va a quedar así. Yo le amargo las Pascuas como el me ha amargado las mías”. Hubiese estado bien que al señor Salmerón, como en un cuento de Dikens, se le hubiesen aparecido los tres espíritus de la navidad, mostrándole mi pasado, presente y futuro, a cual más amargo, pero yo a esas alturas ya no creía en la magia, así que quise aportar mi granito de arena y le pedí al fantasma de mi primo Gustavo que él mismo se encargara de visitarle para recordarle que el Espíritu Navideño era una cosa muy seria.

Entre en un bar de la plaza Mayor. Las vidrieras y el mostrador estaban adornados con guirnaldas, bolas, Papas Noeles colgantes y toda clase de horteradas mil. A mi alrededor se respiraba ya un ambiente empalagoso y eso que no eran siquiera las once de la mañana. Pedí un café y una copa de ponche y me acodé en la barra observando a la gente. La mayoría iban con paquetes, hablaban de las vacaciones, de lo que iban a ponerse esa noche; muchos de ellos se quejaban de lo que esperaba y hubiese sido creíble si no les hubiese delatado el brillo torpe en los ojillos. ¿Y yo? Yo también tenía cena familiar, y normalmente solía sobrellevarla con más o menos moral, pero ese día se me había cortado el rollo para todas las Pascuas. En cuanto al señor Salmerón, imaginaba que tendría reservada alguna cena íntima con una de esas amiguitas suyas a las que obsequiaba generosamente (a ellas sí) a cambio de compañía. No tenía familia, al menos familia que quisiera compartir mesa con él. Por miserable. Y sin embargo algo me hacía sospechar que su noche iba a ser mejor que la mía. Entonces fue cuando acabé de calentarme y llamé a Gustavo. Hacía años que no nos veíamos. Él era la oveja negra de la familia. Yo sólo la gris. Me llevaba un par de años y siempre habíamos tenido una relación cordial a pesar de que nuestros caminos discurrían por senderos distintos. Desde muy joven se había dedicado al boxeo. Ahora, con el dinero que había ganado, había abierto un bar muy cutre en la zona de Vallecas; un antro frecuentado por putas, borrachos y otra gente de mal pelaje, como diría mi madre. Después del consabido ritual de cortesía le expliqué que quería hacer un regalo navideño. Un escarmiento eficaz y poco espiritual. Me dijo que él ya era un hombre de negocios y no se dedicaba a asuntos menores, pero que conocía a gente discreta dispuesta a hacerlo por lo que costaba un cotillón. Le di la dirección de la casa del señor Salmerón, una descripción bastante detallada de él y de su coche y la hora a la que aproximadamente podrían abordarle en el garaje de su casa. Lo demás lo dejé todo en sus manos. Después pasé brevemente por casa y preparé un equipaje ligero para viajar hasta el pueblo de la sierra donde viven mis padres.

La cena de Navidad transcurrió con pocas variaciones respecto a la del año anterior, y a la del otro. Lo único que variaba era la cantidad de criaturas que mis hermanos iban aportado a la familia: más ruido y menos espacio. Por lo demás cada Navidad era una estampa que nunca hubiese podido ser de ese elegante color sepia con el que se maquilla los recuerdos. Todo igual que siempre si no hubiese sonado mi móvil poco antes de medianoche. El primo Gustavo desde el otro lado me informó de que el trabajo ya había sido llevado a cabo limpiamente, con la única salvedad de que al ejecutante se le había ido un poquito la mano y había dejado al viejo muerto en el suelo del aparcamiento. Eso sí, para guardar las formas había tenido la discreción de robarle la cartera. Cuando colgué el teléfono me sentí mareado. Los efectos del alcohol se habían multiplicado por mil. Había dejado de escuchar el alboroto, las canciones del programa de varietés que ponían en la tele. La venganza se me había escapado de las manos. Yo tan sólo quería darle un escarmiento; me hubiese contentado con que ese año se quedase sin probar el turrón duro, pero ahora el señor Salmerón estaba muerto… ¡Muerto…! ¿Y qué?, me replicó el otro lado de la conciencia ¿A quién va a importarle? Después de todo era un miserable, un cerdo y no merecía disfrutar de la fiesta de las almas puras.

