miércoles, 24 de noviembre de 2010

HOY PUEDE SER UN BUEN DIA. (Las cosas que me pasan...)

Suelo mirar al cielo cuando me levanto y escudriñar el tiempo. Martes nublado, me digo, mientras observo cómo se agitan los toldos del bar de enfrente. Sonrío al mal tiempo y canto la canción de Serrat: “Hoy puede ser un buen día…”, Después del aseo y el desayuno, marcho a mis quehaceres diarios, que no son otros que la lucha por la supervivencia, el echar currículos sin cesar, ya que el trabajo es un bien escaso, las deudas que no se acaban, el banco que no se aviene a razones, y por el contrario, el dinero se evapora muy rápido, el casero, la compra que sube y la moral que baja y baja… Y hubiera jurado una y mil veces que no me importaba el dinero, cierto es, pero ¡ah, la necesidad! La sociedad que está montada en el euro como si fuera a ganar la carrera. En verdad, es triste no poder disponer de lo necesario. Pero estás vivo, malcomes y tienes un techo que te cubre. “Hoy puede ser un buen día”, me repito cuando, ya cansada de bregar de un sitio a otro, y con el pie izquierdo (¡que tenía que ser el izquierdo!) medio arrastrando por la reiterativa tendinitis, entro a comprar el pan en Carrefour, que es más barato. Miró y remiro las estanterías y, lo juro, me sorprendo a mí misma pensando: ¿me cogerían si cojo un perfume, o esta crema tan cara? ¿tal vez una caja de marisco y otra de polvorones? El turrón ya está puesto… ¡horror de los horrores! Me siento tentada, doy vueltas y vueltas por todos los sitios. ¡Compraría tantas cosas! ¡Cogería tantas cosas! Pero no, soy fuerte, me digo, resistiré la tentación. Agarro la bolsa con el pan y la leche y me dirijo a la salida, recordando lo que me dije esta mañana:”hoy puede ser un buen día”. De repente, un tirón en el hombro. ¡Me han robado el bolso! Y encima me duele el brazo. Lamentándome, voy para casa. Subo, renqueante los cuatro pisos, sin fuerzas, y cuando estoy sacando la escasa compra, noto un no sé qué en la boca, y oigo algo caer. Instintivamente, me llevo la mano a ella, tiento con miedo, ¡Vaya, la funda! Y me costó trecientos euros, Señor, porqué? ¡Con el miedo que le tengo al dentista! La busco, no la encuentro, tal vez me la haya tragado, pienso con aprensión. Estoy muy nerviosa, me siento fatal. Lloro y lloro mientras preparo la comida. Cuando me siento a la mesa, no puedo comer, me duele. Retorno mí comida a la cocina, le pongo al gato la suya y animo a mi hijo para que coma él, (mí situación los ha descontrolado a los dos). Tomo un vaso de leche y me derrumbo en el sofá. ¡De pronto una luz! Voy al cuarto de baño, me lavo la cara, agarro una bolsa que escondo debajo del abrigo, y cojeando, vuelvo a Carrefour.
La crema que nunca pude comprar, el perfume, los langostinos, el turrón, los mantecados, un taco de jamón y, el salmón, que no se me olvide.
Después toca dentista…

Escribo esta nota a mi hijo desde la comisaría central, debe estar preocupado. _No te apures _le digo_, piensan que tengo locura temporal. Y debe ser así. De cualquier forma, sigo pensado que, “mañana puede ser un buen día”. ”




