En la última reunión contamos con la presencia de Pepi, que se incorpora a nuestro club. Después de escuchar nuestros trabajos, nos leyó su "Natalie" que me gustó muchísimo. Le he pedido permiso para colgarlo en el blog y que todos lo podamos disfrutar. Me llegó la forma en que se expresa el personaje, la niña Natalie, inocente y desvalida ante un mundo cruel y adverso. Qué pena que no se pueda reproducir el toque especial con que Pepi nos leyó su relato y que me hizo sentir a Natalie tan próxima a mí.
Una cosa más. Este relato ha recibido el Segundo Premio del I Certamen Regional Femenino de Narrativa "Ciudad de Chinchilla" 2005.
Os dejo con su cuento. Un beso para todos. Toñi.
Una cosa más. Este relato ha recibido el Segundo Premio del I Certamen Regional Femenino de Narrativa "Ciudad de Chinchilla" 2005.
Os dejo con su cuento. Un beso para todos. Toñi.
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"Natalie"
escrito por Pepi
"Me dicen que mi nombre es Natalie y asiento con la mirada cruzando el momento, acaso deberé olvidarme de aquel otro que me pusieron al sacarme de pila, el nombre de mi abuela y de su mamá. El nombre que me anclaba mis raíces como decía mi viejita con la brisa resoplando entre los dientes huidos. Me aseguran que éste cuadra más con mi cara y con mi acento, que a ellos les parece dulzón, a pesar de que yo me escucho igual que siempre. Mi otro nombre es tosco sin estilo, no es pegadizo. ¿Qué más me da a mí? Si mi madre está al otro lado del gran mar y no podría oír semejante desatino aunque afinase mucho la oreja.
El rostro oscuro opina que el nombre es tan importante en la primera impresión como el vestido que llevas puesto, con la diferencia de que el primero es para siempre y el vestido lo podemos mudar a cada rato. El rostro oscuro dice muchas cosas que yo no alcanzo a comprender. Pero ahora sé que le pertenezco, que ya no soy mía. Es como si me hubiera comprado por correo a la capital, eligiéndome junto a las otras en un gran catálogo de muchachas, donde las más lindas son las que interesan.
No lo entiendo aún, cuando allá en mi tierra le contaron a mi mamá que era la gran oportunidad para la familia, que más tarde podrían venirse acá todos ellos y viviríamos felices, atiborrados de comida hasta reventar. Yo me sentí como heroína de un cuento mágico, para que el más chico dejase de sorber de los senos cansados de mi madre que hace ya tiempo se secaron, para que la hermana Camila llevase el día del casorio ese vestido del que oyó hablar por el aparato de radio del Café de León, hasta para mi mamá habría dinero y podría ponerse los dientes de en medio, que se le cayeron hace tanto que ni me acuerdo de verla con la dentada completa y entonces roería la caña sin penas, habría tortas para todos y composturas nuevas.
Sí, yo era la heroína allá, pero ahora como que nadie me deja serlo. Soy Natalie de día y de noche. Me quitaron la falda marrón que la hermana grande guardaba igual que un tesoro y la blusa que me cosieron entre todas de un pedazo de lienzo apenas remendado. Lo llamaban los pingajos y hasta creo que se me rieron en la espalda. Me dieron “blue jeans” ajustados, cortados de la mitad del muslo para arriba, camisas que se clareaban hasta las entendederas y unos sostenes de colores que ellos llamaban “tops”, tal vez porque no servían para debajo de la ropa sino para enseñar casi todas las vergüenzas, a pesar de que yo aún no tenía muchas si me comparaba con las muchachas mayores, si que era raro el negocio.