Para no levantar sospechas volví a incorporarme a la reunión familiar y la fiesta siguió dentro de sus cauces hasta que poco a poco mis hermanos se fueron marchando y yo me acosté en la que antes era mi habitación juvenil. Eran las tres de la mañana. Caí en un sueño pesado y plácido hasta que me despertaron las campanadas de una iglesia cercana dando las horas. Un, dos, tres, cuatro… inconscientemente conté los tilines hasta el número siete. Imposible pensé, tenía la sensación de haberme acostado hacía sólo un momento. Probé a darme la vuelta en la cama para seguir durmiendo pero entonces sentí como alguien con violencia apartaba las cortinas de la ventana y me retiraba de encima la ropa de la cama. Abrí los ojos. Mentiría si no dijera que casi me muero allí mismo al distinguir en la penumbra la cara del señor Salmerón. Estaba distinto, con los morros hinchados, las gafas torcidas y un halo sobrenatural e inquietante, pero sin duda era él.

“¡Arriba, gandul! Te aseguro que a partir de ahora no vas a dormirte ningún día” Intenté ignorarlo. Pensé que eran alucinaciones sufridas por la cena copiosa, por el alcohol. Quise volver a cubrirme con las mantas, pero el señor Salmerón con una fuerza descomunal me sacó de la cama. “¡Arriba, he dicho! Ha llegado la hora de que te muestre tu futuro”. Y sin saber cómo, fui sacado casi desnudo de mi cuarto, y sobrevolamos el pueblo y luego la ciudad hasta que divisamos un complejo de edificios siniestros que identifiqué como un penal. Entonces comprendí. Me puse a implorarle al fantasma de Don Salmerón piedad, conmiseración en nombre de la Navidad. Él contestó que mi condena era de siete años y un día, pero que quizá pudiera conmutarla por otra no menos oscura. Así seguimos planeando sobre la ciudad hasta llegar a un sitio que me era bastante más familiar. La oficina del paro estaba llena de personas o espectros, no sé. La cola infinita salía de la oficina y rodeaba el edificio varias veces. Mi cuerpo ingrávido hasta entonces retomó toda su pesadez al ocupar el último lugar en la cola. Lo peor de todo es que ni siquiera pude encender un pitillo. No sé si he dicho que el señor Salmerón odia el tabaco.

Teresa Sandoval

LA MUDA (Diana Disavoia)


Las Navidades son para Gerardo una fecha muy especial. Sabe que lo son para la mayoría de las personas pero a él le afectan de forma singular. Es la época del cambio, de la transformación. A sus cuarenta y dos años ya ha pasado por la experiencia en innumerables ocasiones y está de sobra familiarizado con el proceso. Bien es cierto que desde que se hizo mayor la frecuencia, naturalmente, se ha ralentizado. Ahora el cambio se produce cada tres o cuatro años, siempre coincidiendo con la Navidad. Tiene su lógica puesto que nació un veintiséis de diciembre.
El primer cambio del que conserva recuerdos ocurrió a los diez años. Iba con su madre mirando escaparates y decidiendo mentalmente qué regalo le pediría a los Reyes Magos, cuando comenzó a sentirse mal, algo mareado al principio, instantes más tarde se le nubló la vista y sintió que sus piernas no le sostenían. Recuerda que su madre lo sujetó por debajo de los brazos y una vecina lo dejó pasar al portal de su casa. A partir de ese momento los recuerdos son confusos. Evoca la voz de su madre hablando con la vecina “estas cosas siempre pillan por sorpresa, por muy natural que sea, si pudiéramos preverlas sería más cómodo, pero nunca sabemos exactamente cuándo va a ocurrir”. Recuerda que al llegar a su casa la madre le dijo que debía estar contento, que había dado un estirón y que eso, en los niños, era signo de que estaban creciendo sanos. “¿A ti también te pasa?” preguntó a su madre, “por supuesto, sólo que las personas mayores cambiamos menos que los niños”.
Gerardo siente ternura al evocar aquellos recuerdos de infancia. Bien es cierto que nunca llegó a vivirlos realmente con naturalidad y ahora, de mayor, siempre que puede anticipar la llegada del cambio, de la muda, como le llamaba su madre, prefiere estar en casa, o al menos en un lugar donde no haya gente, sabe que a nadie le llamaría la atención, pero él se siente desnudo por unos instantes, por eso se alegra de que esta vez le haya pillado en casa, por la mañana, justo antes de salir para la oficina.
El proceso es muy rápido, aunque no deja de maravillarle la magia que encierra. Siente una sensación de mareo que precede al proceso. Sabe cómo afrontarlo, simplemente debe relajar los músculos, no oponer resistencia y dejarse llevar. Mira sus manos, la piel está muy reseca, tensa, sin elasticidad. Cierra los puños y la tensión que supone este gesto, rasga la piel en varios puntos con un sonido leve. La rasgadura, una vez producida, es ya imparable. Avanza por los brazos dejando entrever debajo una epidermis rosada, húmeda y suave. Mueve un poco los hombros y unos jirones de piel acartonada caen al suelo. Las facciones de su cara se desfiguran por un instante pero, rápidamente, ayudándose con las manos, despega la piel de la frente, de los pómulos, de la nariz y siente la liberación de su cuerpo. Todo el proceso dura unos pocos minutos, la espalda, el pecho, las piernas. Su envoltorio cae al suelo inerte, sin más vida que un cuero reseco. En apenas unos instantes ha dejado sobre las baldosas un montoncillo de células muertas, dos o tres años vividos y un poco de fatiga. Otro estirón, diría su madre, otra muda y un nuevo cuerpo, rosado, fresco, elástico, que se irá deteriorando poco a poco hasta que, en unos años, en unas Navidades, vuelva a mudar la piel nuevamente.

