La noche chorreaba pavesas de aguanieve deseosas de cuajar en el asfalto brillante. Corría una ventisca hiriente de esa que te rasca por dentro haciéndote tiritar hasta el pensamiento. Los labios me azuleaban hacia un rato, manchando el rojo intenso del carmín con que me había dibujado la boca. Pero en aquel instante glorioso, pertrechada tras mi Versace palabra de honor, hubiera desafiado al propio Eolo si se hubiera acercado por allí, con tal de exibir el gorgojeo dichoso que me bullía por el envés de la piel.
Era mi momento, manido de tanto ansiarlo y estaba dispuesta a tragármelo entero. Todo estaba controlado, todo perfecto, agarrada del brazo de roca del gallardo escolta que me había procurado, pisaba con tal aire la mullida alfombra, que casi podía oír renegar las tapas de las sandalias, con que desafiaba mi equilibrio y el futuro de los juanetes que luchaban como locos por respirar apretujados bajo las finísimas tiras plateadas. Justo es aclarar que a buen seguro el hermoso Adonis que a cada poco me sonreía arrebatado. Se alimentaba para sus adentros con la jugosa exclusiva que nuestra velada le reportaría y con un poco de suerte hasta un garbeo por alguna pasarela de moda. Yo solía comparar a aquellos efebos efímeros con el vestido exclusivo que armada de paciencia había logrado calzarme, arrellenando las carnes un tanto colganderas ya, bajo el amparo del sujetador push-up, sucedáneo casero de las más aprensivas al bisturí. Ambos eran mozo y atuendo oropeles que con la edad y la fama me daba la real gana permitirme y más en fastos como aquellos, donde la medalla que aguardaba a prenderse en mi escote a punto de desbordarse tan solo se otorgaba a escogidos nombres del panorama literario. Aún no sé si por meritos o por pesadez pero aquella era mi noche.
Los flashes dibujaban círculos amarillos en mis ojos cuando entramos en el teatro. Pero yo los mantenía tan abiertos como los parpados me permitían. Quería grabarlo todo, en la retina, en la memoria, tatuarme el subidón en el ego para cuando llegasen las vacas flacas.
No describiré los pensamientos que me rodeaban, los recovecos cristalinos de la regia araña del techo, las zalamerías que colgaban de los parabienes que escuchaba a mi paso. Ni siquiera las palabras que el engolado presentador repetía por lo bajo para después regalarme los oídos, porque toda yo sorteando el gentío, buscaba el galardón más preciado , aquello con lo que me alimentaria cada vez que las musas desertasen de mi mesa, (aunque a esas alturas ya nos habíamos acostumbrado unas con otra y no solíamos alzarnos la voz). Pero allí estaba mi meta, la mueca cabreada de aquellos que alguna vez osaron aguijonearme la ilusión. Los buenos, los legales no me afectaban, ya digeriría su erudición al día siguiente, pero a los cizañeros se la tenía jurada.
No tardé en toparme con uno de los rostros malcarados y sin pudor alguno le paseé la mezcla de vanidad, orgullo, satisfacción y mala uva que llevaba en el bolso desde que recibí la noticia de mi premio. Y para rematar el asunto, le planté un impúdico morreo a mi descolocado acompañante en cuanto que la condecoración se acomodó en el borde de mi atavío, con lo que convertí al chismoso en pariente de Lot, estatua de sal para más señas, no cabía duda de que continuaría poniéndome de vuelta y media en mi próximo escrito, pero yo me relamería de gusto después de aquel instante, muchos más años de los que me quedaban a este lado de la vida.
El rasras de la lengua rasposa de mi gato deslizándose sobre las hojas en blanco que me miraban desde el escritorio, me devolvió al ahora. Otra vez la imaginación se me había tornado respondona y me regalaba con situaciones disparatadas, sueños de día, bufonadas que caminaban entre lo grotesco y lo pastoril cuando las imágenes que intentaba plasmar no cuadraban con mi intención ¡qué me había quedado traspuesta vaya! Instintivamente me llevé la mano al pecho. Por supuesto la medalla se había esfumado sujetándose al Versace que si acaso colgaría del armario del bigardo del ensueño si es que llegaba a tentarle alguna vez el travestismo. Pero eso si un regusto pícaro me corría por los labios satisfechos aún, algo bueno tenía que tener aquel ir y venir desbocado de inspiración, así que decidí unirme a él. Miré al minino que continuaba con su húmeda labor sobre el folio virgen, a un gesto mío se apalancó sobre mis rodillas renqueantes bajo sus sobrados 8 kg. Y me ofreció la cabeza para la matinal sesión de caricias, aquello si que era sabroso de verdad. Decidido estaba pues, escribiría sus memorias: Diario de Nito, obras y andanzas de un felino blanco-rubio común europeo. Si lo acababa con tiempo lo mandaría al Planeta. ¿por qué no?. Cosas más raras se han visto.
