Después de convencerse de que no hay nada que hacer, ha dejado de maldecir. Lo observo sin hacer ningún comentario; ya lo he visto así otras veces, demasiadas, aunque el hecho que provoca esta crisis está justificado: la tormenta ha paralizado la ciudad. La policía recomienda que la gente permanezca en sus casas, además de que nada funciona correctamente: no hay electricidad, han cortado el suministro de agua y las calles se han vuelto intransitables.
Yo estoy tranquila. Me imagino que el agua anega la ciudad y las calles se convierten en canales navegables, como los de Venecia; esto me pone de buen humor y sonrío. Sebastián repara en mi gesto y me dice con tono agrio:
- ¿Es que eres tonta? ¿La ciudad es un caos y tú te ríes?
Sin hacerle caso huyo a la cocina. Sigo imaginándome que estoy en otra parte mientras busco entre las latas de conserva algo con qué preparar la cena. He encendido algunas velas, pues está cayendo la tarde y la oscuridad empieza a desdibujar los contornos. Cuando acabo me pregunto qué estará haciendo Sebastián y salgo al salón para encontrarlo sentado en el sofá con la mirada perdida. Hay algo extraño: ah, sí. La televisión está apagada. Sin decir una palabra, para evitar problemas, saco el mantel de hule y preparo la mesa. Cuando acabo, le aviso a Sebastián con voz neutra y nos sentamos, uno frente a otro, a la mesa iluminada por un par de velas.
Cualquiera que nos vea pensará que es una cena romántica. Nada más lejos de la realidad. Después de treinta años de convivencia, Sebastián y yo estamos cansados; a pesar de ello, parecemos un matrimonio estable. Sobre todo porque hemos acordado, de forma tácita, vivir sin tocarnos las narices. Yo voy por mi lado y él por el suyo; dormimos en camas separadas y ninguno interfiere en la vida del otro. Me han dicho que tiene a alguien, pero nunca he querido saber nada. Yo, por mi parte, me hice amiga de Ansiolit y de Orfidal y gracias a ellos vivo más tranquila. Vamos juntos a los acontecimientos sociales y familiares donde no tenemos más remedio que figurar y parece que “hacemos una buena pareja” a la miope vista de los demás... es mejor así, más cómodo y mi vida, de todos modos, ya está en su recta final.
Sin embargo, esta noche, ante una cena fría compartida con él a la luz de las velas, siento nostalgia y ... no sé qué sensación de haber sido estafada. Y lo miro y me siento incómoda al no encontrar nada que decirle.
- Tenía que haberte hecho caso cuando me dijiste que era mejor poner el gas. Así ahora habríamos cenado algo caliente –le digo, por decir algo.
- Qué más da.- me contesta con amargura, mientras concentra toda su atención en pinchar una aceituna con la punta del cuchillo. Pero la aceituna se resbala cada vez que él la pincha y el cuchillo da en el plato haciendo un ruido estridente.
- No hagas eso, por favor. Me estás poniendo nerviosa...
Sebastián me mira con fastidio. Suspira, deja caer el cuchillo sobre la mesa y coge finalmente la aceituna con la mano. Hay en él una expresión de aburrimiento tan poco disimulado que me dan ganas de irme a otra habitación.
Seguimos comiendo en silencio. Sólo se oye la lluvia caer desmesuradamente y algunas veces rayos que me asustan, pero intento disimular la tensión. A pesar del esfuerzo, la presión en mi pecho se hace más y más fuerte.
- ¿Crees que estamos seguros? Tengo miedo... No para de llover y ...
Las lágrimas, tantas veces reprimidas, empiezan a salir de mis ojos, tan torrencialmente como la lluvia. Lloro desconsoladamente y él me mira, incómodo. Por fin reacciona: se levanta y pone su mano sobre mi hombro. Con torpeza hace que me levante de la silla y me conduce al sofá. Me arropa con una manta, intenta consolarme diciendo: “No pasa nada, ya verás como no...” pero hace tanto tiempo que no me toca que el contacto de sus manos sobre mi espalda me hace llorar con más fuerza. Se ha desatado una tormenta en mi interior.
Finalmente va a la cocina y trae dos vasos. Vierte sobre ellos un líquido y me da a beber. Esperaba que fuera agua, pero mis labios se queman al contacto con el alcohol. Bebo dócilmente. Él también bebe. Me limpio la cara con la manta. Después de algunos tragos me dice:
- ¿Estás mejor?
- Sí, gracias. – Mi voz suena rara, un poco gangosa por la mucosidad del llanto. Me paso las manos por la cara y echo otro trago de coñac.- Esto es un buen reconstituyente.
Bebemos sentados en el sofá. Le miro de reojo: mi marido. Era guapo cuando era joven. Siempre de buen humor, tan simpático.
- Tú no solías ser tan llorona –me dice, como si me hubiera leído el pensamiento.- Hacía falta que cayera el diluvio universal para verte perder los estribos.
Trato de sonreir. No sé qué contestarle. Sólo puedo tragar a grandes sorbos el coñac. Pronto se acaba la botella. Buscamos otra.
- No está mal este sustituto de la televisión – comenta, buscando mi complicidad. No la encuentra.
Porque ni siquiera esto desata mi lengua. Se me han podrido las buenas palabras hace mucho, mucho tiempo. Siento que la cabeza me da vueltas; inconscientemente busco el hueco de su hombro, aquel lugar donde yo solía refugiarme en el pasado, pero ha hecho un gesto de rechazo tal que he huido, como catapultada, al rincón más alejado de él en el sofá. Arrebujada en la manta, lo observo con rencor preguntándome, una vez más, quién es este hombre con el que vivo.
- ¿Cuándo acabará esto? –pregunta, después de un largo silencio. Yo no le contesto, no sé a qué se refiere, si a la tormenta, a la incomodidad de la situación o a nuestro matrimonio. Estoy haciendo la cuenta de los años que nos quedan y qué voy hacer con tanto tiempo inútil.
Un relámpago me saca de mis pensamientos. Me doy cuenta de que estoy a oscuras en la habitación vacía. Sólo una vela chisporrotea sobre la mesa, a punto de apagarse.
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