jueves, 22 de noviembre de 2007

RESUMEN DE LA REUNIÓN DEL DÍA 21 DE NOVIEMBRE

Ayer dimos lectura a los relatos "antinavidad" que puse como deberes. La verdad es que lo pasamos muy bien oyéndolos y leyéndolos. Hubo de todo, como corresponde a unos escritores con tanta imaginación y talento. Toñi acabó, muy acertadamente, con los asistentes a las campanadas de fin de año en la Puerta del Sol; J. Arístides, narró de una forma muy divertida una típica cena de trabajo; Pepi, contó un bonito cuento con tintes surrealistas; Teresa, expuso una original y divertida versión de "Cuento de Navidad" de Charles Dickens; Miguel Ángel, nos leyó un estupendo relato cargado de humor negro, sobre un trabajador del Corte Inglés; Inmaculada, tan original ella, nos llevó al espacio a comer turrón; Alicia le dio un revolcón a una suegra con su yerno; Diana nos contó la extraña y original historia de un ser que muda la piel cada Navidad, ya se sabe, renovarse o morir; y, finalmente, yo liquidé a toda una familia de esperpentos durante la cena de Nochebuena, real como la vida misma.
A continuación, propuse un ejercicio de escritura automática, para realizar en clase. Consistió en continuar el siguiente microrelato de Fredic Brown titulado "Lamada":

"El último hombre sobre la tierra está sentado a solas en una habitación. Todos los demás han muerto. Llaman a la puerta".

Como es habitual, los relatos que salieron fueron divertidos y muy originales. Aunque el que dio un aire distinto fue Arístides, salvando de la muerte a todas las mujeres, muy listo. También recuerdo el de Teresa, muy bueno, con ese regalo tan peculiar pedido a Papá Noël, jejeje.

Después hablamos de sacar una especie de folleto, al estilo del que hace la biblioteca, con los relatos. La intención es publicar los realizados ahora para Navidad. Pero, también se acordó ir sacando cuadernillos con los relatos que vayamos haciendo con un tema común, dependiendo de la época del año; como, por ejemplo, carnavales, Semana Santa,... Ya iremos viendo. Miguel Ángel, dando muestras una vez más de su gran eficacia, se está encargando de ver cómo lo hacemos.

La cena se acordó hacerla después de Navidad, pues casi no quedan fechas y la gente ya tiene otras cenas. Aún así, en la cerveza, se dijo que si había gente que no se iba de puente, podríamos irnos de cena el viernes 7 de diciembre, además de ir a la de enero con todos los que no puedan asistir a esta. Bueno, es una propuesta más. Ya lo hablaremos.

Pues creo que esto es todo. Si a alguien se le ocurre otra cosa, que lo añada. Por cierto, id colgando los relatos para que los leamos y así los podamos recordar. Yo ya he puesto el mío.
El siguiente coordinador para el 5 de diciembre es José Arístides, que ya entregó su propuesta, y para el día 19 será Teresa.

Nieves.