Era mi momento, manido de tanto ansiarlo y estaba dispuesta a tragármelo entero. Todo estaba controlado, todo perfecto, agarrada del brazo de roca del gallardo escolta que me había procurado, pisaba con tal aire la mullida alfombra, que casi podía oír renegar las tapas de las sandalias, con que desafiaba mi equilibrio y el futuro de los juanetes que luchaban como locos por respirar apretujados bajo las finísimas tiras plateadas. Justo es aclarar que a buen seguro el hermoso Adonis que a cada poco me sonreía arrebatado. Se alimentaba para sus adentros con la jugosa exclusiva que nuestra velada le reportaría y con un poco de suerte hasta un garbeo por alguna pasarela de moda. Yo solía comparar a aquellos efebos efímeros con el vestido exclusivo que armada de paciencia había logrado calzarme, arrellenando las carnes un tanto colganderas ya, bajo el amparo del sujetador push-up, sucedáneo casero de las más aprensivas al bisturí. Ambos eran mozo y atuendo oropeles que con la edad y la fama me daba la real gana permitirme y más en fastos como aquellos, donde la medalla que aguardaba a prenderse en mi escote a punto de desbordarse tan solo se otorgaba a escogidos nombres del panorama literario. Aún no sé si por meritos o por pesadez pero aquella era mi noche.
Los flashes dibujaban círculos amarillos en mis ojos cuando entramos en el teatro. Pero yo los mantenía tan abiertos como los parpados me permitían. Quería grabarlo todo, en la retina, en la memoria, tatuarme el subidón en el ego para cuando llegasen las vacas flacas.
No describiré los pensamientos que me rodeaban, los recovecos cristalinos de la regia araña del techo, las zalamerías que colgaban de los parabienes que escuchaba a mi paso. Ni siquiera las palabras que el engolado presentador repetía por lo bajo para después regalarme los oídos, porque toda yo sorteando el gentío, buscaba el galardón más preciado , aquello con lo que me alimentaria cada vez que las musas desertasen de mi mesa, (aunque a esas alturas ya nos habíamos acostumbrado unas con otra y no solíamos alzarnos la voz). Pero allí estaba mi meta, la mueca cabreada de aquellos que alguna vez osaron aguijonearme la ilusión. Los buenos, los legales no me afectaban, ya digeriría su erudición al día siguiente, pero a los cizañeros se la tenía jurada.
No tardé en toparme con uno de los rostros malcarados y sin pudor alguno le paseé la mezcla de vanidad, orgullo, satisfacción y mala uva que llevaba en el bolso desde que recibí la noticia de mi premio. Y para rematar el asunto, le planté un impúdico morreo a mi descolocado acompañante en cuanto que la condecoración se acomodó en el borde de mi atavío, con lo que convertí al chismoso en pariente de Lot, estatua de sal para más señas, no cabía duda de que continuaría poniéndome de vuelta y media en mi próximo escrito, pero yo me relamería de gusto después de aquel instante, muchos más años de los que me quedaban a este lado de la vida.
El rasras de la lengua rasposa de mi gato deslizándose sobre las hojas en blanco que me miraban desde el escritorio, me devolvió al ahora. Otra vez la imaginación se me había tornado respondona y me regalaba con situaciones disparatadas, sueños de día, bufonadas que caminaban entre lo grotesco y lo pastoril cuando las imágenes que intentaba plasmar no cuadraban con mi intención ¡qué me había quedado traspuesta vaya! Instintivamente me llevé la mano al pecho. Por supuesto la medalla se había esfumado sujetándose al Versace que si acaso colgaría del armario del bigardo del ensueño si es que llegaba a tentarle alguna vez el travestismo. Pero eso si un regusto pícaro me corría por los labios satisfechos aún, algo bueno tenía que tener aquel ir y venir desbocado de inspiración, así que decidí unirme a él. Miré al minino que continuaba con su húmeda labor sobre el folio virgen, a un gesto mío se apalancó sobre mis rodillas renqueantes bajo sus sobrados 8 kg. Y me ofreció la cabeza para la matinal sesión de caricias, aquello si que era sabroso de verdad. Decidido estaba pues, escribiría sus memorias: Diario de Nito, obras y andanzas de un felino blanco-rubio común europeo. Si lo acababa con tiempo lo mandaría al Planeta. ¿por qué no?. Cosas más raras se han visto.
2 comentarios :
Pepi, al paso que vamos, no te deshagas del Versace, que lo mismo lo vas a necesitar antes que nada...
Genial el relato.
Diana
Pepi:
¿Tan grande es Nito? Pues más que mi Ray U2, que pesa 6 kilos.
El lenguaje es sorprendente y el final me gusta mucho.
Un beso. Toñi
Publicar un comentario