Mi abuela siempre me amenazó con el fuego eterno, si me dejaba ver o tocar mis cosas por algún varón. Decía que era pecado de muerte si antes no te echaron la bendición, pero esta gente de ahora opinaba lo contrario y el hombre de rostro oscuro se me ponía gigante si yo le llegaba a contradecir y hasta me golpeaba para que aprendiese quién era el dueño. Otras veces se ponía más amable, me acariciaba, decía que mi piel era oscura pero sedosa y que tenía el mejor cuerpo que vio en alguien de mi edad. Yo hacía por creerle, ¿acaso no era él, mi bienhechor? El guardián que me arrancó de la miseria, el que pagaba siempre: el gran viaje, mis cosas acá…la deuda debía ser inmensa y por fuerza tenía que trabajar mucho si quería que algún día me hiciera el favor de perdonármela y dejarme ir.
Y me chocaban tantas cosas. Todo tenía un color extraño que se me agarraba a los ojos, como un tinte cansino. Allá me decían las mujeres de mi casa que sirviera bien, que limpiase con buen ojo, que tendría un bonito cuarto para dormir y un lindo uniforme para que todo el mundo supiera que yo era la que trabajaba para los señores y eso sería un orgullo muy grande para mí.
Pero al llegar como que todo se descompuso. La historia no cuadraba de veras. Yo tenía un cuarto compartido con varias extrañas de caras asustadas, supongo que como la mía. Había algunas recámaras más bonitas, todas pintadas de colores relucientes. Pero esas las debía compartir para trabajar con hombres extraños, que se comportaban como si también ellos fueran un poco mis dueños y si no quedaban complacidos, el rostro oscuro venía y la golpiza era segura.
Tampoco tenía nada que limpiar salvo esa sensación de suciedad pegajosa que se me enganchaba en las manos, en el pecho, hasta en el fondo de mis entrañas y que por más que lavase no quería salir. Hasta en la garganta se me agriaba a cada rato. Luego venía otro trago hueso, cuando nos metían en aquella furgoneta de nauseabundo olor a sentimientos quebrados y al poco de camino, nos dejaban aparcadas a cada dos o tres muchachas en una carretera con muchos árboles que sonaban de viento amenazadores.
Allá a lo lejos cuando era de atardecida se podía ver gente, seguro que preñados todos de cosas lindas como decía mi amiga Aroa (siempre fue Juliana hasta que el país le abrió los brazos).
Pero jamás se llegaron a acercar ni siquiera un poco, no sea que fuéramos a robarles esa felicidad que se les adivinaba en el gesto, claro y al no mediar palabra no llegaban a saber que éramos buena gente, extranjeras sí, pero con lo de la Madre Patria como que todo debía quedar en familia.
A mí me daba envidia imaginar los bebitos que jugaban, pero no lo reclamaba en alto no fuera a servir de risión a las demás.
Las noches de más invierno eran horribles, porque el trabajo ese si que nunca variaba: hablar melosas, dispuestas para el señor que frenase el auto, después un mal rato porque los hombres pedían cosas extrañas que a veces dolían o daban ganas de vomitar hasta dejar sana la barriga o como que se volvían violentos si no les gustaba el trabajo, pero eso jamás lo aprendimos en la escuela o en el fogón de nuestras madres.
¿Qué querían si no? Pero de que llegaba la anochecida comenzaba la tiritera, los huesos se nos calaban con una sensación seca, cortante, igual que si te desgarraran de las carnes para dentro.
Había dos chicas de piel blanquita, casi transparente que no le daban grandísima importancia al aire que se enredaba en nuestro pelo y nuestra garganta, decían que eran del este (no sé dónde quedaría ese lugar…) y que en su país el frío era mucho mayor y la nieve caía de seguido. Pero nosotras y las africanas de la vuelta de la curva lo pasábamos fatal. Luego si a alguna se nos ocurría echarnos la rebeca por lo alto, antes o después llegaba a oídos del rostro oscuro que se ponía furioso de veras. Decía que cómo iban a comprar el género si tapábamos los escaparates. A mí se me hacían odiosas las pantaletas minúsculas que llevábamos, las otras las llamaban “tangas” ya viste ni el nombre me llegaba a gustar…
Yo soñaba entonces con aquel caldo de achicoria que mi abuela hacía hervir en el fogón. Me salían sus palabras hasta por los ojos. Aquella terneza con que me cobijaba entre sus faldas enormes de mulata arrugada, a poco podía paladear el sabor tibio del brebaje y cómo que me sentía aliviada al instante. Pero un auto frenaba de nuevo y las tres o cuatro asaltábamos la ventanilla para que la voz de dentro pudiera escoger mejor.