¡¡FELIZ NAVIDAD, FAMILIA!! Nieves Jurado

Hablemos de la Navidad, usted y yo. Hablemos tranquilamente de esa noche tan entrañable y feliz: Nochebuena. La familia se reúne a cenar en torno a una gran mesa, llena de selectos manjares y de caras sonrientes. Guirnaldas de colores, villancicos, turrón, regalos… todo es maravilloso, ¿verdad? Pues bien, ahora hablemos de otra Navidad. Es una Navidad distinta, no tan entrañable, pero sí más real. Y no crea que le voy a contar cómo hay gente que vive sin nada que comer y en la más absoluta de las miserias. No, no me corresponde a mí limpiar las conciencias de los demás. Si no le importa, hablemos de mi Navidad.
Antes de comenzar, le diré que para esa noche tan especial y como acto de buena voluntad, mi familia me saca de la residencia de ancianos, donde me encerraron como a un preso peligroso hace ya algún tiempo. Me llevan a casa de mi hijo mayor, Jacinto, y de mi encantadora nuera Pilar, y me colocan en una esquina como si formara parte, un año más, del típico ornamento navideño que decora el comedor con total ausencia del más mínimo sentido del ridículo. Y así, comienza la velada. Estamos sentados alrededor de una mesa alargada con multitud de platos repletos de comida, cuya única opción es montarse unos sobre otros para poder hacerse con un sitio digno; pues mi nuera, en una muestra más de su pésimo gusto, ha colocado en el centro de la mesa tres candelabros decorados con unos enormes lazos dorados y unas velas rojas que sólo sirven para que cada vez que alguien estire el brazo se queme con la llama.
Jacinto es un hombre de 45 años, con una prominente barriga, un cierto grado de falsedad y una incontenible inclinación hacia la pornografía. Mi querida nuera Pilar, como es habitual en ella, a la hora de la cena ya da muestras de haber sido la primera en probar, generosamente, el vino tinto, el rosado y el blanco. Es una mujer tetona, con un gran culo y una increíble mala leche. Al lado de mi nuera, se sienta Rosita, mi nieta, un angelito de 11 años, rubio, regordete y con unas ganas tremendas de joder a todo el mundo, en especial a su primo Daniel, el niño con la cabeza más grande que jamás he visto, pero que, a juzgar por su comportamiento, no le debe servir de mucho. Daniel es el hijo de Laura, mi pequeña, una mujer escuálida, histérica y fumadora compulsiva, casada con Miguel, el hombre más gilipollas que existe en el planeta, el cual se empeña todos los años en ejercer de chef preparando, como él mismo se atreve a decir, una deliciosa exquisitez sorpresa, aunque la verdadera sorpresa es que alguien se atreva a comerla. Y finalmente, sentado a mi lado está el hermano menor de mi nuera, Rafita, un expresidiario colgado y drogadicto, con los ojos inyectados en sangre y la cara desvaída, y del que nunca logro entender ni una sola palabra.
Conforme pasan los minutos, los comensales van dando buena cuenta de la comida. Gula, auténtica gula es lo que yo veo. Bocas insaciables devorando todo lo que encuentran, restos de salsas y de grasa deslizándose por sus barbillas, copas que se vacían y se llenan como por arte de magia. Yo los contemplo con una gran repulsa, especialmente porque a mí sólo me han puesto una sopita y una pechuga asada.
- ¡Abuelo, ya sabe que a su edad no puede comer otra cosa! – me grita la odiosa de mi nuera con una estúpida sonrisa. Sé que la muy zorra está disfrutando.
- ¡Joder, Laura! Deja ya de fumar, das asco siempre con el cigarro en la boca – le regaña mi hijo Jacinto a su hermana.
Bien, pues aquí comienza mi auténtica Nochebuena, cuando el vino se adueña de las mentes y la lengua de la familia. Mi yerno Miguel saca al exterior el macarra que lleva dentro y le dice a Jacinto:
- Tú cállate, degenerado hijo de puta. Mi mujer se fuma los cigarros que le da la gana y sólo yo tengo derecho a decirle algo.
- ¿Tú?, ¿y quién te crees que eres tú? – le contesta Laura a su marido.
- Pues te guste o no, soy tu marido, ¿entiendes? Tu ma-ri-do- le grita con la mano levantada.
- Ya salió el salvaje soplapollas como siempre levantándole la mano a su mujer – añade Jacinto.
- ¿Quieres ver cómo te meto una hostia y así compruebas lo salvaje que puedo llegar a ser? – le amenaza su cuñado.
