jueves, 30 de diciembre de 2010

Feliz Año Nuevo

Desde el Club de Escritura "La Biblioteca" os deseamos un Feliz Año Nuevo.

En 2011 volvemos con más historias, más ejercicios y más propuestas.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Mi versión del ejercicio rápido

Yo también he intentado el ejercicio. Esto es lo que ha salido:



El día de la diáspora, con el desánimo en los gestos y una enorme tristeza en la garganta, recogió sus cuatro objetos más queridos y cerró la puerta al límite del llanto. 
Así finalizaba su interminable lucha por defender los derechos de su gente. Una lucha tan estéril como dura, que le había agotado el ánimo, y lo había dejado perplejo tantas veces.
En su mente quedaba gravada la imagen de aquel hombre, irrumpiendo orgulloso como un pavo real en su tienda, con el insulto en la boca, con la amenaza, y el desprecio. 
Nadie vendría a llevárselo en mitad de la noche. Se marchaba a plena luz del día, con el roce del llanto en los ojos, con el pelo ocultándole las lágrimas, con el dolor tejido nudo a nudo entre sus hombros.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Ejercicio de escritura rápida, 15 de diciembre.

El viaje me había encantado, pude ver perplejo, como el  pavo real  extendía su cola maravillosa. Pavoneándose, al compás del viento.
Aunque a ratos se hizo interminable.
Recuerdo la subida de la montaña, cuando conseguida la cima, me derrumbé al límite de mis fuerzas, sudando desde la punta de los pies, hasta el pelo.
Me asustó mucho el zumbido de las abejas. Un hermoso lago me salvó. Corrí a él, aún así, con evidente asco, saqué una de mi boca.
El sol era muy fuerte, estaba quemado. El sólo roce del aíre me lastimaba y el  tejido de mí camisa, me hacía rabiar.
De pronto, me sentí un diáspora.

Ejercicio de Escritura Rápida del 15/XII (Teresa)

Este es el resultado de mi ejercicio. Fue divertido y conseguí encajar todas las palabras, aunque los resultados sean más que dudosos... 

"La diáspora del pavo real se produjo justo cuando el reloj de la cocina marcaba la hora límite para ir preparando el asado navideño. Todos luchamos con él durante un rato interminable. Mi padre soltaba mil maldiciones por su boca. Mi madre en la lucha se había soltado el pelo y el tejido de su blusa aparecía impregnado de grandes manchas de sudor.

El abuelo  nos observaba a todos desde su sillón con la impasiblidad de los últimos meses. Si no hubiésemos estado tan ocupados, nos hubiéramos dado cuenta de que sus ojos parecían animados por un brillo jovial  que nos habría dejado a todos perplejos. Por eso, nos pilló desprevenidos la rapidez de reflejos de su cuerpo vegetal para alcanzar la escopeta de caza y lanzar un disparo contra la pieza. Sentí como el roce de la bala se llevaba por delante parte del lóbulo de mi oreja. Por unos instantes la escena se paralizó como si de un extraño Christma se tratase. El pavo cayó fulminado. Una muerte inútil después de todo. Aquella noche nadie quiso cenar. "

viernes, 17 de diciembre de 2010

Escritura rápida

En la reunión del club de escritura del dia 15 hicimos un ejercicio de escritura rápida basado en uno que propone Silvia Adela Kohan en su libro: "Taller de escritura. El método", editado por Alba Editorial.

Se trata de escribir un cuento, poema o texto incluyendo las siguientes palabras:

PERPLEJO - PAVO REAL - BOCA - DIÁSPORA - LÍMITE - PELO - ROCE - INTERMINABLE - TEJIDO

Los ejercicios que salieron fueron muy interesantes. Os animamos a todos a que participeis, como simple ejercicio de creatividad. Y a los compañeros que lo hicieron les pido desde aquí que lo publiquen en este espacio. Si nuestros lectores lo publican en el apartado de COMENTARIOS, también lo publicaremos.

Un saludo para todos. Toñi

jueves, 16 de diciembre de 2010

LUCES DE COLORES. Tercer premio de Relatos Solidarios de Médicos Mundi

Las luces se encendían y apagaban, deslumbrantes, atrayentes. Las calles eran un ir y venir de gente que hacía las últimas compras.
  Risas, voces, anuncios luminosos y coloristas por doquier. Navidad, esa dulce y trágica palabra que nos acerca una vez al año a los humanos.
  Tras el escaparate, la mujer reía ostentosamente, mientras miraba de forma inocente los anuncios de la televisión. No los oía pero la belleza y dulzura de los mensajes no necesitaban sonidos. Exhibía Aurelia su boca desdentada al reír, sus broncas carcajadas no parecían tener final. Algunos la miraban, extrañados. ¿Estaría loca? Eso sería, una indigente loca en Navidad... Alguien le dio una limosna; Aurelia dio las gracias y, cogiendo el carrito que siempre llevaba con ella, empezó a caminar. El suelo estaba mojado y resbaladizo por el hielo. Estiró mecánicamente el punto de su único guante y apresuró el paso. Empezaba a nevar.
  Se había puesto las mejores prendas de abrigo que encontró en los contenedores (sus tiendas de moda). Una chaqueta encima de otra y una especie de toquilla que le cubría la espalda y casi la cabeza. Tenía los hombros hundidos y unos ojos brillantes, que miraban con miedo debajo del gorro de lana. ¿Su edad? indescifrable. Protegía los pies con unas viejas y toscas botas, que rellenaba de papel de periódico por dos razones: una, para evitar la humedad, y dos, porque le estaban muy grandes.
  Un perrillo asomó la cabeza y la mujer, rápidamente, lo metió para adentro del carro con la mano enguantada. Dos guardias que pasaban se pararon a mirarla. Ella pensaba en los anuncios. ¡Qué bonitos! ¡qué de colores! Cuántas cosas buenas... y ella allí, sin nada.
  Esta noche iría a un cajero a dormir, se decía, estaban abiertos y al menos no se mojaba, aunque una no dejaba de llevarse sustos. Tal vez mañana, seguía pensando, Noche Buena, se acercaría al albergue; algo calentito para comer y una cama, mejor que el cajero. Luego volvería a su libertad, el albergue era una guerra...
  Sacó del bolsillo unas monedas y contó. ¡Vaya, si podía tomar un café! Estaba al lado de la cafetería por la que pasaba siempre y nunca se atrevió a entrar, pero era Navidad, la gente es más buena y comprensiva estos días, se dijo.
  Se acercó a la barra. La camarera la revisó de arriba abajo, había desconfianza en su mirada. Aurelia puso el dinero en el mostrador.
  _Quiero un café muy caliente _dijo con timidez.
  La muchacha volvió a mirarla de la misma forma.
  _Se lo toma rápido y se marcha _le advirtió.
  Al sentir el calor y el olorcillo a café, el perro asomó la cabeza. La muchacha se escandalizó.
  _¿Cómo se le ocurre? ¡Aquí no se permiten perros! Ya me parecía a mí que… ¡FUERA!
  Aunque asustada, no pudo Aurelia dejar de mirar a la señora de al lado que, bien vestida, tomaba su café mientras acariciaba a un perrito que descansaba en su falda. Estaba guapo con ese lazo rojo, pensó Aurelia, tragando el suyo a punto de abrasarse la garganta, en cuanto pudiera, le iba a poner uno a su perro. Y cogiendo el carrito salió corriendo de allí.
  ¡Malditos señoritingos! _dijo entre dientes, empujando hacia dentro la cabeza del animal con la mano libre.
  Marchó a la Plaza Mayor. Allí, en el banco de siempre, esperaría a que el reloj del ayuntamiento diera las doce. Podría dormir en él, pero descarta la idea: hace demasiado frío y seguramente le pasaría como a Luis, su amigo, que se quedó congelado, ahora hace un año. ¡Pobre Luis, ya no verá más las luces de colores!
  Gime el perrillo, Aurelia lo coge en sus brazos con cariño, es su mejor amigo. Los dos tienen hambre; rebusca la mujer en el carro y saca un trozo de carne seca, una barra de pan, dos tomates y una manzana; dispone cena para dos. La gente mira al pasar... No, Aurelia no está contenta con esta vida, ¿quién iba a estarlo? Desea un trabajo digno para vivir, pero todos le dan de lado. Ni iglesia, ni gobierno quieren saber nada, mucho hablar y hablar… ¿Los amigos? En estos casos no existen. Pero sigue en la brecha, como puede. También ella tuvo una vida diferente. Pero cambió, dio una de sus vueltas y la dejó aquí. Y aquí estaba, compartiendo pan y tomate con su perro. Otros comerían turrón y pavo.
  Da la carne seca al animal y, con hambre, le entra al pan y al tomate. Después de la cena se queda mirando al cielo, la manzana en la mano y el perrillo durmiendo en su regazo. Brillan las estrellas y luce la plaza sus mejores galas, bajo los ramilletes de luces de colores. El reloj da las doce. La plaza se ha quedado desierta, de los balcones cuelgan guirnaldas navideñas. Estarían tan calentitos en casa… Arrecia el frío, es la hora de buscar un cajero. Y se duerme, con los ojos llenitos de cielo, apenas unos minutos. El cansancio la ha vencido, justo el tiempo de quedarse helada. Un brusco traqueteo en el hombro la despierta. Tiene mucho frío.
   _¡Venga, no puede quedarse aquí! _oye como de lejos. Es el municipal de guardia.
  Las piernas acolchadas se niegan a sostenerla, se coloca el guante, agarra el asa del destartalado carro y marcha rumbo al cajero, mientras grita: ¡MALDITA NAVIDAD Y MALDITAS LUCES DE COLORES!

