Me enteré de que era adoptado pocos días antes de cumplir catorce años. Fue precisamente el motivo de la celebración del cumpleaños lo que se desencadenó todo. Era tarde, quizá pensasen que ya estaba dormido, pero los oí discutir. El problema era que mi padre tenía programado un viaje de trabajo que coincidía con la fecha de la fiesta. Ella le reprochó que escurriera el bulto una vez más en ese tipo de reuniones familiares. Poco a poco fueron subiendo el tono de la discusión, y entonces fue cuando ella soltó la bomba: le preguntó que si se comportaría igual si yo fuera realmente suyo. Después no pude escuchar nada más. Aquellas palabras se quedaron retumbando dentro de mi cerebro, golpeándose contra mí con una furia casi insoportable. Era una revelación tan grande, tan espantosa, tan increíble… y sin embargo no tuve dudas de que era cierta; de pronto cobraron sentido susurros, secretos a medias, disimulos. Pero, ¿cómo era posible entonces que nos pareciésemos tanto? Yo quería ser arquitecto, el mejor, como él, y él siempre lo decía: los Aranda haremos grandes cosas, lo llevamos en la sangre. ¿Y las semejanzas físicas entre los dos? ¿Me engañaban los espejos o era una delicadeza del azar el hecho de que ambos tuviésemos el mismo tono de pelo, la misma nariz larga, la cara angulosa…? ¿Cómo era posible? Mi padre era Dios, y yo también iba a serlo, algún día, porque lo llevábamos en la sangre, y porque no podía ser de otra manera. Los dos éramos como dos gotas de agua de la misma tormenta.
Aquel día salí de casa como de costumbre pero en vez de acudir a clase estuve vagando por las calles sin rumbo fijo. No sabía qué iba a hacer. En un acto reflejo había cogido algo de dinero pero nada más. Sólo era consciente de que no estaba preparado para volver a mirarlos a la cara, sobre todo a él. Lo odiaba intensamente, porque sentía que se había estado burlando de mí durante todos los años de mi vida aprovechándose de la fragilidad de mi inocencia y de la admiración que siempre había sentido por él. La primera noche la pasé en casa de Chema, un colega del equipo de fútbol, lo suficientemente ajeno a mi familia como para que me buscaran allí; aun así me dijo que no quería líos y que debía buscarme otro lugar donde esconderme; la segunda noche, sin premeditarlo, la pasé en un subterráneo de acceso al Retiro, un lugar donde pernoctaban otros vagabundos que yo mismo había visto muchas veces sin llegar a mirarlos siquiera. Deambulé durante tres días y tres noches más por la ciudad, unas veces en círculos y otras en línea recta, dependiendo de mi estado de ánimo. A veces me pasaba horas enteras dentro del metro, aunque intentaba no llamar demasiado la atención ya que imaginaba que habrían informado de mi desaparición a la policía y que seguramente ellos mismos también me andarían buscando; pero Madrid es muy grande, y eso es una de las mejores y de las peores cosas que tiene, que puedes perderte para siempre en su horizonte cambiando de barrio.
Disfrutaba pensando cuánto estarían sufriendo. Seguramente mi ausencia estaría llenando todas las esquinas de sus cabezas: él estaría preguntándose dónde había estado su fallo, y le costaría encontrarlo, sin duda, dentro de su perfección. Ella estaría llorando, siempre lo arregla todo así; estaba seguro de que lo estarían pasando mal, pero era necesario, la justa recompensa al hecho de que entre ellos y yo no existiera ningún vínculo, de haber mantenido una gran mentira durante catorce años. Eso era lo único que me aliviaba de la angustia y del frío que pasé durante aquellos días. Cuando se acercaba la cuarta noche pensé que la venganza quizá estaba siendo excesiva y volví a casa. No sabía lo que iba a pasar pero fuera lo que fuera resultaba más conmovedor si coincidía con la fecha de mi cumpleaños.
Utilicé mis llaves para abrir, como si fuese un día cualquiera. Al entrar la encontré a ella recostada en el sofá, la cara tapada con las manos. Él venía caminando por el pasillo, como si hubiese intuido mi llegada. Estaba demacrado, y envejecido, una carga de años parecía haberse echado de pronto sobre sus hombros acabando con su arrogancia. Fue el primero en verme. Impulsado de pronto por una fuerza anterior vino corriendo hacia mí. Pensé por un momento que iba a zarandearme o a abofetearme, sin embargo me abrazó, con tan vigor que logró que nuestros corazones latieran al mismo compás. “Hijo mío”. Bastaron las palabras mágicas para que yo de pronto volviese a sentir la misma sangre de los Aranda recorriendo mi cuerpo otra vez. Porque él podía lograrlo todo. Él era Dios, y era mi padre.
2 comentarios :
Hola Teresa!!
Me gusta mucho este cuento. La forma como juegas con la idea "mi padre es dios" y la manera con quue lo resuelves. Además, aparecen todas las emociones que pedia el ejercicio )y mira que no era nada fácil)
Un beso. Toñi
Muchas gracias Toñi. Es un cuento que salió casi solo. Además,el amor, el odio, el perdón y la venganza eran sentimientos que venían encadenados en la historia. Por una vez puedo decir que no me costó mucho hacer los deberes.
Besos.
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