domingo, 21 de noviembre de 2010

"LA NIÑA TUANI" Pepi González- Relato finalista III Certamen Sol Mestizo

        Yo la miraba sin verla, desde lejos, porque me dolían los ojos de la desazón. A cada poco, en la negrura del galerón de madera, sobre el piso que rechinaba al andar, morboseaba sobre ella el acosador.
             Cuando aún era ayer, Rosita lloraba. Se retorcía, encogía el cuerpo a medio componer, ocultando no sabía bien qué. Ahora se dejaba hacer, para evitar la golpiza, después se me acercaba, se acurrucaba a mi escaso abrigo y me lo contaba, me contaba la sinrazón que yo llevaba escrita por debajo del silencio.
            -Coralina- me decía la chaparrita- Mi papá Silvino me hace daño. Me escarba por ahí abajo con las uñas, yo no se porqué. Me apapacha fuerte pero sin cariño y luego hace ruidos con la boca y los ojos se le ponen como de susto. Entonces se mueve así, así- se agitaba la nena, fingía temblar- y cuando pasa un ratico se levanta y se va. No le da pena dejarme en el suelo, aunque sea de tarde y ya no entre el sol por el tragaluz, yo digo que no sabrá, que a mí me da miedo lo oscuro. También me grita Coralina ¿qué tú no lo oyes? Me grita, pero así como bajito, que no se lo cuente  a nadie, que todos me dirán que soy vaguita y mala y mi mamá no me querrá más o hasta puede que se vaya. A mí de seguro no se me escapara el decirlo. Que de pensar que no vuelva a ver a mi mamita ¡me entra una cosa aquí en medio!- se señalaba el pecho aún sin nacer-hoy me dijo que me convidaría a cajeta de leche si dejaba de apretar las piernas o si bajaba la mano para tocarle el bulto, que siempre está ahí. Yo casi le digo que mejor de coco. Pero da igual, porque aunque le haga caso nunca me trae la convidada.
            Rosita se me abrazaba entonces. Recostaba su rostro de nubes junto al mío y dejaba caer entre las dos un sueño tibio, tendidas sobre la colcha de flores que le tejió la vieja Socorrito.
            Yo me la solía dibujar  para mis adentros, muchachita ya, con algún gallito carrileandola desde su bicicleta, cuando ella pasease con sus amigas por la acera del boulevard español
            Otras veces se me antojaba sentarla a una gran mesa, preñada de “gallo pinto”, de “nacatamales”, de mangos y jocotes que le dieran gusto a su hambre acumulada de mil años atrás, para que la tripa se le consolase y le dejara de arder, como cuando los frijoles no le daban alcanzada. Para que no fuera más la hija del maíz.
            Pero aquello solo se forjaba en mis noches si se vestían de bonito, porque desde la vez de la pesadilla, ya no soy capaz de soñar.
            Regresó atiborrado de “chicha”, rematados los últimos centavos en la barra del Café de León. Donde las mujeres malas. Con toda la bajeza que no pudo descargar, colgada de los pantalones.
            Rosita se tiró al suelo panza arriba al verlo entrar. Se había aprendido el abuso como si de un juego sin color se tratase, para poder respirar.
            El papá Silvino no venía esa noche con ganas de manoseo, no.
            -¡Ay, de que me sirve revivirlo! Sin embargo lo veo frente a mí de seguido.
            La fiera bufaleando sobre mi chiquita hasta arrancarle el calzón, doloriéndole los ojos, la boca, las partes privadas que empezaron a llorar, la Rosita, la nena, sangrándole las entrañas, manchando la tierra con el estupro. Agarrada al miedo que la tapaba, no fuera a deshacerse bajo el peso del traidor.
            -Cocheche, cobarde-grité y me maldije la boca sin voz. Él se levanto al fin, tambaleó su deseo apagado y fue a amortajarse en el catre oxidado del rincón.
            Yo rogué entre mí, para que la simiente descerrajada no cuajase en el vientre de mi niña.
            Vino a mi encuentro bebiéndose el cuerpo roto, sin saber que hacer con él, dejando un rastro de líquido rojizo, tras sus pasos que no querían andar. Me miró sin hablar, se le habían olvidado las palabras. Quería abrazarse a mí, lo sé. Llevarse la mente muy lejos de allí hasta el lugar donde las inditas bailan, con la enagua recogida en la cintura, al son de la gargantilla y los aretes, que las hacen hermosas. Con la seda colorada del huipil amarrada al pecho. Y las flores finas del estampado, que volando entre sus pies, se les suben a la cabeza, sujetándoles las dos trenzas de azabache, para reírse allí gozosas.
            La nena Rosita enjugándose entera, no quiso llorar. Ya no era tiempo. Se llegó hasta el balde del agua de beber y haciendo un cuenco con la manita se regó cuidadosa la herida que le ardía en el medio del cuerpo. Se lavó los regueros de los muslos y los goterones que le habían caído en las sandalias y del arcón de la madre distraída, agarró la muda de domingo para refugiarse tras ella.
            Se vino a mí, nos vestimos las dos de madrugada y cruzando la puerta echamos a andar.
            Hacía tiempo que mi cuerpo de trapo no sentía la esperanza. Ni los botones que me hacían de ojos querían mirar. Pero en ese instante, ella niña y yo muñeca, nos escondimos en los pasos sin huella de la vereda, que llegaba donde el albergue de las mujeres que hablaban de vida y sonrisas, solían parar. Decían los murmullos que traía el aire de la gente, que allí ellas vicenteaban a las niñas y a los papas de piedra y humo no les dejaban entrar.