jueves, 2 de diciembre de 2010

Propuesta para el 15 de diciembre

El próximo 15 de diciembre me toca coordinar y esta es mi propuesta:


Hace un mes leímos en el club de lectura La Tertulia el libro: La Carretera, de Cormac McCarthy. El argumento, a grandes rasgos, es el siguiente: "En un paisaje devastado un hombre y su hijo viajan al sur para escapar del duro invierno. La civilización ha desaparecido y el hombre es un lobo para el hombre. La supervivencia es casi imposible."

Es el libro y el estilo que más me ha impactado de los libros que he leído en este año. Me gusta mucho. Echadle un vistazo a las frases. Mirad los diálogos, la economía del lenguaje y su precisión.

Todo un reto copiarlo ¿verdad?

Pues nada, a ver qué nos sale.

Y como muestra, un botón:

A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.

¿Qué es, papá?

Una chuchería. Para ti.

¿Qué es?

Ven. Siéntate.

Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.

El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.

Bebe.

El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.

Así es.

Toma un poco, papá.

Quiero que te la bebas tú.

Solo un poco.

Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.

Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?

Nunca más es mucho tiempo.

Vale, dijo el chico.




miércoles, 24 de noviembre de 2010

HOY PUEDE SER UN BUEN DIA. (Las cosas que me pasan...)

Suelo mirar al cielo cuando me levanto y escudriñar el tiempo. Martes nublado, me digo, mientras observo cómo se agitan los toldos del bar de enfrente. Sonrío al mal tiempo y canto la canción de Serrat: “Hoy puede ser un buen día…”, Después del aseo y el desayuno, marcho a mis quehaceres diarios, que no son otros que la lucha por la supervivencia, el echar currículos sin cesar, ya que el trabajo es un bien escaso, las deudas que no se acaban, el banco que no se aviene a razones, y por el contrario, el dinero se evapora muy rápido, el casero, la compra que sube y la moral que baja y baja… Y hubiera jurado una y mil veces que no me importaba el dinero, cierto es, pero ¡ah, la necesidad! La sociedad que está montada en el euro como si fuera a ganar la carrera. En verdad, es triste no poder disponer de lo necesario. Pero estás vivo, malcomes y tienes un techo que te cubre. “Hoy puede ser un buen día”, me repito cuando, ya cansada de bregar de un sitio a otro, y con el pie izquierdo (¡que tenía que ser el izquierdo!) medio arrastrando por la reiterativa tendinitis, entro a comprar el pan en Carrefour, que es más barato. Miró y remiro las estanterías y, lo juro, me sorprendo a mí misma pensando: ¿me cogerían si cojo un perfume, o esta crema tan cara? ¿tal vez una caja de marisco y otra de polvorones? El turrón ya está puesto… ¡horror de los horrores! Me siento tentada, doy vueltas y vueltas por todos los sitios. ¡Compraría tantas cosas! ¡Cogería tantas cosas! Pero no, soy fuerte, me digo, resistiré la tentación. Agarro la bolsa con el pan y la leche y me dirijo a la salida, recordando lo que me dije esta mañana:”hoy puede ser un buen día”. De repente, un tirón en el hombro. ¡Me han robado el bolso! Y encima me duele el brazo. Lamentándome, voy para casa. Subo, renqueante los cuatro pisos, sin fuerzas, y cuando estoy sacando la escasa compra, noto un no sé qué en la boca, y oigo algo caer. Instintivamente, me llevo la mano a ella, tiento con miedo, ¡Vaya, la funda! Y me costó trecientos euros, Señor, porqué? ¡Con el miedo que le tengo al dentista! La busco, no la encuentro, tal vez me la haya tragado, pienso con aprensión. Estoy muy nerviosa, me siento fatal. Lloro y lloro mientras preparo la comida. Cuando me siento a la mesa, no puedo comer, me duele. Retorno mí comida a la cocina, le pongo al gato la suya y animo a mi hijo para que coma él, (mí situación los ha descontrolado a los dos). Tomo un vaso de leche y me derrumbo en el sofá. ¡De pronto una luz! Voy al cuarto de baño, me lavo la cara, agarro una bolsa que escondo debajo del abrigo, y cojeando, vuelvo a Carrefour.
La crema que nunca pude comprar, el perfume, los langostinos, el turrón, los mantecados, un taco de jamón y, el salmón, que no se me olvide.
Después toca dentista…

