DOLCE VITA
Por Toñi Sánchez Verdejo
El sonido insistente de un timbre me despierta. La primera impresión es de extrañeza; estoy acostada en una cama que no reconozco como mía. En la penumbra tanteo el espacio buscando el interruptor de alguna lámpara; lo encuentro. La luz ilumina una habitación de hotel. A mi lado un hombre duerme aovillado hacia el otro lado. Lo que suena es un teléfono heraldo de color gris. Lo descuelgo y alguien me dice con voz cantarina:
- Bon giorno, signora. Sone le sette.
- Bene, grazie –contesto, y tras escuchar el consabido « Prego », dejo caer el auricular sobre su base.
Siento el malestar típico de la resaca; me incorporo despacio, me estoy mareando; trato de tranquilizarme masajeándome las sienes. Este hombre que duerme conmigo no es mi marido; no sé nada de él, aunque mis labios guardan un nombre que he estado repitiendo, como un mantra, toda la noche:
- Marcello.
Lo pronuncio en voz baja y vuelvo la cabeza para contemplarlo. Está desnudo (yo también) y tiene un cuerpo joven y musculoso. Lo que veo no me disgusta, el pelo negro y largo revuelto sobre la cabecera; la piel bronceada y sobre el hombro derecho un tatuaje que, de eso estoy segura, he besado varias veces antes de dormirme. Poco a poco voy recordando que, antes de haber sido despertada de forma tan brusca, estaba abrazada a él, sintiendo su olor a colonia cara y el rumor de su respiración cerca de mi oído. Lo toco con timidez y se remueve perezosamente, así que me vuelvo a meter entre las sábanas, innecesarias porque es verano, suficientes para cubrir nuestros cuerpos desnudos. Me acuesto hacia el lado contrario a él intentando calmarme, pues mi corazón late tan deprisa que temo despertarle.
La habitación es espaciosa, está decorada con elegancia y huele a madera recién barnizada. Veo un boureau de color caoba con una silla tapizada en seda donde se mezclan nuestras ropas. Un complicado cortinaje en tonos azules, que parece el telón de un teatro, oculta la claridad del amanecer.
Hago ademán de levantarme para mirar por la ventana, pero en ese momento Marcello se da la vuelta y me abraza, haciéndome cosquillas en el cuello. Y sigue haciéndome cosquillas más abajo, más, recorriendo mi cuerpo con estudiada lentitud. Me dejo llevar por el momento y me inunda un sopor dulce en el que sólo importa su calor y la suavidad de su piel.
- Marcello. Marcello...
- ¿Quién coño es Marcello?
Abro los ojos sobresaltada. Manolo, mi marido, ha encendido la luz de su mesita. Por el tono de su voz sé que está enfadado otra vez. Veo sus ojeras y sus ojos enrojecidos, su espesa barba donde destaca el color blanco. Le tiembla el labio inferior mientras espera que le responda.
- Anda, déjame tranquila y apaga la luz. Estaba soñando...
- ¡Siempre igual! Me tienes muy mosqueado con el dichoso Marcello.
Refunfuñando apaga la luz. Me doy la vuelta contra él, tratando de no rozar absolutamente ningún punto de su cuerpo, pegajoso por el sudor. Y sigo recreándome en mis recuerdos.
Hace cinco años. Roma. Hotel Internazionale. A un paseo de la Fontana de Trevi, donde tiré una moneda para volver otra vez. Y siempre vuelvo a Roma. Fue un viaje inolvidable; una de esas ocasiones en las que una encuentra una oferta en internet y no quiere dejarla escapar. Manolo, siempre tan reacio a hacer cosas nuevas, no quiso venirse conmigo, pero al final me decidí a ir sin él, con un grupo de amigas. Conocí a Marcello en la cafetería del hotel. Él estaba solo, yo también. Congeniamos, bebimos juntos. Me dijo que era hermosa y le dejé que me acompañara a mi habitación. Sólo fue una noche que no ha trascendido nada en mi estabilidad matrimonial, pero ... qué bien besaba. Qué bien se movía bajo las sábanas.
Siempre vuelvo a Roma. Porque con Marcello, en aquella habitación tan lujosa, probé una noche el sabor del pecado y de la “dolce vita”.
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