Yo no sé si aquello era bueno o malo, en mi pueblo jamás lo vi. Solo alguna vez las viejas comadreando entre dientes decían chismes de alguna “mala mujer” pero creo que no habría de ser lo mismo, porque el rostro oscuro aseguraba que en Europa el trabajo nuestro era de lo más solicitado y que teníamos enorme suerte de haberlo conocido, porque él era legal y cuando la deuda se hubiese rebajado, nos daría los papeles y ya sería cosa nuestra seguir en el oficio o mudar de faena.
Ya ni me acuerdo como llegaba a ser de grande la obligación, porque los billetes no conseguían rozarme las manos. El decía que era mejor así, que ya avisaría cuando la fecha se acercase, que no era bueno que manejásemos plata, porque alguien de mala fe podía engañarnos y lo decía así como serio, como hombre. Pero yo le veía en los ojos burbujas mentirosas que nunca se disipaban.
Si hubiera estado aquí la Chabela, la “mujer santa” de mi pueblo, de seguro habría mirado en el fondo, bien en el fondo de sus palabras y hubiera conocido al instante si mentía o decía la verdad. ¡La vieja dichosa! Tanto miedo que nos daba cuando pasaba cerca nuestro con una retahíla de oraciones hilvanadas en la boca, que solo ella aprendió en otra vida decían.
Aunque nunca comprendí para qué quiere una persona más de una vida, si sólo tiene una cara, unos brazos, qué sé yo… para gastarlos en ella. Pero sí, si Chabela hubiera visto lo que el hombre sin rostro callaba, ¡pero yo! ¿Qué podía hacer? Esperar quizás al cumplir los catorce (sólo faltaban dos meses). Ya sería una mujer y entonces las luces de cuando chica regresasen y yo no tendría esa comezón en la boca del estómago, que me roe como un gusano hambriento cada vez que la tarde se me acaba y las sonrisas de los hombres como que me quieren amenazar.
Y a veces por el día que es cuando se duerme en este oficio, se me agolpan negras en los sueños y me duelen, me duelen de verás, ¿qué no les dará pena que sólo soy una niña?
Los niños deben soñar serenos, sí, eso si es seguro. Pero se ve que aquí ya no soy una niña. ¡ya no sé lo que soy! Lo que si me representa a cada poco es que cada vez estoy más lejos de mí misma.
Hay dos yo, uno el de allá lejos, que regresa cuando quiere a jalarme los recuerdos bonitos para llevarme con ellos y dormir de noche y arrancar las matas al lado de mi madre que se queja de la espalda, porque el bebé se le agarra a los huesos de tanto cargarlo, ponerle candelitas al santo cuando alguno se pone chueco, escuchar a las viejitas de chisme sentaditas en las puertas de sus casas, esperando para cazar la primera brisa fresca de la temporada y jalarla a los cuartos recalentados de todo el día.
Y mi abuela, ¡ay mi abuelita! Mucho más desdentada que mi mamá, con la cara como una fruta reseca y pasada, tirando de mí, riñéndome pero con ojos de que no, de que los que ya se pasaron de años, siempre tienen la culpada en la boca. Pero es solo por aparentar, por hacer respeto, dicen ellos, porque luego nunca quieren acabar el plato. Aunque los pellejos les lleguen al suelo, nos meten los restos en la boca de los niños y nos jalean para ver quien acaba antes la convidada. Ese yo sí que me gusta, pero éste de acá como que no debe ser bueno.