- ¡Venga, ya está bien! Estamos de fiesta. ¡Viva la Navidad! – aúlla con una desagradable voz de soprano y totalmente borracha mi nuera Pilar, que en un intento de levantarse de la silla, tira dos copas manchando de vino el ridículo vestido morado comprado para la ocasión de mi hija Laura.
- ¡Borracha de mierda!, ¡mira lo que has hecho! – le increpa, mientras se limpia con la servilleta.
- De todas formas ese “festido” te sienta como el culo. Te marca todos los huesos, pareces una momia con traje de noche - añade Laura.
- Más quisieras tú tener mi cuerpo, bola de sebo - le contesta la otra.
Como usted comprenderá, yo observo la escena divertido y ajeno a toda discusión, porque es lo mismo de siempre y disfruto viéndolos. De pronto un trozo de pan me da en la frente. Ya han empezado. Llega el momento de los niños. Ese momento tan especial en que comienzan a volar los restos de la comida, migas de pan, trozos de carne con hueso incluido,… una auténtica batalla.
- ¡Me cago en la puta!…. Murmura entre dientes Rafita cuando le alcanza en la nariz algo pringoso que le gotea hasta su camiseta negra de los Sex Pistols.
- ¡Niña, estate quieta!, que siempre la tienes que liar – dice mi yerno Miguel.
- Oye, tú a mi hija ni la miras ¿Me oyes, chulo de mierda? Además, siempre empieza el imbécil de tu hijo – añade Jacinto, poniéndose en pie y rascándose sus partes con total impunidad.
- ¿Qué has dicho?, ¿a quien le has llamado imbécil? – le grita Laura.
La escena parece sacada de una película de Almodóvar. Totalmente surrealista. Mi nuera Pilar consigue levantarse al tercer intento y comienza a retirar los platos de la mesa. Como su andar es oscilante, al pasar por el gigantesco árbol de Navidad tira unas cuantas bolas que se hacen añicos en cuanto tocan el suelo. Todo el mundo calla de pronto; es como si hubiera cometido el peor crimen de la historia. Ella se para, los mira con ojos de besugo y entre balbuceos consigue decir:
-¿Quién ha puesto aquí el puto árbol?
Todos saben que el puto árbol lo coloca ella en ese mismo lugar todos los años, pero nadie dice nada. Se levantan y ayudan a recoger la mesa. Llega la hora de los turrones. Los niños siguen con sus peleas hasta que se fijan en mí. Es la parte de la noche que más temo. Rosita se acerca y pega su cara a la mía.
- Abuelo, tienes muchas arrugas. Estás muy viejo y se te cae la baba.
Los dos niños comienzan a reír y a estirarme del escaso pelo que aún me queda.
- Niños, dejad al abuelo, que es muy mayor y no se entera de nada – les dice Miguel.
Y por fin llega ese momento tan esperado. El del turrón. Una hermosa bandeja de turrones de varios sabores ocupa el centro de la mesa. Todos se lanzan a por el pedazo más grande. Mi nuera, dando muestras una vez más de su mala leche, me da una mierda de trozo de yema tostada.
- Tome abuelo, que con esa dentadura no puede comer otro – me dice entre risas y echándome su apestoso aliento de borracha. Me doy cuenta de que sus dientes están manchados de resto de comida. Siento auténtico asco hacia ella.
De pronto, mi hija Laura empieza a encontrarse mal. Está azulada y muy mareada. Con un fuerte impulso comienza a vomitar encima de la mesa. Al verla las náuseas y el malestar se extienden por el resto de la gente. Todos vomitan y se quejan de fuertes dolores de estómago. La primera en morir es Laura. Un grito propio de un cochinillo en el matadero se adueña del ambiente. Es mi nieto Daniel, que mira a su madre con los ojos muy abiertos mientras cae al suelo con los pantalones mojados de orines. Poco a poco todos van muriendo entre espasmos y calambres. Yo contemplo impasible la escena, sin una mueca. La verdad es que no siento nada.
Se ha hecho el silencio, sólo quedamos mi nieta y yo. Ella mordisquea un trozo de turrón de chocolate que acaba de coger, mientras yo observo el mío de yema tostada. La niña, como ausente, susurra:
- No te preocupes, abuelo, a tu trozo de turrón no le he echado veneno. Total, te vas a morir pronto. Eres demasiado viejo.
Una sonrisa se dibuja en mis labios. Levanto los ojos, miro aquel angelito rubio y, con suavidad, le digo.
- Pero yo al tuyo sí, cariño.



Nieves Jurado