Escribo esta nota a mi hijo desde la comisaría central, debe estar preocupado. _No te apures _le digo_, piensan que tengo locura temporal. Y debe ser así. De cualquier forma, sigo pensado que, “mañana puede ser un buen día”. ”




domingo, 21 de noviembre de 2010

"LA NIÑA TUANI" Pepi González- Relato finalista III Certamen Sol Mestizo

        Yo la miraba sin verla, desde lejos, porque me dolían los ojos de la desazón. A cada poco, en la negrura del galerón de madera, sobre el piso que rechinaba al andar, morboseaba sobre ella el acosador.
             Cuando aún era ayer, Rosita lloraba. Se retorcía, encogía el cuerpo a medio componer, ocultando no sabía bien qué. Ahora se dejaba hacer, para evitar la golpiza, después se me acercaba, se acurrucaba a mi escaso abrigo y me lo contaba, me contaba la sinrazón que yo llevaba escrita por debajo del silencio.
            -Coralina- me decía la chaparrita- Mi papá Silvino me hace daño. Me escarba por ahí abajo con las uñas, yo no se porqué. Me apapacha fuerte pero sin cariño y luego hace ruidos con la boca y los ojos se le ponen como de susto. Entonces se mueve así, así- se agitaba la nena, fingía temblar- y cuando pasa un ratico se levanta y se va. No le da pena dejarme en el suelo, aunque sea de tarde y ya no entre el sol por el tragaluz, yo digo que no sabrá, que a mí me da miedo lo oscuro. También me grita Coralina ¿qué tú no lo oyes? Me grita, pero así como bajito, que no se lo cuente  a nadie, que todos me dirán que soy vaguita y mala y mi mamá no me querrá más o hasta puede que se vaya. A mí de seguro no se me escapara el decirlo. Que de pensar que no vuelva a ver a mi mamita ¡me entra una cosa aquí en medio!- se señalaba el pecho aún sin nacer-hoy me dijo que me convidaría a cajeta de leche si dejaba de apretar las piernas o si bajaba la mano para tocarle el bulto, que siempre está ahí. Yo casi le digo que mejor de coco. Pero da igual, porque aunque le haga caso nunca me trae la convidada.
            Rosita se me abrazaba entonces. Recostaba su rostro de nubes junto al mío y dejaba caer entre las dos un sueño tibio, tendidas sobre la colcha de flores que le tejió la vieja Socorrito.
            Yo me la solía dibujar  para mis adentros, muchachita ya, con algún gallito carrileandola desde su bicicleta, cuando ella pasease con sus amigas por la acera del boulevard español
            Otras veces se me antojaba sentarla a una gran mesa, preñada de “gallo pinto”, de “nacatamales”, de mangos y jocotes que le dieran gusto a su hambre acumulada de mil años atrás, para que la tripa se le consolase y le dejara de arder, como cuando los frijoles no le daban alcanzada. Para que no fuera más la hija del maíz.
            Pero aquello solo se forjaba en mis noches si se vestían de bonito, porque desde la vez de la pesadilla, ya no soy capaz de soñar.
            Regresó atiborrado de “chicha”, rematados los últimos centavos en la barra del Café de León. Donde las mujeres malas. Con toda la bajeza que no pudo descargar, colgada de los pantalones.
            Rosita se tiró al suelo panza arriba al verlo entrar. Se había aprendido el abuso como si de un juego sin color se tratase, para poder respirar.
            El papá Silvino no venía esa noche con ganas de manoseo, no.
            -¡Ay, de que me sirve revivirlo! Sin embargo lo veo frente a mí de seguido.
            La fiera bufaleando sobre mi chiquita hasta arrancarle el calzón, doloriéndole los ojos, la boca, las partes privadas que empezaron a llorar, la Rosita, la nena, sangrándole las entrañas, manchando la tierra con el estupro. Agarrada al miedo que la tapaba, no fuera a deshacerse bajo el peso del traidor.
            -Cocheche, cobarde-grité y me maldije la boca sin voz. Él se levanto al fin, tambaleó su deseo apagado y fue a amortajarse en el catre oxidado del rincón.
            Yo rogué entre mí, para que la simiente descerrajada no cuajase en el vientre de mi niña.
            Vino a mi encuentro bebiéndose el cuerpo roto, sin saber que hacer con él, dejando un rastro de líquido rojizo, tras sus pasos que no querían andar. Me miró sin hablar, se le habían olvidado las palabras. Quería abrazarse a mí, lo sé. Llevarse la mente muy lejos de allí hasta el lugar donde las inditas bailan, con la enagua recogida en la cintura, al son de la gargantilla y los aretes, que las hacen hermosas. Con la seda colorada del huipil amarrada al pecho. Y las flores finas del estampado, que volando entre sus pies, se les suben a la cabeza, sujetándoles las dos trenzas de azabache, para reírse allí gozosas.
            La nena Rosita enjugándose entera, no quiso llorar. Ya no era tiempo. Se llegó hasta el balde del agua de beber y haciendo un cuenco con la manita se regó cuidadosa la herida que le ardía en el medio del cuerpo. Se lavó los regueros de los muslos y los goterones que le habían caído en las sandalias y del arcón de la madre distraída, agarró la muda de domingo para refugiarse tras ella.
            Se vino a mí, nos vestimos las dos de madrugada y cruzando la puerta echamos a andar.
            Hacía tiempo que mi cuerpo de trapo no sentía la esperanza. Ni los botones que me hacían de ojos querían mirar. Pero en ese instante, ella niña y yo muñeca, nos escondimos en los pasos sin huella de la vereda, que llegaba donde el albergue de las mujeres que hablaban de vida y sonrisas, solían parar. Decían los murmullos que traía el aire de la gente, que allí ellas vicenteaban a las niñas y a los papas de piedra y humo no les dejaban entrar.

viernes, 19 de noviembre de 2010

III CERTAMEN SOL MESTIZO

Os informo de que mañana, día 20 de Noviembre a las siete de la tarde se entregarán los premios del III Certamen Sol Mestizo, en los salones del Ateneo. 

Entre los finalistas se encuentran dos de nuestros amigos: Pepi y Miguel Ángel. ¡Enhorabuena a los dos! 

viernes, 5 de noviembre de 2010


EJERCICIO GARCÍA MARQUÉZ (Propuesto por Diana)



CAMPANADAS



-Hoy te has retrasado un minuto. Te estás haciendo viejo –Comentó Nicolasa de Salvatierra apartando a German Galíndez de encima, casi exhausta.

-Mujer, una campanada no dura un minuto- replicó él casi sin aliento.

-Ya, pero has comenzado tarde, no lo niegues. –Agregó ella insistente.

Y en efecto sólo German Galíndez sabía el inmenso esfuerzo desempeñado para conseguir aquel orgasmo que se le había resistido como una yegua testaruda, y a sus cincuenta y seis años era la primera vez que le pasaba. Pues en los últimos diecisiete, con una precisión implacable alcanzaba el éxtasis al tiempo que sonaban las campanadas anunciando misa de siete, y aquella tarde no consiguió enlazar el ritmo con el tañido de las campanas.

-De todas formas ya da lo mismo. Tu marido se murió va para un lustro.

-Pero me gusta que sigas con esa disciplina férrea. ¿Recuerdas cuando temíamos que apareciera por esa puerta al salir de la iglesia, y nos encontrara en plena faena?

-Parece que sigas con ese miedo, y créeme, Artemio Gonzálvez no se aparece ya ni en la noche de las ánimas.

-Pues yo siempre pensé que sospechaba algo, en los últimos meses no iba a misa con la misma disposición.

-Imaginaciones tuyas ¿Pero qué importa en los días que corren? –Preguntó cansado.

German Galíndez salió al patio trasero para mear contemplando las estrellas que comenzaban a destacar con la ausencia de luz. Sintió las garras del frío arañándole los hombros, y una congoja desconocida le impedía orinar como de costumbre. Cuando al fin el líquido amarillo comenzó su peregrinación hacía los rosales, una quemazón terrible le sobrecogió la entrepierna. Tuvo que apretar los dientes para no maldecir en voz alta. Cuando hubo terminado se agarró a las enredaderas y agachado sobre ellas, aguardó a que el intenso dolor desapareciera.

-Parece que hayas visto un fantasma –comentó Nicolasa Salvatierra cuando entró de nuevo al dormitorio con la cara como la cera.