viernes, 19 de noviembre de 2010

III CERTAMEN SOL MESTIZO

Os informo de que mañana, día 20 de Noviembre a las siete de la tarde se entregarán los premios del III Certamen Sol Mestizo, en los salones del Ateneo. 

Entre los finalistas se encuentran dos de nuestros amigos: Pepi y Miguel Ángel. ¡Enhorabuena a los dos! 

viernes, 5 de noviembre de 2010


EJERCICIO GARCÍA MARQUÉZ (Propuesto por Diana)



CAMPANADAS



-Hoy te has retrasado un minuto. Te estás haciendo viejo –Comentó Nicolasa de Salvatierra apartando a German Galíndez de encima, casi exhausta.

-Mujer, una campanada no dura un minuto- replicó él casi sin aliento.

-Ya, pero has comenzado tarde, no lo niegues. –Agregó ella insistente.

Y en efecto sólo German Galíndez sabía el inmenso esfuerzo desempeñado para conseguir aquel orgasmo que se le había resistido como una yegua testaruda, y a sus cincuenta y seis años era la primera vez que le pasaba. Pues en los últimos diecisiete, con una precisión implacable alcanzaba el éxtasis al tiempo que sonaban las campanadas anunciando misa de siete, y aquella tarde no consiguió enlazar el ritmo con el tañido de las campanas.

-De todas formas ya da lo mismo. Tu marido se murió va para un lustro.

-Pero me gusta que sigas con esa disciplina férrea. ¿Recuerdas cuando temíamos que apareciera por esa puerta al salir de la iglesia, y nos encontrara en plena faena?

-Parece que sigas con ese miedo, y créeme, Artemio Gonzálvez no se aparece ya ni en la noche de las ánimas.

-Pues yo siempre pensé que sospechaba algo, en los últimos meses no iba a misa con la misma disposición.

-Imaginaciones tuyas ¿Pero qué importa en los días que corren? –Preguntó cansado.

German Galíndez salió al patio trasero para mear contemplando las estrellas que comenzaban a destacar con la ausencia de luz. Sintió las garras del frío arañándole los hombros, y una congoja desconocida le impedía orinar como de costumbre. Cuando al fin el líquido amarillo comenzó su peregrinación hacía los rosales, una quemazón terrible le sobrecogió la entrepierna. Tuvo que apretar los dientes para no maldecir en voz alta. Cuando hubo terminado se agarró a las enredaderas y agachado sobre ellas, aguardó a que el intenso dolor desapareciera.

-Parece que hayas visto un fantasma –comentó Nicolasa Salvatierra cuando entró de nuevo al dormitorio con la cara como la cera.

-Me marchó –dijo él por toda respuesta. Se puso los pantalones y se abrochó el blusón para salir sin mirarla siquiera.

-Vaya, pues si que te ha sentado mal lo de esta tarde. No, si ya decía yo que lo de la última campanada traería problemas. Y estaba en lo cierto.

German Galíndez pasó la noche entre sudores y accesos de cuchillos clavados con saña en su verga y sobre sus riñones. Y al despuntar el alba, casi sin fuerzas, caminó hasta la casa de Concha de Guzman, la curandera.

