domingo, 14 de diciembre de 2008

"EL SONIDO DEL TREN" RELATO PUBLICADO EN LA VOZ DE DICIEMBRE. NIEVES JURADO.


He oído el tren. Se acerca incansable con su eterno y pedregoso suspiro, y, sin querer, mis pensamientos comienzan a rodar por encima de las herrumbrosas vías, siempre rebuscando en el ayer y siempre imaginando el mañana. Mis manos sujetan el bolso con tanta fuerza que se han vuelto blancas como las de un cadáver. No sé porqué esa estúpida manía de agarrarlo como si se fuera a escapar. Si no puede escapar. Nadie puede.
Una hoja cae lánguida delante de mí. Inclino la cabeza y la observo como si fuera el espectáculo más bello del mundo. Pero cuando se posa sobre mis pies, me doy cuenta de que está rota y seca, como mi vida. La he escondido bajo el banco donde estoy sentada, para que nadie la vea. Es un banco viejo, no sé si tanto como yo, pero está muy estropeado. En eso sí se me parece. Me pregunto por qué la gente se sienta en estos sitios tan fríos e incómodos. Es frecuente encontrar a personas adormecidas e incluso apáticas sentadas en estos bancos; algunos permanecen ahí durante horas, sin hacer nada, incluso sin decir nada. Quizás piensen cosas sin sentido, o quizás estén solas, como yo. No consigo encontrar una buena posición. Me duelen todos los huesos.
Me parece haber oído el tren, creo que ya viene.
El viento sopla codicioso y enmaraña mis escasos cabellos blancos. No me gusta que haga eso, me despeina y quiero que él me vea guapa cuando llegue. Aquel día me prometió en su carta que vendría para quedarse conmigo, y yo le creí entonces y le sigo creyendo ahora. Siempre he confiado en él, siempre. A mi alrededor todos me dicen que no es de fiar. ¡Qué sabrán ellos! Como si supieran en qué consiste la ilusión. La ilusión no sabe de esperas, ni de meses, ni de años; la ilusión es eterna. Tengo derecho a ser feliz; todo el mundo tiene derecho a ser feliz. Ese reloj está parado, alguien debería haberse dado cuenta. No comprendo por qué los operarios de la estación no lo han arreglado, son unos inútiles. El reloj es muy importante, el tiempo es importante. El tiempo aviva la esperanza.
Hace ya un rato que he oído el tren. No sé por qué tarda tanto.
Tras el viento sólo me acaricia el silencio. Un perro se ha quedado quieto delante de mí, me mira con lástima. Sus costillas sobresalen hinchadas como si quisieran desgarrar su cuerpo desde dentro. El animal está enfermo, lleva la muerte atada con un sucio y grueso hilo a su cola. Puede que yo también esté enferma y él haya olido los fluidos de mi enfermedad saliendo por los poros de mi piel. Quizás por eso se ha sentado junto al banco, a mi derecha. Sus ojos están mustios. Intento recordar alguna canción para cantársela, una que sea alegre, pero mi garganta se niega y sólo produce notas lentas, arrastradas y demasiado tristes. Será mejor pensar en otra cosa. Aquel cartel está torcido. Las letras se han borrado y ha desaparecido el nombre de la estación. Bueno, no importa. El nombre es lo de menos.
El eco del tren se oye cerca. No falta mucho.
La mañana es sombría y todo a mi alrededor se muestra con un aspecto de total abandono. Estoy deseando verle descender del tren. Él tiene una hermosa sonrisa, grande y llena de vida. Y el sonido de su voz se derrama sobre mí como una luz cálida y tranquilizante.
A veces me llaman loca. Vieja loca. Sé que mis gestos y manoteos suelen resultar confusos e inseguros, nada más. La gente no se para a pensar en lo duro que es mantenerse a flote. Ellos no sienten compasión por nadie. Son crueles.
Me he levantado un momento para acercarme al borde del andén y ver mejor a lo lejos. Los ladrillos están destrozados. No distingo ningún tren, tan sólo veo cómo las vías son engullidas por el horizonte. Al sentarme de nuevo, se han desprendido algunas lágrimas de mis ojos y gotean despacio sobre mi vestido azul. No sé qué me ocurre, creo que llevo un pañuelo en el bolso.
Por allí viene el tren. Lo oigo, estoy segura.
Él me escribió, y me puso con letras grandes y redondas que me quería, y yo a él también, y mucho. Por ello no concibo esta extraña sensación de ahogo. Mi pecho está dolido, y mi alma se encoje como un globo que se deshincha. No logro entender este momento, ni logro saber qué hago yo aquí, sentada en esta solitaria y marchita estación.
-Quizás ande algo trastornada –le digo al perro que levanta indiferente una oreja.
Siento un deseo irresistible de dormir. Apoyo mi cabeza en el banco y cierro los ojos. Mi mente busca inquieta en algún rincón de la memoria; es entonces cuando surge un doloroso recuerdo: él venía en ese maldito tren, hace ya muchos años. El que estalló aquella mañana.
He oído el tren. Sí, como todos los días.

4 comentarios :

josé maría aguilar dijo...

Joder! Es como un puñetazo en el hígado.
Me gusta y, además, me ha sido imposible adivinar el final.

Diente de león タンポポ dijo...

Un buen cuento, Nieves. Lo he captado como un largo poema que va sumiéndote en la tristeza hasta llegar al final que lo desvela todo.

Me gusta cómo creas la sensación de cansancio, dolor y locura del personaje, la mujer que espera.

Teresa dijo...

A mí también me ha gustado mucho. Me recuerda a Penelope, la protagonista de aquella canción tan triste de Serrat, aunque aquí el final es aún más dramático, si cabe.
Me gusta su cadencia, y creo que está muy bien escrito.
Besos.

Anónimo dijo...

Me ha gustado, tiene alma.
Alicia