-Me marchó –dijo él por toda respuesta. Se puso los pantalones y se abrochó el blusón para salir sin mirarla siquiera.

-Vaya, pues si que te ha sentado mal lo de esta tarde. No, si ya decía yo que lo de la última campanada traería problemas. Y estaba en lo cierto.

German Galíndez pasó la noche entre sudores y accesos de cuchillos clavados con saña en su verga y sobre sus riñones. Y al despuntar el alba, casi sin fuerzas, caminó hasta la casa de Concha de Guzman, la curandera.

-Lo que te pasa es que no debiste ahondar en dos pozos al tiempo, sobre todo cuando uno tiene tantos cubos entrando y saliendo.

Concha de Guzman vertió agua hirviendo sobre un puñado de hierbas y semillas que colocó en un cacillo, y se lo dio a beber a German Galíndez.

-Tómalo de un trago y bien caliente. Te aliviara los sufrimientos de esas partes. Dijo mirándole de reojo. –Y debes estar al tanto, porque la Nicolasa lo sabrá a lo más tardar mañana. Dile que venga también, anda, que no espere tanto como tú. Y cuídate de sus arranques, que ya sabes que descuartiza una vaca en menos de media hora. Por la cuenta que te tiene, deberías salir por la puerta de atrás, ya me entiendes, solo y sin hacer ruido.

-No la creas tan fiera. Se pondrá furiosa, pero no llegará la sangre al río.

-Sólo te aconsejaba, pero las advertencias no deben caer en terreno baldío, créeme.

Faltando una hora para la siete de la tarde, German Galíndez, aún con cierta desazón bajo la bragueta, dudaba si presentarse ante Nicolasa de Salvatierra o quedarse en su sillón rumiando su malestar. Optó por ir, porque conociéndola como la conocía, en menos de lo que canta el gallo, se personaría en jarras en su casa para pedirle explicaciones, siempre fue una hembra difícil de contentar, y con los ardores de la carne exaltados todavía pese a la edad. Pero de repente recordó la campanada extraviada de la tarde anterior, y el pensamiento se le adentró en la cabeza como un bisbiseo imposible de parar. Miró por la ventana hacía la casa de quien había sido su amante más de tres lustros, y la vio asomada al bacón sin quitar ojo de su puerta. Entonces recordó el consejo de Concha de Guzman. Solo y por la puerta de atrás. Supo que la echaría en falta, que no hallaría otra mujer como aquella, dispuesta y tan bien dotada. Maldijo su debilidad y su mala fortuna. Recogió sus escasas pertenencias y apagó la luz antes de salir.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Macarena

Macarena del Pino procedía de una larga estirpe de brujas. Curandera con plantas y ungüentos, adivinadora de pasados y futuros, agorera, celestina y hasta consejera en matrimonios envenenados, Macarena conocía palmo a palmo los entresijos de cada casa de la aldea.
Lo mismo preparaba un amarre con la menstruación de alguna muchacha inquieta de amores no correspondidos, que auguraba en los posos del café los éxitos y fracasos de algún negocio. Igual cosía muñecas horrorosas con las que complicar la vida a algún enemigo atravesado, que fabricaba amuletos contra el “mal de ojo” o contra las enfermedades venéreas. Macarena del Pino disfrutaba de su reputación, sumada a la de su madre, su abuela y su bisabuela, todas juntas, porque desde un sinfín de generaciones el don de la brujería había corrido por las venas de aquellas mujeres, y nadie dudaba de que fueran capaces de arreglar cualquier trastorno, cualquier problema o cualquier vida. Cualquiera menos las suya propia, que no dejaba de ser tan caótica y azarosa como su propios remedios.
Macarena del Pino era una mujer rotunda, de formas redondas, con los pechos y la cintura ensanchados por todos los hijos que jamás había tenido. Olía a los cientos de hierbas que recogía en el campo en cuanto despuntaba el día, y que luego hervía, colaba, destilaba o maceraba, según recetas que nunca nadie había escrito, sino que se trasmitían de madres a hijas con el ejemplo diario y la intuición que solamente brotaba en aquellas que habían nacido con el don, para envidia y frustración de las otras hijas, tías, primas o sobrinas, que se mostraban incapaces de distinguir por sus olores las dosis exactas de las plantas que había que cocer en el caldero, o que no podían ver en un puñado de piedras del río, ninguna pista que les hablase del destino de la persona que tuvieran frente a sus ojos.
Y aquel don moriría con Macarena. Después de incontables generaciones de mujeres bendecidas con la virtud de la adivinación y la hechicería, ella tenía el triste privilegio de cerrar aquella estirpe, y llevarse sus secretos bajo la tierra en el momento en que abandonase el mundo de los vivos.
Macarena vivía sola en la misma casa familiar que había sido testigo desde siempre de encantamientos y brebajes, de conversaciones con el más allá y confesiones sobre el más acá. Las paredes de adobe y cal construidas hacía más de cien años, aparecían apuntaladas cada dos por tres por palos atravesados, y tan solo el enjalbegue que ella misma les daba una vez al año, conseguía mantener el grosor y la estructura de aquellos muros retorcidos que se enmarañaban en pasillos ilógicos y habitaciones de formas caprichosas, improvisadas de repente a lo largo de los años, para albergar recién nacidos, acomodar huéspedes o retirar trastos inútiles.
Era raro verla salir de aquella casa, con la que en muchas noches mantenía largas conversaciones de vieja, recordando tiempos en los que eran muchas las voces que rebotaban de estancia en estancia. Cuando aún nacían niños en aquellas camas, porque su abuela además fue partera, y muchas mujeres preferían acudir allí para dar a luz en cuanto empezaban a abrírsele las carnes o notaban que el calor de las aguas les corría entre los muslos.
Luego llegó aquel médico estirado que alguién mandó desde la capital, y ya no permitió que las mujeres parieran a sus anchas en la intimidad de un lugar preparado por sus propias comadres, con la sabiduría heredada de miles de niños en sus brazos, y con la experiencia de cientos de partos en sus ojos. Aquel médico, que presumía de haber estudiado en una universidad tan prestigiosa, cuyo nombre en inglés nadie había escuchado jamás, amenazaba a las mujeres con desangrarse en la cama de la abuela, les hablaba de bichos que nadie era capaz de ver, pero que saltaban de las camas a las heridas abiertas y complicaban las cicatrices y las costuras.
Asustaba a las mujeres con enfermedades incurables, con hijos medio lelos o con complicaciones que nunca nadie había conocido antes. Incluso rajaba a las mujeres por la panza en cuanto palpaba a un niño atravesado, porque no tenía el valor ni la maña de la abuela para hacerlos nacer de pie, o retorcerlos desde afuera y colocarlos en su sitio.
Así nació Macarena. Con los pies por delante, después de que su abuela la hubiese girado porque venía sentada, y ni las escaleras que su madre subía y bajaba cada día, ni las cataplasmas que la abuela le puso consiguieron hacerla cambiar de postura. En cuanto la vio, la abuela supo que nacía con el don. Su madre lo había sabido unas semanas antes, cuando la oyó llorar en el vientre. Aunque no quiso contarlo a nadie, por miedo a que se torciese su destino si lo publicaba antes de alumbrarla. También supo que era una mujer desde el primer momento en que pudo sentirla, igual que la abuela lo había adivinado al encontrarla en el pasillo una madrugada, doblada contra una pared en uno de sus mareos.
─Tú estás preñada ─le dijo─ y además traes una niña.
En aquel tiempo la madre no tenía ni siquiera novio conocido, así que la noticia sorprendió tanto que corrió de extremo a extremo de la aldea, contagiando la curiosidad de familia en familia. Nunca nadie pudo sospechar siquiera quien era el padre de la criatura. La abuela jamás lo preguntó, aunque siempre lo supo. La madre ni siquiera quiso volver a recordarlo.
Macarena creció sin padre como quien crece sin ver el mar. Como nunca lo tuvo jamás lo echó de menos, y si alguna vez pensaba en él, lo hacía casi idealizándolo, pero sin sentirse diferente por ello. Alguna vez, siendo ya adolescente, pudo distinguir su rostro en la mondadura de una naranja. Tendría unos treinta años, con un bigote y una barba de color castaño, que contrastaba con el negro casi azul de sus ojos y sus cejas. En la cabeza no tenía demasiado pelo, y entre la piel rugosa de la naranja no alcanzó a distinguir de qué color lo tenía, así que se quedó siempre con la duda, porque su madre tenía prohibido sacar el tema, y nunca nadie se atrevió a importunarla con ese recuerdo.
Macarena no tardó demasiado en descubrir cuanto pueden llegar a doler los asuntos del corazón. Lo había visto desde pequeña en las mujeres que llegaban desesperadas a la casa, para pedir sortilegios que hicieran volver al hombre que las había abandonado, pociones que hiciesen a los hombres perder la razón, o hechizos para saber si las amaban realmente, o solamente pretendían que ellas les entregasen sus cuerpos. Sin embargo, no pudo comprenderlo con auténtica claridad hasta que no fueron sus sentidos los que se nublaron con esa locura que es el enamoramiento.