-Lo que te pasa es que no debiste ahondar en dos pozos al tiempo, sobre todo cuando uno tiene tantos cubos entrando y saliendo.

Concha de Guzman vertió agua hirviendo sobre un puñado de hierbas y semillas que colocó en un cacillo, y se lo dio a beber a German Galíndez.

-Tómalo de un trago y bien caliente. Te aliviara los sufrimientos de esas partes. Dijo mirándole de reojo. –Y debes estar al tanto, porque la Nicolasa lo sabrá a lo más tardar mañana. Dile que venga también, anda, que no espere tanto como tú. Y cuídate de sus arranques, que ya sabes que descuartiza una vaca en menos de media hora. Por la cuenta que te tiene, deberías salir por la puerta de atrás, ya me entiendes, solo y sin hacer ruido.

-No la creas tan fiera. Se pondrá furiosa, pero no llegará la sangre al río.

-Sólo te aconsejaba, pero las advertencias no deben caer en terreno baldío, créeme.

Faltando una hora para la siete de la tarde, German Galíndez, aún con cierta desazón bajo la bragueta, dudaba si presentarse ante Nicolasa de Salvatierra o quedarse en su sillón rumiando su malestar. Optó por ir, porque conociéndola como la conocía, en menos de lo que canta el gallo, se personaría en jarras en su casa para pedirle explicaciones, siempre fue una hembra difícil de contentar, y con los ardores de la carne exaltados todavía pese a la edad. Pero de repente recordó la campanada extraviada de la tarde anterior, y el pensamiento se le adentró en la cabeza como un bisbiseo imposible de parar. Miró por la ventana hacía la casa de quien había sido su amante más de tres lustros, y la vio asomada al bacón sin quitar ojo de su puerta. Entonces recordó el consejo de Concha de Guzman. Solo y por la puerta de atrás. Supo que la echaría en falta, que no hallaría otra mujer como aquella, dispuesta y tan bien dotada. Maldijo su debilidad y su mala fortuna. Recogió sus escasas pertenencias y apagó la luz antes de salir.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Macarena

