El señor Salmerón me despidió en vísperas de Nochebuena. Llevaba trabajando para él algo más de un año, y aquella mañana cuando acudí como cada día a la asesoría nada me hacía sospechar que sería la última. La carta de despido me la entregó Rodrigo, el jefe de personal, con cara de circunstancias. Me dijo que sentía mucho tener que despedirme, especialmente en estas fechas, pero que las órdenes habían venido directamente de arriba y que él no podía hacer nada. Junto a la carta de despido la última nómina, y como paga extraordinaria un exiguo finiquito que no daría ni para comprar una lata de uvas peladas y sin pepitas, como me gustan a mí. Estaba aturdido, tanto que ni se me pasó por la cabeza montar un escándalo; así que dignamente, al menos en apariencia, fui a mi despacho, recogí mis enseres personales (calendario, un portalápices, un cenicero de bolsillo), los metí en una caja de cartón que gentilmente alguien había puesto a mi alcance y me marché. Ni siquiera llegué a gritar desde la puerta ¡esto no va a quedar así! Quizá por eso, por no haberla expulsado a tiempo, la frase se quedó mordiéndome por dentro.
En cuanto a los motivos que el viejo había tenido para despedirme, los sospechaba. Alguna que otra mañana se me habían pegado las sábanas, era cierto, tan cierto como que era del dominio público mi costumbre de fumarme un cigarrillo de vez en cuando en los lavabos; y otra cosa no, pero el decreto antitabaco el viejo la había recibido con el mismo compromiso que Moisés las tablas de la Ley. Aún así, y reconociendo mis deslices, despedir a alguien en Navidad seguía pareciéndome inhumano. ¿No podía haber esperado el viejo hasta enero y dejarme caer por la cuesta por propia inercia? El viejo era un miserable y un rastrero. Pero “esto no va a quedar así. Yo le amargo las Pascuas como el me ha amargado las mías”. Hubiese estado bien que al señor Salmerón, como en un cuento de Dikens, se le hubiesen aparecido los tres espíritus de la navidad, mostrándole mi pasado, presente y futuro, a cual más amargo, pero yo a esas alturas ya no creía en la magia, así que quise aportar mi granito de arena y le pedí al fantasma de mi primo Gustavo que él mismo se encargara de visitarle para recordarle que el Espíritu Navideño era una cosa muy seria.
Entre en un bar de la plaza Mayor. Las vidrieras y el mostrador estaban adornados con guirnaldas, bolas, Papas Noeles colgantes y toda clase de horteradas mil. A mi alrededor se respiraba ya un ambiente empalagoso y eso que no eran siquiera las once de la mañana. Pedí un café y una copa de ponche y me acodé en la barra observando a la gente. La mayoría iban con paquetes, hablaban de las vacaciones, de lo que iban a ponerse esa noche; muchos de ellos se quejaban de lo que esperaba y hubiese sido creíble si no les hubiese delatado el brillo torpe en los ojillos. ¿Y yo? Yo también tenía cena familiar, y normalmente solía sobrellevarla con más o menos moral, pero ese día se me había cortado el rollo para todas las Pascuas. En cuanto al señor Salmerón, imaginaba que tendría reservada alguna cena íntima con una de esas amiguitas suyas a las que obsequiaba generosamente (a ellas sí) a cambio de compañía. No tenía familia, al menos familia que quisiera compartir mesa con él. Por miserable. Y sin embargo algo me hacía sospechar que su noche iba a ser mejor que la mía. Entonces fue cuando acabé de calentarme y llamé a Gustavo. Hacía años que no nos veíamos. Él era la oveja negra de la familia. Yo sólo la gris. Me llevaba un par de años y siempre habíamos tenido una relación cordial a pesar de que nuestros caminos discurrían por senderos distintos. Desde muy joven se había dedicado al boxeo. Ahora, con el dinero que había ganado, había abierto un bar muy cutre en la zona de Vallecas; un antro frecuentado por putas, borrachos y otra gente de mal pelaje, como diría mi madre. Después del consabido ritual de cortesía le expliqué que quería hacer un regalo navideño. Un escarmiento eficaz y poco espiritual. Me dijo que él ya era un hombre de negocios y no se dedicaba a asuntos menores, pero que conocía a gente discreta dispuesta a hacerlo por lo que costaba un cotillón. Le di la dirección de la casa del señor Salmerón, una descripción bastante detallada de él y de su coche y la hora a la que aproximadamente podrían abordarle en el garaje de su casa. Lo demás lo dejé todo en sus manos. Después pasé brevemente por casa y preparé un equipaje ligero para viajar hasta el pueblo de la sierra donde viven mis padres.