Ella mejor que nadie tenía a su disposición los mejores artificios para haber logrado que aquel hombre cayese en sus brazos en el momento en que lo hubiese deseado. Podría haber conjurado su espíritu en mitad de la noche y haberlo hipnotizado sin que él pudiese siquiera imaginarlo. Podría haberlo amarrado para siempre, y haberle lavado los sentidos para que no se fijase jamás en ninguna otra mujer. Incluso podría haberse preparado a sí misma algún bebedizo para olvidarlo y no volver a sentir jamás aquel deseo tan difícil de contener, que le agitaba el sueño nocturno y le apretaba el estómago cada vez que se disponía a comer.
Sin embargo no lo hizo. Por propia voluntad quiso rumiar aquel dolor en silencio. Quiso sentirlo en cada uno de sus músculos, emborracharse de celos cada vez que lo imaginaba en los brazos de otra mujer, morirse de incertidumbre cuando despertaba cada mañana con su recuerdo enredado en el camisón. Quería un amor sin artificios, sincero. Aspiraba a que él se enamorase de ella por propia voluntad, a que la descubriese entre el resto igual que ella lo había descubierto a él. Y cuando se convenció de que eso jamás ocurriría, quiso guardarle el luto a su orgullo herido, saborear el dolor con todo su amargor, sin autocompadecerse ni intentar cambiar las cosas.
       Quiso sentir el desamor en toda su amplitud, con la misma intensidad con que había sentido el amor unas semanas antes. Aprehenderlo y desmenuzarlo, dejarlo entrar en su cuerpo a través de todos los poros de su piel, hacerlo evaporar a través del sudor de la fiebre, y por último olvidarlo para siempre, como quien se cura de una enfermedad que impone estigma, y se inmuniza para no volver a contraerla. Se dejó crecer el pelo durante meses, y se juró a sí misma que no se lo cortaría hasta que no hubiese limpiado de su mente la imagen de aquel hombre.
Recordó a aquellas mujeres que perdían la cabeza por el desdén de un hombre, conjuró a aquellas otras enganchadas sin remedio al que las maltrataba, o al que las engañaba reincidentemente y las trataba con desprecio por saber que estaban intoxicadas con aquel mal bicho que era el amor incondicional. Invocó a todas aquellas mujeres que en la batallas por un hombre compartido se había llegado a dejar hasta el propio orgullo, a las que habían resuelto encerrarse en su propia tristeza y no volver a sonreír durante el resto de su vida.
Y por último recordó a su madre. Y comprendió su sabia decisión de olvidar sin más, y no volver a pronunciar nunca un nombre que no merecía siquiera el ser pronunciado. Justo entonces, después de haberse purgado por dentro, decidió arreglarse por fuera y retomar su vida como si nada hubiese ocurrido.

Se cortó las trenzas que había dejado crecer durante el tiempo del purgatorio. Eran tan largas y tan pesadas que había tenido que sujetárselas en la cintura con una correa de esparto, para evitar así dolores en el cuello o desviaciones en la columna. Nunca le había crecido el pelo tan deprisa como en aquel tiempo. Y nunca volvió a llevar el pelo largo, como un símbolo más de que aquella etapa había muerto para siempre. Vendió el pelo al peso a unos gitanos en el mercado de los martes, y con el dinero que le dieron se compró dos sortijas de plata y una pulsera de abalorios.
 Fueron los únicos adornos que vistieron sus manos durante el resto de sus días.

martes, 26 de octubre de 2010

Libro viajero




Hola a todas/os, he dejado uno de nuestros libros en Roma, concretamente en los jardines de villa Borghesse, y cuelgo aquí las fotos. Como veís nuestras historias siguen viajando, sólo espero que quien lo encontrase, pudiera leerlo y volver a dejarlo en alguno de los rincones maravillosos de la ciudad eterna, para que siga su camino de mano en mano... Quizás sus palabras se borren antes de que se termine el mundo...Sería el mejor de los destinos para un libro ¿no creéis?

jueves, 21 de octubre de 2010

AL ESCONDITE EN LA PARED (Diana)
(García Márquez)


Cuando al Comisario Pesoa entró en el rancho, sólo se oía un llanto lejano, concentrado en sí mismo, como si contuviera todas las notas musicales superpuestas, un llanto que entraba por la nariz, por los oídos, por la boca y le llenaba a uno de tristeza y desamparo. El Comisario Pesoa interrogó a la madre a la que ya se le habían gastado las lágrimas. Su llanto seco no era de dolor sino de desasosiego, de la congoja que se llenan las madres cuando sus hijos no acuden a la hora de la cena. Un puño, apretando el corazón y una mirada suplicante en los ojos amarillos de la india.

̶ Mi hija no sabe volver sola, es muy chica― dijo la mujer recorriendo con la vista las paredes revocadas de la cocina que olía a moho y a humo de fogón.

El Comisario Pesoa estaba acostumbrado a las travesuras de los gurises del pueblo. Más de una vez tuvo que subirse a un árbol para bajar a algún mocoso abrazado a su gato, atacados de vértigo a las alturas. Otra vez tuvo que zambullirse en el lago para liberar a las sabandijas del fondo del ataque feroz de las pedradas infantiles. Por eso se armó de paciencia mientras escuchaba a la madre preocupada contarle que todo empezó cuando a la Pequeña se le ocurrió jugar a las escondidas dentro del rancho, cosa que tenía prohibida a juzgar por las consecuencias que había que subsanar. La mujer permaneció en silencio mientras el Comisario Pesoa recorría, escudriñando con las manos, las paredes encaladas. Aplicó el oído, entrenado por los años de pesquisas infantiles, a una hendidura de dos dedos de ancho por la que temió que hubiera podido colarse la niña. El llanto de los muros fue haciéndose cada vez más lánguido y pesado.