Macarena del Pino procedía de una larga estirpe de brujas. Curandera con plantas y ungüentos, adivinadora de pasados y futuros, agorera, celestina y hasta consejera en matrimonios envenenados, Macarena conocía palmo a palmo los entresijos de cada casa de la aldea.
Lo mismo preparaba un amarre con la menstruación de alguna muchacha inquieta de amores no correspondidos, que auguraba en los posos del café los éxitos y fracasos de algún negocio. Igual cosía muñecas horrorosas con las que complicar la vida a algún enemigo atravesado, que fabricaba amuletos contra el “mal de ojo” o contra las enfermedades venéreas. Macarena del Pino disfrutaba de su reputación, sumada a la de su madre, su abuela y su bisabuela, todas juntas, porque desde un sinfín de generaciones el don de la brujería había corrido por las venas de aquellas mujeres, y nadie dudaba de que fueran capaces de arreglar cualquier trastorno, cualquier problema o cualquier vida. Cualquiera menos las suya propia, que no dejaba de ser tan caótica y azarosa como su propios remedios.
Macarena del Pino era una mujer rotunda, de formas redondas, con los pechos y la cintura ensanchados por todos los hijos que jamás había tenido. Olía a los cientos de hierbas que recogía en el campo en cuanto despuntaba el día, y que luego hervía, colaba, destilaba o maceraba, según recetas que nunca nadie había escrito, sino que se trasmitían de madres a hijas con el ejemplo diario y la intuición que solamente brotaba en aquellas que habían nacido con el don, para envidia y frustración de las otras hijas, tías, primas o sobrinas, que se mostraban incapaces de distinguir por sus olores las dosis exactas de las plantas que había que cocer en el caldero, o que no podían ver en un puñado de piedras del río, ninguna pista que les hablase del destino de la persona que tuvieran frente a sus ojos.
Y aquel don moriría con Macarena. Después de incontables generaciones de mujeres bendecidas con la virtud de la adivinación y la hechicería, ella tenía el triste privilegio de cerrar aquella estirpe, y llevarse sus secretos bajo la tierra en el momento en que abandonase el mundo de los vivos.
Macarena vivía sola en la misma casa familiar que había sido testigo desde siempre de encantamientos y brebajes, de conversaciones con el más allá y confesiones sobre el más acá. Las paredes de adobe y cal construidas hacía más de cien años, aparecían apuntaladas cada dos por tres por palos atravesados, y tan solo el enjalbegue que ella misma les daba una vez al año, conseguía mantener el grosor y la estructura de aquellos muros retorcidos que se enmarañaban en pasillos ilógicos y habitaciones de formas caprichosas, improvisadas de repente a lo largo de los años, para albergar recién nacidos, acomodar huéspedes o retirar trastos inútiles.
Era raro verla salir de aquella casa, con la que en muchas noches mantenía largas conversaciones de vieja, recordando tiempos en los que eran muchas las voces que rebotaban de estancia en estancia. Cuando aún nacían niños en aquellas camas, porque su abuela además fue partera, y muchas mujeres preferían acudir allí para dar a luz en cuanto empezaban a abrírsele las carnes o notaban que el calor de las aguas les corría entre los muslos.
Luego llegó aquel médico estirado que alguién mandó desde la capital, y ya no permitió que las mujeres parieran a sus anchas en la intimidad de un lugar preparado por sus propias comadres, con la sabiduría heredada de miles de niños en sus brazos, y con la experiencia de cientos de partos en sus ojos. Aquel médico, que presumía de haber estudiado en una universidad tan prestigiosa, cuyo nombre en inglés nadie había escuchado jamás, amenazaba a las mujeres con desangrarse en la cama de la abuela, les hablaba de bichos que nadie era capaz de ver, pero que saltaban de las camas a las heridas abiertas y complicaban las cicatrices y las costuras.
Asustaba a las mujeres con enfermedades incurables, con hijos medio lelos o con complicaciones que nunca nadie había conocido antes. Incluso rajaba a las mujeres por la panza en cuanto palpaba a un niño atravesado, porque no tenía el valor ni la maña de la abuela para hacerlos nacer de pie, o retorcerlos desde afuera y colocarlos en su sitio.
Así nació Macarena. Con los pies por delante, después de que su abuela la hubiese girado porque venía sentada, y ni las escaleras que su madre subía y bajaba cada día, ni las cataplasmas que la abuela le puso consiguieron hacerla cambiar de postura. En cuanto la vio, la abuela supo que nacía con el don. Su madre lo había sabido unas semanas antes, cuando la oyó llorar en el vientre. Aunque no quiso contarlo a nadie, por miedo a que se torciese su destino si lo publicaba antes de alumbrarla. También supo que era una mujer desde el primer momento en que pudo sentirla, igual que la abuela lo había adivinado al encontrarla en el pasillo una madrugada, doblada contra una pared en uno de sus mareos.
─Tú estás preñada ─le dijo─ y además traes una niña.
En aquel tiempo la madre no tenía ni siquiera novio conocido, así que la noticia sorprendió tanto que corrió de extremo a extremo de la aldea, contagiando la curiosidad de familia en familia. Nunca nadie pudo sospechar siquiera quien era el padre de la criatura. La abuela jamás lo preguntó, aunque siempre lo supo. La madre ni siquiera quiso volver a recordarlo.
Macarena creció sin padre como quien crece sin ver el mar. Como nunca lo tuvo jamás lo echó de menos, y si alguna vez pensaba en él, lo hacía casi idealizándolo, pero sin sentirse diferente por ello. Alguna vez, siendo ya adolescente, pudo distinguir su rostro en la mondadura de una naranja. Tendría unos treinta años, con un bigote y una barba de color castaño, que contrastaba con el negro casi azul de sus ojos y sus cejas. En la cabeza no tenía demasiado pelo, y entre la piel rugosa de la naranja no alcanzó a distinguir de qué color lo tenía, así que se quedó siempre con la duda, porque su madre tenía prohibido sacar el tema, y nunca nadie se atrevió a importunarla con ese recuerdo.
Macarena no tardó demasiado en descubrir cuanto pueden llegar a doler los asuntos del corazón. Lo había visto desde pequeña en las mujeres que llegaban desesperadas a la casa, para pedir sortilegios que hicieran volver al hombre que las había abandonado, pociones que hiciesen a los hombres perder la razón, o hechizos para saber si las amaban realmente, o solamente pretendían que ellas les entregasen sus cuerpos. Sin embargo, no pudo comprenderlo con auténtica claridad hasta que no fueron sus sentidos los que se nublaron con esa locura que es el enamoramiento.