Las otras muchachas apenas gritan para que las dejen ir y se van, pero al cabo regresan con el rostro golpeado, tan lleno de moratones que luego apenas pueden taparlos con los polvos de la cara y como me ven chiquita, me dicen que no proteste, que haga bien mi trabajo para que nadie se le queje de mí al que no tiene rostro. Y claro, yo me acuerdo de la deuda, de los ojos grandones de los míos, que cuando el hambre llega, se hacen más hondos, igual que si quisieran llorar, pero se hubieran sorbido las lágrimas e hicieran mucha fuerza sin conseguirlo. Y eso también me duele.
Y pienso que tengo que hacerme de verdad heroína para ellos y darme mucha prisa, no se me vaya a enfermar alguno de no echarle apenas a la barriga, o morirse que eso sí que lo he visto yo, alguna vez en mi pueblo. Porque los llantos van de casa en casa como reguero de tristeza amarilla y voy y le pongo buena cara a las pantaletas y al frío de por la noche y me prometo a mí misma decir a todo que sí, para que los hombres den parabienes de mi tarea y la deuda se me haga cada vez más chica. ¡Y ya no recuerdo mi nombre de ayer, tantas veces como lo oí y ya lo olvidé!
Ahora soy Natalie, Natalie de noche, dando saltitos para espantar el frío de la carretera cuando me quiera morder. Natalie para decir que sí a los deseos negros que me buscan sin acordarse de que aún soy niña. Natalie para soñar con los ojos bien cerrados, cuando mi cuerpo deja de ser mío. Heroína por el día, ama de mis pensamientos, de la memoria hasta donde nadie llega porque la escondí bien cerquita del corazón, así las manos que me hurgan no la alcanzarán jamás. Por mucho que estrujen y rompan le haré caso a Aroa (Juliana para siempre). Ella es más grande y como que sabe más de todo. Dice que aprenda a pintar de lindo los raticos peores, que juegue en el pensamiento, que dé brincos y volteretas porque el pensar es libre y nadie me lo puede robar. ¡sí! Eso haré cuando pare el próximo auto.
Diré a todo qué bueno, pero mientras me escaparé, cruzaré el gran mar e iré a refugiarme en las manos tostadas de mi abuelita. Seguro que cuando se dé cuenta de la comezón de la barriga no me deja regresarme y aunque Natalie continúe asomada por el cristal de la ventanilla que se detuvo, yo, yo el yo mío para siempre se acomode al calor del aliento de mi vieja, que me consolará poco a poco del frío pasado."
El rostro oscuro opina que el nombre es tan importante en la primera impresión como el vestido que llevas puesto, con la diferencia de que el primero es para siempre y el vestido lo podemos mudar a cada rato. El rostro oscuro dice muchas cosas que yo no alcanzo a comprender. Pero ahora sé que le pertenezco, que ya no soy mía. Es como si me hubiera comprado por correo a la capital, eligiéndome junto a las otras en un gran catálogo de muchachas, donde las más lindas son las que interesan.
No lo entiendo aún, cuando allá en mi tierra le contaron a mi mamá que era la gran oportunidad para la familia, que más tarde podrían venirse acá todos ellos y viviríamos felices, atiborrados de comida hasta reventar. Yo me sentí como heroína de un cuento mágico, para que el más chico dejase de sorber de los senos cansados de mi madre que hace ya tiempo se secaron, para que la hermana Camila llevase el día del casorio ese vestido del que oyó hablar por el aparato de radio del Café de León, hasta para mi mamá habría dinero y podría ponerse los dientes de en medio, que se le cayeron hace tanto que ni me acuerdo de verla con la dentada completa y entonces roería la caña sin penas, habría tortas para todos y composturas nuevas.
Sí, yo era la heroína allá, pero ahora como que nadie me deja serlo. Soy Natalie de día y de noche. Me quitaron la falda marrón que la hermana grande guardaba igual que un tesoro y la blusa que me cosieron entre todas de un pedazo de lienzo apenas remendado. Lo llamaban los pingajos y hasta creo que se me rieron en la espalda. Me dieron “blue jeans” ajustados, cortados de la mitad del muslo para arriba, camisas que se clareaban hasta las entendederas y unos sostenes de colores que ellos llamaban “tops”, tal vez porque no servían para debajo de la ropa sino para enseñar casi todas las vergüenzas, a pesar de que yo aún no tenía muchas si me comparaba con las muchachas mayores, si que era raro el negocio.