―La Pequeña está asustada…

Nadie recordaba el nombre de la niña. La Pequeña, la llamaban así su familia y aledaños. Nadie recordaba su nombre porque al nacer la peste asolaba la aldea, tanto la madre como la recién nacida contrajeron la enfermedad en la debilidad del parto y el alumbramiento. Las comadres aconsejaron al padre no ponerle nombre para que los arcángeles no pudieran llamarla a su lado. Pasada la epidemia el cura se empeñó en bautizarla con nombre cristiano pero nadie se atrevió a nombrarla por miedo a alertar a las alturas del descuido cometido. La Pequeña quedó tocada con el don de hacerse invisible cuando no quería ser encontrada. No era en verdad el don de la invisibilidad sino el del mimetismo. Era capaz de confundirse entre las plantas del huerto, cuando se bañaba en el lago nadie podía adivinar su silueta en el verdor del fango. El simple interior de un aparador servía de fondo para que su figura se mezclara con él en un todo amorfo. La Pequeña lo hacía por diversión o para huir de algún castigo materno o para burlar a los otros críos de la aldea en sus infantiles juegos. Aunque algunas veces los resortes del mecanismo, aún no desarrollados plenamente debido a su corta edad, le impedían el completo control de sus escapadas, ocurriendo como ahora que no podía adivinar dónde acababan sus dedos y dónde comenzaba la pared en la que había decidido esconderse. Encalado y piel formaban un único conjunto de apariencia homogénea.

Otras veces había ocurrido en que la madre había tenido que recurrir a la ayuda del Comisario Pesoa, éste fingía darle al caso un tratamiento formal a fin de no concitar las burlas de todo el destacamento. Una vez finalizado el rescate, el Comisario Pesoa emitía un aséptico informe en el que dejaba constancia del domicilio de la Pequeña, la filiación, aunque nunca el nombre, por aquello de los arcángeles, y una breve descripción del suceso en los términos más técnicos posibles. Aunque todo el destacamento sabía que de lo que se trataba era de un caso crónico de mimetismo doméstico. El Comisario Pesoa fue guiando sus pasos hacia el llanto, cada vez más débil de la niña.

̶ Tranquila, Pequeña, ya estamos aquí para traerte sana y salva. Dime, ¿dónde te escondiste la última vez?

Entre gorgoritos, la Pequeña fue relatando con qué regocijo logró burlar el acecho de los gurises de la cuadra más grandes que ella y cómo, distraída, no miró donde se escondía. El Comisario Pesoa le pidió que le dijera qué veía. La niña, tras iniciar y cesar una vez más el llanto le describió una superficie blanca y dura. El Comisario Pesoa, con la diligencia que dan los muchos años de deber cumplido, deslizó los dedos por cada palmo de la pared encalada de la cocina hasta notar un leve latido, un tenue movimiento de respiración, una humedad de lágrima.

̶ Estás en la pared, a la de tres extiende las manos.

La silueta de la Pequeña fue dibujándose como un papel mojado que, al secarse, dejara al descubierto el dibujo que escondía.

Con la congoja aún en el pecho prometió a su madre que no repetiría el juego nunca más, a sabiendas, tanto su madre como el Comisario Pesoa que, en cuanto se le esfumase el susto del cuerpo repetiría la gracia, quizás con más pericia la próxima vez.

Ejercicio para el 20 de octubre de 2010

El ejercicio consistirá en escribir un relato breve (2 ó 3 folios) de tema libre, imitando el estilo de  Gabriel García Marquez o el de José Saramago.

martes, 28 de septiembre de 2010

El Club en la radio

A partir de esta semana el Club de Escritura La Biblioteca tendrá un espacio en Punto Radio Albacete para leer relatos y poemas. Se trata del programa presentado por María García "Queremos hablar" y nuestra cita será cada lunes y martes de 19.45 a 20.00 en el 90.2 de la FM.

 Asimismo durante el mes de julio Alicia participó con sus lecturas en el espacio: "Protagonistas" y durante la Feria del III Centenario Pepi, Paula y Alicia leyeron relatos todos los días.

Os animamos a escucharnos.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El Paseo de Ayer (Relato de Pepi sobre la Feria)