Ella mejor que nadie tenía a su disposición los mejores artificios para haber logrado que aquel hombre cayese en sus brazos en el momento en que lo hubiese deseado. Podría haber conjurado su espíritu en mitad de la noche y haberlo hipnotizado sin que él pudiese siquiera imaginarlo. Podría haberlo amarrado para siempre, y haberle lavado los sentidos para que no se fijase jamás en ninguna otra mujer. Incluso podría haberse preparado a sí misma algún bebedizo para olvidarlo y no volver a sentir jamás aquel deseo tan difícil de contener, que le agitaba el sueño nocturno y le apretaba el estómago cada vez que se disponía a comer.
Sin embargo no lo hizo. Por propia voluntad quiso rumiar aquel dolor en silencio. Quiso sentirlo en cada uno de sus músculos, emborracharse de celos cada vez que lo imaginaba en los brazos de otra mujer, morirse de incertidumbre cuando despertaba cada mañana con su recuerdo enredado en el camisón. Quería un amor sin artificios, sincero. Aspiraba a que él se enamorase de ella por propia voluntad, a que la descubriese entre el resto igual que ella lo había descubierto a él. Y cuando se convenció de que eso jamás ocurriría, quiso guardarle el luto a su orgullo herido, saborear el dolor con todo su amargor, sin autocompadecerse ni intentar cambiar las cosas.
       Quiso sentir el desamor en toda su amplitud, con la misma intensidad con que había sentido el amor unas semanas antes. Aprehenderlo y desmenuzarlo, dejarlo entrar en su cuerpo a través de todos los poros de su piel, hacerlo evaporar a través del sudor de la fiebre, y por último olvidarlo para siempre, como quien se cura de una enfermedad que impone estigma, y se inmuniza para no volver a contraerla. Se dejó crecer el pelo durante meses, y se juró a sí misma que no se lo cortaría hasta que no hubiese limpiado de su mente la imagen de aquel hombre.
Recordó a aquellas mujeres que perdían la cabeza por el desdén de un hombre, conjuró a aquellas otras enganchadas sin remedio al que las maltrataba, o al que las engañaba reincidentemente y las trataba con desprecio por saber que estaban intoxicadas con aquel mal bicho que era el amor incondicional. Invocó a todas aquellas mujeres que en la batallas por un hombre compartido se había llegado a dejar hasta el propio orgullo, a las que habían resuelto encerrarse en su propia tristeza y no volver a sonreír durante el resto de su vida.
Y por último recordó a su madre. Y comprendió su sabia decisión de olvidar sin más, y no volver a pronunciar nunca un nombre que no merecía siquiera el ser pronunciado. Justo entonces, después de haberse purgado por dentro, decidió arreglarse por fuera y retomar su vida como si nada hubiese ocurrido.

Se cortó las trenzas que había dejado crecer durante el tiempo del purgatorio. Eran tan largas y tan pesadas que había tenido que sujetárselas en la cintura con una correa de esparto, para evitar así dolores en el cuello o desviaciones en la columna. Nunca le había crecido el pelo tan deprisa como en aquel tiempo. Y nunca volvió a llevar el pelo largo, como un símbolo más de que aquella etapa había muerto para siempre. Vendió el pelo al peso a unos gitanos en el mercado de los martes, y con el dinero que le dieron se compró dos sortijas de plata y una pulsera de abalorios.
 Fueron los únicos adornos que vistieron sus manos durante el resto de sus días.