Al final, el hombre del tiempo tenía razón. Una gran tormenta se había adueñado de la noche y los relámpagos agrietaban el plomizo cielo que dominaba el valle. En la vieja casa de campo el interior parecía un velatorio oscuro y silencioso. Las velas iluminaban con una tímida luz el pequeño comedor. De vez en cuando, un resplandor blanquecino procedente del exterior clareaba, como en una película de cine mudo, las caras de la pareja de ancianos que en esos momentos cenaba un par de bocadillos. No les fue posible preparar nada más, sin electricidad y sin haber tenido la oportunidad de ir al pueblo a comprar comida, la despensa estaba medio vacía.
La mujer, pensativa, pellizcaba el pan medio duro y se introducía sin apenas hambre el trozo en la boca. El hombre la miraba sin pestañear.
- No comes nada – le dijo
- No tengo ganas de comer. Estoy cansada de esta tormenta. El valle se está inundando y no vamos a poder salir en días – le contestó la mujer sin levantar los ojos de su escasa cena.
- Bueno, ya saldremos de esta. No es la primera vez que se inunda el valle por unas lluvias así. Deberías saberlo.
Un violento trueno retumbó como un proyectil lanzado por algún avión enemigo. La lluvia empezó a caer con brusquedad sobre la destartalada casa golpeando las ventanas, las paredes y el tejado como si miles de martillos intentaran derruirla.
- Nos tendríamos que haber ido a casa de la niña cuando oímos en la radio la noticia de la llegada del temporal - comentó la mujer mientras jugaba con unas migas de pan que habían caído encima de la mesa.
- ¿A casa de la niña? Pero tú eres tonta, mujer. Si tu yerno no nos puede ni ver. ¿O es que no lo conoces? – añadió el anciano, y con un gesto demasiado habitual en él bebió un sorbo de su tercer vaso de vino.
- No exageres, hombre. A la niña le hubiera gustado vernos. Hace más de tres meses que no puede venir por aquí. Y sabes perfectamente que me aterran estas tormentas. Nos quedamos aislados y si nos pasa algo nadie se entera.
- ¿Cómo que no puede venir? A veces, creo que no tienes nada en esa cabeza. Di mejor que no quiere venir. Piensan que estamos muy viejos. Para ellos sólo somos un estorbo ¿aún no te has enterado? Dentro de nada nos meterán en una residencia, y si no, ya lo verás. Además, si nos pasa algo, qué más da. Tarde o temprano nos tendremos que morir, ¿no? – dijo el hombre con una turbadora media sonrisa.
- No digas esas cosas, que no me hacen gracia. Y la niña sabe muy bien que a mí nadie me va a encerrar nunca en una residencia de esas como si fuera un trasto inútil. Faltaría más.
La mujer dejó el bocadillo en la mesa y miró a su marido. En la penumbra, el hombre parecía extraño a sus ojos. Su aspecto le produjo un escalofrío. Siempre había sido rudo y de malas maneras, aunque reconocía que ya no le pegaba tan a menudo como antes. Desde la boda, ella nunca dejó de sentir en el estómago esa sensación de vacío que produce el miedo, como si en algún momento pudiera salir una bestia del interior de su marido. Él era así, una persona malhumorada y violenta, que sólo era capaz de transmitir desconfianza y antipatía a la gente.
- Vaya, se ha apagado la vela del aparador – murmuró la anciana.
- Deja, ya voy yo – dijo el hombre.
Éste empujó la silla pesadamente hacia atrás y se levantó. Cogió la vela de encima de la mesa que habían introducido en una botella de Coca-cola, y arrastrando los pies fue hacia el aparador para encender la otra. En ese momento la mujer quedó a oscuras. Sintió pánico. A pesar de los años que llevaba en ese lugar tan apartado, no podía evitar un gran temor cuando se desataban esas tormentas tan fuertes que la obligaban a quedar varios días a solas con su marido. Parecía que los infiernos se apoderaban del valle y de la casa. Quizás la idea de una residencia no fuera tan mala.
- ¿Puedes o no? – preguntó mirando la sombra en la que se había convertido su marido.
No hubo respuesta.
Definitivamente diría a la niña que solicitara una de esas residencias. Allí siempre tendría a alguien cerca.
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