EL PASEO DEL AYER




            Cada vez que consiento a mis recuerdos traspasar airosos las cancelas de mi mente, prohibido como les tengo el albedrío, se soliviantan y antes o después acaban enganchados audaces en aquellas tardes a punto de parirse el otoño. Requiebros jubilosos por el aire septembrino ansioso por vestirse de gala. Oro blanco salpicando la noche que se siente casi coronada y coqueta comienza a componerse los atavíos de fiesta. Se me pierde entonces el pensar en aquellos días de feria y la memoria se pliega a sus encantos, abanicándose con retazos de niñez y mocedad construidos a su sombra.
Hoy cuando la mudez de la soledad se ha hecho inquilina en mi casa y restaña las rendijas haciéndoles crepitar a mis horas vacías, a poco que me esconda del ruido forastero,  puedo recrear lo que nunca fue, con un ayer que aun me sirve de alimento. El olvido comienza a desandar su camino y me dibuja bocanadas de luz, farolillos de papel amamantando con color a las bombillas que entrelazaban de lado a lado el Paseo. Aromas de gente bebiéndose los instantes de parranda por si acaso se revolvían otra vez los tiempos. Voces, sirenas jaraneras pregonando el interior de las casetas con la cadencia de su canto. Hogares de paso de la mujer barbuda, del hombre más fuerte del mundo… ¡qué se yo!...Ilusiones embusteras por cuatro perras chicas en un entreacto de diez días con que mitigar las heladas venideras.
            Como a toda la gente vieja, se me da mejor retornar a los recuerdos más distantes. Algunos se me abren tan frescos que casi podrían empujar las manecillas del reloj con la misma firmeza que el ahora. Se me enciende la sonrisa al revivir algunos, como aquel año en que una cuadrilla de guasones de la tierra montaron un medio estaribel en el mejor sitio del Paseo y por turnos, subidos a un cajón de madera de la lonja voceaban enardecidos:
            -¡Sólo para hombres!, ¡sólo para hombres! Usted señora no puede entrar, ni la mocica tampoco, ¡este espectáculo es sólo para hombres!
            Las mujeres, enrojecido el pensamiento, figurándose alguna picardía pasaban de claro, ligeras, mientras que ellos, osados,  hacían cola para descubrir cuanto de verdor se alojaba en el interior. Lo que todos se guardaban bien de dejar entrever al cruzar la cortina de saco de la salida , a pesar de las chanzas y requerimientos de los de fuera, es que se habían dado de bruces con un montón de picos, palas, legonas, durmiendo desperdigados por el suelo arenoso y a ver quién era el guapo que entraba en discordia con los artífices sacacuartos, si ciertamente de varones era el género hallado.
            El gran parque zoológico merecedor era también de una evocación cáustica a la fuerza, que la ingenuidad se pegaba de los rostros que hacían cola en taquilla. Un letrero de cartón colgado en la entrada rezaba más o menos así:
            “Pasen y vean viva a la célebre vaca de siete cuernos, brazo natural, pecho de mujer y sobaco de hombre”.
            No la llegué a ver, que la fantasía me trasteaba algún fenómeno fantasmal pero me contaron que dentro había una pobre res escuálida y jubilada de ordeño, con tantos anexos de trapo pegados a las costillas como ofrecimientos ostentaba la propaganda.
¡Ay! como se revuelve ahora la melancolía harta de dormitar a mi abrigo y me permite regresar, el tiempo le ha dado el derecho. La neblina se disipa y alcanzo al punto los ojos de mi padre, su ceño eternamente fruncido contrastando con las maneras amables. Lo veo levantando, vísperas de Feria, la botillería con la que apuntalaba el resto del año, el escueto salario de jornalero. Daba paz por unos días a la hoz y a la azuela para montar el tinglado de lonas y tablas donde se daba buena cuenta del vino negro de La Roda y el avío de la matanza que maduraba en las orzas. Socorrían a mi padre que faena sobraba, los dos hermanos grandes y los chiquillos que aunque poco para un apuro valían. A mí, por ser la única hembra, no se les antojaba a mis padres de decoro, que sirviera tras el raído mostrador, ni siquiera que partiera algún tomatico o enjuagase la loza en el lebrillo. Decían que eran días canallas donde la cazalla daba arcadas en las braguetas así que antes echaban mano de alguna cuñada recia de porte y boca si mi madre no daba a basto, que de mí.
            Me quedaba pues en la casa de la abuela Margarita, que vivía en las obras de Matacaballos, las que miraban a la plaza de toros y allí les enjaretábamos alguna tortilla de patatas, unos pimientos fritos o cualquier otro avio que precisase de lumbre.
 En las atardecidas cuando aún no se había puesto gris, se llegaban mis amigas hasta allí y puestas de domingo andorreábamos de una punta a la otra del Paseo, echando el tiempo en la ruleta de los barquillos o tras el aroma dulzón del barril de madera cuajado de helado, que el chambilero removía a cada poco para mantenerlo al punto o acaso para que el regusto a mantecado nos removiese los labios y entrásemos en gana de compartir el cucurucho delicioso entre la cuadrilla que nos juntábamos, que los cuartos alojados en la alcancía durante el verano, eran cortos y habían de durar hasta que se cerrase la Puerta de Hierros.
            El domingo o el día de la Virgen incluso nos sentábamos ufanas en un refrescante, en “La Rosaleda” o en “Los Corales”, alrededor de una de aquellas mesas abiertas en hojas de hierro forjado que nos volvían por unos instantes señoritas de casa bien.
            ¡Qué claros desfilan ya los recuerdos por entre los ojos de la mente, que si quisiera hasta rozarlos puedo!
Rondaba la primavera pasada los veinte años y el primer día que lo ví me quede como encogida, con las palabras huidas y el pensamiento traspuesto.
            -Algún día serás mía, morena, algún día -me espetó al verme. Las amigas que me acompañaban rieron con las mejillas en brasa viva la ocurrencia del apuesto gañan. Hasta las primas que nos hacían de “cesto” se chocaron los codos pudorosos. Pero yo, estrenando sentimientos de mujer, supe que podría peinarme cada mañana, mirándome en el espejo de sus ojos de agua fría. ¡Cuánta ternura derrochamos desde ese instante! Enojado teníamos al cariño de tanto reprimirlo, desterrado como estaba por las miradas furtivas que envidiosas le fueron enseguida con el cuento a mi padre.
            -Tío Ángel, que la Cortes se merece algo mas, que es un pobre perdido - le decían royéndole la voluntad, hasta que un día se me puso por delante enrejándome el corazón y el resuello.
            -Anda para dentro que hoy no sales -me plantó y el ensueño en que vivía se me hizo pedacicos tan pequeños que jamás pude volverlos a juntar.
            Hube de aprender a devanar el despropósito, que eran otros tiempos y las voces de las mujeres aun no habían nacido. Un día la prima Pilar me vino con el cuento, se marchaba,  decían que a hacer fortuna, quizás a forjar caminos que me devolvieran a su lado. Era mi última oportunidad, la última de empaparme con aquella quietud caliente que vivía cerca de su boca. Las amigas ablandadas por mis lágrimas me apañaron una cita antes de partir.
            Ocho de septiembre, el día grande de mi Feria y en la punta del Paseo me esperó. No importaba ya que la tasca familiar estuviera a cuatro pasos, ni que el lugar preñado de gente delatase nuestro atrevimiento. Con el silencio cómplice de la abuela que por mujer y por vieja comprendía mi ansia, salí de su casa, para pedir asilo a los árboles de los Jardinillos que a escondidas y en volandas me llevaron hasta el pie de la Caseta. Cipreses, cedros y tilos enjuagando entre sus ramas la tristeza de mis pasos.
            En las puertas del Teatro Rialto, acomodado en la frontera del Paseo con los Redondeles, una tonadillera cuarentona disfrazada de khol y carmín, desgranaba una copla de la Piquer, haciendo público para la función de la noche.
            -Ojos verdes, verdes como la albahaca.
            El compás casi roto de la canción me llevó a él y se abrazó a nosotros en un descuido.
Los farolillos lloraban agua de colores, los caballitos daban un respiro a la manivela contemplándonos entristecidos, mientras él con audacia de hombre enamorado me pedía al oído lo que no podía darle, que no había mamado yo esa libertad. El miedo le cortó las alas a mis quereres y no pude. Frunció el ceño al pronto, pero de seguida se le hizo de azúcar como siempre.
            Una idea me había castañeteado desde que supe de su marcha. ¡Qué le daría yo para que me recordase más allá de la ausencia! Se me vino a la mente el orgullo hiriente con que mi padre resguardaba su navaja, tras la burda faja de retorta y quise que mi amor supiera de ese gozo. Junté los ahorros que guardaba para las perolas del ajuar y allá, en la calle Tejares mandé hacer la faca más preciosa o quizás fuera la pasión de mis ojos  que me engatusaba la mirada.
            -Toma,  para que no te olvides de mi- le dije al ponérsela entre las manos. Me miró receloso y yo me adelanté a su agobio.
            -Dame una perrilla y será vendida, si eso es lo que penas.
            -Ni un céntimo me queda después de comprar esto.
            Y me puso al cuello una medallica con la imagen de la Virgen de Los Llanos que al instante se fundió con mi piel.
            -¿Sabes lo que haremos tal día como hoy? Espérame en este mismo lugar- me dijo con la voz quebrada por la soledad que llegaba presurosa- volveré para pagártela.
            Y su promesa subió al cielo. No sabía cuando, pero me juró regresar a saldar su deuda.
            Y yo le creí.
            Desde aquel instante mi vida se ha reducido a ver diluirse los días, cruzar las estaciones tras el umbral de mi puerta. Los años se consumen con la mirada puesta en semejante fecha, para verme volar allí entre el gentío, apuntalados mis pasos con el anhelo de volver a verlo, para regresar con el desengaño haciéndome burla.
            Se me casaron los hermanos, grandes y chicos y llenaron la casa de la Plaza de las Carretas con mil chiquillos y a mí cada noche se me arrebujaban en el vientre dormido los hijos que nunca parí y que día tras día mecía en el pensamiento. Se me murió la madre y al poco el padre le siguió la ruta ¡que eran muchos años juntos!, para caminar sin ella y fue quizás al recelarse mi desamparo, que cuando vio que se iba cogió de la mesilla, su navaja, la que lo velaba a mi lado y me la puso por delante.
            -Perdóname Cortes- enhebro un hilo de voz - ¡Cuánto me pesa dejarte tan solica!
            Al pronto me nació una protesta que hijos y nietos tenía para ese legado, pero sin querer abrí el bolsillo del delantal y allí la metí y un calor de ternuras sin confesar me subió a la boca recordando aquella otra que forjó una deuda de amor que me mantenía en pie, loca de ilusión absurda.
            Treinta años como treinta vidas han pasado. La piel de mi rostro se ha ajado, el cabello se ha entreverado de finas hebras de plata y el sosiego no pasa nunca por aquí, ni ofreciéndole goces de alcoba que jamás vieron la luz.
            Hoy es ocho de septiembre y la duda me ha corroído durante todo el día. Viejos porqués aburridos de repetirse. Son las siete de la tarde y rompo el momento viéndome a mi misma ir en busca del bullicio, el corazón de la fiesta, el Paseo de la Feria, ¿qué importa una decepción más? En mi casa caben de sobra.
            Hierve la gente en el lugar, miro a  mi alrededor y se me arañan los ojos de ver cómo ha cambiado todo. Ya no hay farolillos riendo luces y los caballitos cabalgan ahora cegados por su propio resplandor. Las lonas de las casetas se disolvieron con el tiempo y el teatro se jubiló harto de lidiar con las redondeces de las viejas tonadilleras. Y yo continúo allí, aliada con mi propia necedad.
            La mano me aseda el cabello. Me giro. El Paseo guarda silencio expectante.
            -Tengo una deuda de amor contigo, ¿recuerdas? -la voz es un poco más ronca que la que dormía en mi memoria, vuelan al momento los treinta años y se llevan los surcos que me cruzan el rostro y el envés de la piel.
            El paseo acongojado contempla la soledad y su mentira, la quimera que vehemente ha enraizado en los ojos de ella infundiéndoles vida, y de repente los brazos de la Feria hartos de llorar ausencias, se contagian sin pedir licencia del idilio yermo y comienzan a aplaudir.

