martes, 11 de diciembre de 2007

La Fuga (Miguel Angel)


Antes de que la televisión diera un chispazo, yéndose a tomar por culo la imagen y todo el sistema eléctrico, el presentador del telediario de la primera conminaba con vehemencia a que se sellaran puertas y ventanas de manera urgente. “Es la única medida para protegerse de la nube tóxica”, aseguró.
Una nave con productos químicos había reventado en las afueras de Madrid, y con ella medio polígono industrial del que formaba parte. De lo del apagón nada habían dicho en las noticias, así que supuse que aquel progresivo desastre también habría alcanzado la central eléctrica que abastece mi zona. Con el adosado cerrado a cal y canto, sin luz, y mi mujer de compañía como mal menor, el panorama era dantesco, no hacía falta que me lo advirtiera Lorenzo Milá. Por lo menos tenía a los niños de acampada en Somosierra y no jodiendo la marrana, como siempre. Aunque no me salió de balde, porque con lo que me costaba la inscripción, ya podían tener montadas las tiendas en el puto Meliá Castilla.
“Josefa, ¿dónde cojones están las velas?”, grité mientras rebuscaba a tientas en uno de los cajones del aparador del salón. “En esta casa siempre estamos igual, me cago en la hostia, cuando uno necesita algo nunca lo encuentra”. “Tranquilo, Mariano. Ya las saco yo”, respondió ella desde la cocina.
Veinte minutos después de producirse el apagón, el gélido aire del invierno madrileño se había mudado dentro del adosado. Nuestra calefacción es eléctrica, como nuestra vitrocerámica, nuestra caldera y nuestra televisión. ¡Joder!, no me importaba lo más mínimo morirme de frío; ni comerme una lata de sardinas; y mucho menos masajearme los cojones con los chorros del yacusi; pero, por el amor de Dios, sólo pedía una cosa: que funcionara la puta televisión.
“Mariano, ¿se puede saber qué estás haciendo?”, dijo mi mujer viéndome manipular el mando del televisor. “¡Qué voy a hacer!”, contesté yo. “¡El gilipollas! ¡Eso es lo que estoy haciendo, el gilipollas! Manejando el mando a distancia como si fuera la espada láser de Luke Skye Walker, intenté desafiar a la compañía eléctrica y al sentido común buscando irradiar energía a aquel cadáver de cuarenta y dos pulgadas y pantalla de plasma. “Así no vas a conseguir nada, ¿es qué no te das cuenta?”, prosiguió ella. “Claro que me doy cuenta. Eso es lo malo, que me doy jodida cuenta de que ya ha empezado la segunda parte del partido de Champions”, protesté estrellando el mando contra la pared. Mi mujer me miró como si nada hubiera pasado y dijo: “Mariano, mírale el lado bueno: ahora podemos dedicarnos ese tiempo que siempre nos falta. ¡Venga, anímate! Vamos abajo, que te he preparado una cena de lo más romántico”. Aquella noche, mientras descendíamos las escaleras que conducen a la bodeguilla, yo destilaba toneladas de romanticismo, por los cojones.
Aunque me sepa mal, debo reconocer que mi mujer siempre ha sido muy detallista. A la mesa no le faltaba nada: las imprescindibles velas, las copas de cristal de Murano, el mejor vino de mi coqueta colección, la vajilla de loza y en medio de todo aquel despliegue, una fuente con un kilo de la cosa que más me gusta de este mundo: langostinos del Mar Menor.
Al estar en un sótano, la temperatura, comparada con la del resto del adosado, era casi acogedora. Me quité el anorak que me había comprado para ir a Baqueira y, entonces, escuché de fondo la voz de Rafael Farina. Al final, la noche no iba a ser tan catastrófica como preveía. Josefa había estado en todo, rescatando, de no se sabía dónde, un par de pilas con las que darle brío al rey de la copla en un compacto. “Cariño”, le dije. “Todo esto es perfecto, y si hubiera un poco de mayonesa para los langostinos ya sería sublime”. “Ahora mismo subo a por el bote”, anunció ella complaciente.
La idea me vino de pronto, al descabezar el primer crustáceo. Me levanté, cerré la puerta de la bodega pasándole el cerrojo y volví a mi asiento para retomar la cabeza que me había dejado pendiente. En eso, regresó mi mujer: “Mariano, abre la puerta”. No contesté, estaba demasiado ocupado sorbiéndole la sustancia al langostino. “Mariano, no seas tonto y abre la puerta”. Le quité la cáscara y me lo metí entero en la boca. “Mariano, no me hacen ninguna gracia estas bromas tuyas”, insistió ella. Mastiqué con parsimonia, deleitándome en cada dentellada. “¡Mariano, abre la puta puerta! Tragué y alargué la mano para hacerme con otro ejemplar. “¡Mariano, cabronazo, me cago en todos tus muertos!”, gritó Josefa al borde del histerismo. Menuda boca tiene la hija de puta, pensé. Me limpié la comisura de los labios con una servilleta de papel y me dije: “La gilipollas ésta todavía no sabe que los langostinos no se comen con mayonesa. Les mata el sabor.”

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