Las luces se encendían y apagaban, deslumbrantes, atrayentes. Las calles eran un ir y venir de gente que hacía las últimas compras.
Risas, voces, anuncios luminosos y coloristas por doquier. Navidad, esa dulce y trágica palabra que nos acerca una vez al año a los humanos.
Tras el escaparate, la mujer reía ostentosamente, mientras miraba de forma inocente los anuncios de la televisión. No los oía pero la belleza y dulzura de los mensajes no necesitaban sonidos. Exhibía Aurelia su boca desdentada al reír, sus broncas carcajadas no parecían tener final. Algunos la miraban, extrañados. ¿Estaría loca? Eso sería, una indigente loca en Navidad... Alguien le dio una limosna; Aurelia dio las gracias y, cogiendo el carrito que siempre llevaba con ella, empezó a caminar. El suelo estaba mojado y resbaladizo por el hielo. Estiró mecánicamente el punto de su único guante y apresuró el paso. Empezaba a nevar.
Se había puesto las mejores prendas de abrigo que encontró en los contenedores (sus tiendas de moda). Una chaqueta encima de otra y una especie de toquilla que le cubría la espalda y casi la cabeza. Tenía los hombros hundidos y unos ojos brillantes, que miraban con miedo debajo del gorro de lana. ¿Su edad? indescifrable. Protegía los pies con unas viejas y toscas botas, que rellenaba de papel de periódico por dos razones: una, para evitar la humedad, y dos, porque le estaban muy grandes.
Un perrillo asomó la cabeza y la mujer, rápidamente, lo metió para adentro del carro con la mano enguantada. Dos guardias que pasaban se pararon a mirarla. Ella pensaba en los anuncios. ¡Qué bonitos! ¡qué de colores! Cuántas cosas buenas... y ella allí, sin nada.
Esta noche iría a un cajero a dormir, se decía, estaban abiertos y al menos no se mojaba, aunque una no dejaba de llevarse sustos. Tal vez mañana, seguía pensando, Noche Buena, se acercaría al albergue; algo calentito para comer y una cama, mejor que el cajero. Luego volvería a su libertad, el albergue era una guerra...
Sacó del bolsillo unas monedas y contó. ¡Vaya, si podía tomar un café! Estaba al lado de la cafetería por la que pasaba siempre y nunca se atrevió a entrar, pero era Navidad, la gente es más buena y comprensiva estos días, se dijo.
Se acercó a la barra. La camarera la revisó de arriba abajo, había desconfianza en su mirada. Aurelia puso el dinero en el mostrador.
_Quiero un café muy caliente _dijo con timidez.
La muchacha volvió a mirarla de la misma forma.
_Se lo toma rápido y se marcha _le advirtió.
Al sentir el calor y el olorcillo a café, el perro asomó la cabeza. La muchacha se escandalizó.
_¿Cómo se le ocurre? ¡Aquí no se permiten perros! Ya me parecía a mí que… ¡FUERA!
Aunque asustada, no pudo Aurelia dejar de mirar a la señora de al lado que, bien vestida, tomaba su café mientras acariciaba a un perrito que descansaba en su falda. Estaba guapo con ese lazo rojo, pensó Aurelia, tragando el suyo a punto de abrasarse la garganta, en cuanto pudiera, le iba a poner uno a su perro. Y cogiendo el carrito salió corriendo de allí.
¡Malditos señoritingos! _dijo entre dientes, empujando hacia dentro la cabeza del animal con la mano libre.
Marchó a la Plaza Mayor. Allí, en el banco de siempre, esperaría a que el reloj del ayuntamiento diera las doce. Podría dormir en él, pero descarta la idea: hace demasiado frío y seguramente le pasaría como a Luis, su amigo, que se quedó congelado, ahora hace un año. ¡Pobre Luis, ya no verá más las luces de colores!
Gime el perrillo, Aurelia lo coge en sus brazos con cariño, es su mejor amigo. Los dos tienen hambre; rebusca la mujer en el carro y saca un trozo de carne seca, una barra de pan, dos tomates y una manzana; dispone cena para dos. La gente mira al pasar... No, Aurelia no está contenta con esta vida, ¿quién iba a estarlo? Desea un trabajo digno para vivir, pero todos le dan de lado. Ni iglesia, ni gobierno quieren saber nada, mucho hablar y hablar… ¿Los amigos? En estos casos no existen. Pero sigue en la brecha, como puede. También ella tuvo una vida diferente. Pero cambió, dio una de sus vueltas y la dejó aquí. Y aquí estaba, compartiendo pan y tomate con su perro. Otros comerían turrón y pavo.
Da la carne seca al animal y, con hambre, le entra al pan y al tomate. Después de la cena se queda mirando al cielo, la manzana en la mano y el perrillo durmiendo en su regazo. Brillan las estrellas y luce la plaza sus mejores galas, bajo los ramilletes de luces de colores. El reloj da las doce. La plaza se ha quedado desierta, de los balcones cuelgan guirnaldas navideñas. Estarían tan calentitos en casa… Arrecia el frío, es la hora de buscar un cajero. Y se duerme, con los ojos llenitos de cielo, apenas unos minutos. El cansancio la ha vencido, justo el tiempo de quedarse helada. Un brusco traqueteo en el hombro la despierta. Tiene mucho frío.
_¡Venga, no puede quedarse aquí! _oye como de lejos. Es el municipal de guardia.
Las piernas acolchadas se niegan a sostenerla, se coloca el guante, agarra el asa del destartalado carro y marcha rumbo al cajero, mientras grita: ¡MALDITA NAVIDAD Y MALDITAS LUCES DE COLORES!
8 comentarios :
:)
No me extraña que te lo hayan premiado Alicia. Felicidades. Un beso. Pepi.
Un beso y enhorabuena.
Toñi
Enhorabuena un besete. Pablo.
Gracias, muy amables. Un beso.
Alicia.
Alicia mi más sincera enhorabuena, creo que por desgracia hay muchas Aurelias /os ahí afuera, incluso en Navidad...
Besos
Cristina
Enhorabuena por el premio. Como siempre, un relato cargado de emociones, muy humano y tan real que hace que algo se remueva dentro.
Un beso.
Por cierto, la del comentario anterior era yo.
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