martes, 14 de septiembre de 2010

Poemas leidos en Punto Radio, durante la feria.

DESNUDANDO NOSTALGIAS

Como si fuera niña,
volar en pos de estrellas,
acariciar la luna, soñar.
Y dicen que soy vieja…
¿Vieja? ¿cómo los trapos viejos?
¿cómo la silla vieja sin anea?

Si el tiempo dejó surcos
en mí rostro,
la ilusión se quedó;
y sigo a las lluvias,
entre verdes pinares,
por húmedos senderos,
respirando flores.

En la mirada: el alma,
puede que ya chochee,
y me engañe el espejo
escondiendo las mellas.
Desnudo mis nostalgias,
y camino, camino…
Voy, olvidando sombras.

CUANDO CANTO

Suelo cantar para cambiar
mis penas. Y las risas, los sueños,
las penas de otras gentes,
suben a mi garganta…

se convierten en perlas,
en suspiros, en aíre,
en bellas esperanzas,
o dolientes quejios.

Busco caminos, cielos,
saboreo entre notas,
el milagro: la música,
y me adentro en sus letras.

Vivo en ellas,
el alegre verano,
el sentido desgarro de un tango,
o una copla gitana.

Imborrable ilusión.
Y por breves minutos soy:
esa rosa caída del tango,
o la hermosa de mí copla de amor…

Cantar alboroza los sueños,
agarrada a sus notas,
surco los laberintos
del olvido y,

vuelan pensamientos ingratos,
derroche de emociones,
que se unen, al colorido
aplauso de una noche.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Un relato de Feria

Este es uno de los relatos que hemos leído en Punto Radio, en el programa Protagonistas de Albacete.

Un beso y Buena Feria.



7 de Septiembre

Hoy es siete de septiembre y, como todos los años desde hace más de veinte, a Inés le tiemblan las piernas mientras se pinta los labios delante del espejo.
Ha elegido un vestido de color verde, que resalte el tono aguamarina de sus pequeños ojos. Los zapatos con un tacón amable, para que sus pies resistan toda la noche, y el dolor no acabe por desbaratarle la sonrisa; esa sonrisa que, frente al espejo, ahora perfila de un rojo brillante. El mismo rojo de los últimos siete de septiembre. El mismo rojo que aquella vez.
Aquella vez, ella tenía diecinueve años, él rondaba ya los veinticinco. Ella tenía la cabeza llena de sueños, él tenía las manos llenas de deseo. Esa misma mano firme que la sujetó por la cintura en el preciso momento en que atravesaban el umbral de la Puerta de Hierros.
Con el pie derecho le susurraba él al oído Hay que entrar con el pie derecho.
Ella le contestó con un guiño y pensó que aquella noche todo era sencillamente perfecto.
Después pasaron los días, y al terminar la Feria, el otoño dejó al descubierto todas las imperfecciones que tenía su proyecto de pareja. No tardaron en darse cuenta de que no estaban hechos el uno para el otro, de que eran demasiado diferentes. No tardaron en llegar a la conclusión de que juntos jamás podrían ser felices, y decidieron seguir con sus vidas por separado.
Pero la Feria es terca, y se empeña en desempolvar los recuerdos.
Por eso, al año siguiente, el día siete de septiembre, cuando el teléfono sonó a la hora de la siesta, ella sabía perfectamente quién llamaba un segundo antes de levantar el auricular y escuchar su voz. Y como seguía teniendo la cabeza llena de sueños, no dudó en volver a pintarse los labios, escoger un vestido sugerente, y dejarse envolver por la magia de la Feria, por las luces, por el bullicio del Paseo. Allí, entre miles de personas, frente a la Puerta de Hierros, él la esperaba impaciente para cruzar el umbral cogidos de la mano.
Con el pie derecho Le recordó ellay esta vez fue él quien contestó con una sonrisa.
Luego, como quien no quiere la cosa, fueron pasando los años, y cada uno fue tejiendo su vida de manera independiente. Él encontró sus deseos en otra ciudad, ella siguió apegada a su tierra y a sus sueños. Él se casó dos veces, y tuvo dos hijos. Ella se encontró a sí misma cuando dejó de buscar pareja, y descubrió a una mujer llena de posibilidades.
Sin embargo, cada año, diez días en septiembre, venían a romper las rutinas, y como en un espejismo, se dejaban llevar por el sinsentido, y se atrevían a soñar con lo imposible.
Y de esta forma cada año, mientras a los dos les quede un ápice de añoranza, se encontrarán sin previo acuerdo frente a la Puerta de Hierros el día siete de septiembre, justo después de la Apertura, entre miles de personas. Ella con sus labios pintados de rojo, él con sus manos inquietas en los bolsillos. Con el mismo nudo en el estómago que aquella primera noche. Con el mismo temblor de piernas. Con el mismo deseo. Con la misma magia.

viernes, 27 de agosto de 2010

martes, 24 de agosto de 2010

And the winner is...

A ver, iba a dejaros con el misterio un día más, pero voy a ser buena y desvelarlo.
Tengo que decir que ha habido dos acertantes, aunque la primera de ellas me dio la solución en mi blog para mantener la tensión durante un tiempo más.
Y sí, la primera acertante fue Sherlock Holmes, o sea, Toñi (con un poco de ayuda informática, todo hay que decirlo)
El segundo acertante fue Arístides, al que aprovecho para agradecerle el comentario que me envió. Como habrás visto, he tomado nota de la corrección. A mí también me sonaba un poco mal, la verdad.
No tengo ni idea de si lo de Arístides fue intuición, inspiración, o si también se valió de San Google para adivinarlo, pero en cualquier caso...

¡¡TENEMOS DOS GANADORES!!

Vais a tener que compartir el premio, pero merece la pena. Este es vuestro jamón. La verdad es que tiene una pinta estupenda


Y aquí tenéis la playa paradisiaca



Gracias a todos por haber seguido el juego, ha sido muy divertido.


Ahhh, que me olvidaba... La autora del poema, y del jueguecillo gamberro es Paula (o sea yo) Un beso a todos.