La cena de Navidad transcurrió con pocas variaciones respecto a la del año anterior, y a la del otro. Lo único que variaba era la cantidad de criaturas que mis hermanos iban aportado a la familia: más ruido y menos espacio. Por lo demás cada Navidad era una estampa que nunca hubiese podido ser de ese elegante color sepia con el que se maquilla los recuerdos. Todo igual que siempre si no hubiese sonado mi móvil poco antes de medianoche. El primo Gustavo desde el otro lado me informó de que el trabajo ya había sido llevado a cabo limpiamente, con la única salvedad de que al ejecutante se le había ido un poquito la mano y había dejado al viejo muerto en el suelo del aparcamiento. Eso sí, para guardar las formas había tenido la discreción de robarle la cartera. Cuando colgué el teléfono me sentí mareado. Los efectos del alcohol se habían multiplicado por mil. Había dejado de escuchar el alboroto, las canciones del programa de varietés que ponían en la tele. La venganza se me había escapado de las manos. Yo tan sólo quería darle un escarmiento; me hubiese contentado con que ese año se quedase sin probar el turrón duro, pero ahora el señor Salmerón estaba muerto… ¡Muerto…! ¿Y qué?, me replicó el otro lado de la conciencia ¿A quién va a importarle? Después de todo era un miserable, un cerdo y no merecía disfrutar de la fiesta de las almas puras.
Para no levantar sospechas volví a incorporarme a la reunión familiar y la fiesta siguió dentro de sus cauces hasta que poco a poco mis hermanos se fueron marchando y yo me acosté en la que antes era mi habitación juvenil. Eran las tres de la mañana. Caí en un sueño pesado y plácido hasta que me despertaron las campanadas de una iglesia cercana dando las horas. Un, dos, tres, cuatro… inconscientemente conté los tilines hasta el número siete. Imposible pensé, tenía la sensación de haberme acostado hacía sólo un momento. Probé a darme la vuelta en la cama para seguir durmiendo pero entonces sentí como alguien con violencia apartaba las cortinas de la ventana y me retiraba de encima la ropa de la cama. Abrí los ojos. Mentiría si no dijera que casi me muero allí mismo al distinguir en la penumbra la cara del señor Salmerón. Estaba distinto, con los morros hinchados, las gafas torcidas y un halo sobrenatural e inquietante, pero sin duda era él.
“¡Arriba, gandul! Te aseguro que a partir de ahora no vas a dormirte ningún día” Intenté ignorarlo. Pensé que eran alucinaciones sufridas por la cena copiosa, por el alcohol. Quise volver a cubrirme con las mantas, pero el señor Salmerón con una fuerza descomunal me sacó de la cama. “¡Arriba, he dicho! Ha llegado la hora de que te muestre tu futuro”. Y sin saber cómo, fui sacado casi desnudo de mi cuarto, y sobrevolamos el pueblo y luego la ciudad hasta que divisamos un complejo de edificios siniestros que identifiqué como un penal. Entonces comprendí. Me puse a implorarle al fantasma de Don Salmerón piedad, conmiseración en nombre de la Navidad. Él contestó que mi condena era de siete años y un día, pero que quizá pudiera conmutarla por otra no menos oscura. Así seguimos planeando sobre la ciudad hasta llegar a un sitio que me era bastante más familiar. La oficina del paro estaba llena de personas o espectros, no sé. La cola infinita salía de la oficina y rodeaba el edificio varias veces. Mi cuerpo ingrávido hasta entonces retomó toda su pesadez al ocupar el último lugar en la cola. Lo peor de todo es que ni siquiera pude encender un pitillo. No sé si he dicho que el señor Salmerón odia el tabaco.
Teresa Sandoval
1 comentario :
Hola Teresa. Me ha gustado mucho tu relato. Genial. Tu forma de escribir las historias me gusta mucho. ¡Que Navidad la del Señor Salmerón, ¿no?! (jaja). Un beso.
José Antonio
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