Mi abuela siempre me amenazó con el fuego eterno, si me dejaba ver o tocar mis cosas por algún varón. Decía que era pecado de muerte si antes no te echaron la bendición, pero esta gente de ahora opinaba lo contrario y el hombre de rostro oscuro se me ponía gigante si yo le llegaba a contradecir y hasta me golpeaba para que aprendiese quién era el dueño. Otras veces se ponía más amable, me acariciaba, decía que mi piel era oscura pero sedosa y que tenía el mejor cuerpo que vio en alguien de mi edad. Yo hacía por creerle, ¿acaso no era él, mi bienhechor? El guardián que me arrancó de la miseria, el que pagaba siempre: el gran viaje, mis cosas acá…la deuda debía ser inmensa y por fuerza tenía que trabajar mucho si quería que algún día me hiciera el favor de perdonármela y dejarme ir.
Y me chocaban tantas cosas. Todo tenía un color extraño que se me agarraba a los ojos, como un tinte cansino. Allá me decían las mujeres de mi casa que sirviera bien, que limpiase con buen ojo, que tendría un bonito cuarto para dormir y un lindo uniforme para que todo el mundo supiera que yo era la que trabajaba para los señores y eso sería un orgullo muy grande para mí.
Pero al llegar como que todo se descompuso. La historia no cuadraba de veras. Yo tenía un cuarto compartido con varias extrañas de caras asustadas, supongo que como la mía. Había algunas recámaras más bonitas, todas pintadas de colores relucientes. Pero esas las debía compartir para trabajar con hombres extraños, que se comportaban como si también ellos fueran un poco mis dueños y si no quedaban complacidos, el rostro oscuro venía y la golpiza era segura.
Tampoco tenía nada que limpiar salvo esa sensación de suciedad pegajosa que se me enganchaba en las manos, en el pecho, hasta en el fondo de mis entrañas y que por más que lavase no quería salir. Hasta en la garganta se me agriaba a cada rato. Luego venía otro trago hueso, cuando nos metían en aquella furgoneta de nauseabundo olor a sentimientos quebrados y al poco de camino, nos dejaban aparcadas a cada dos o tres muchachas en una carretera con muchos árboles que sonaban de viento amenazadores.
Allá a lo lejos cuando era de atardecida se podía ver gente, seguro que preñados todos de cosas lindas como decía mi amiga Aroa (siempre fue Juliana hasta que el país le abrió los brazos).
Pero jamás se llegaron a acercar ni siquiera un poco, no sea que fuéramos a robarles esa felicidad que se les adivinaba en el gesto, claro y al no mediar palabra no llegaban a saber que éramos buena gente, extranjeras sí, pero con lo de la Madre Patria como que todo debía quedar en familia.
A mí me daba envidia imaginar los bebitos que jugaban, pero no lo reclamaba en alto no fuera a servir de risión a las demás.
Las noches de más invierno eran horribles, porque el trabajo ese si que nunca variaba: hablar melosas, dispuestas para el señor que frenase el auto, después un mal rato porque los hombres pedían cosas extrañas que a veces dolían o daban ganas de vomitar hasta dejar sana la barriga o como que se volvían violentos si no les gustaba el trabajo, pero eso jamás lo aprendimos en la escuela o en el fogón de nuestras madres.
¿Qué querían si no? Pero de que llegaba la anochecida comenzaba la tiritera, los huesos se nos calaban con una sensación seca, cortante, igual que si te desgarraran de las carnes para dentro.
Había dos chicas de piel blanquita, casi transparente que no le daban grandísima importancia al aire que se enredaba en nuestro pelo y nuestra garganta, decían que eran del este (no sé dónde quedaría ese lugar…) y que en su país el frío era mucho mayor y la nieve caía de seguido. Pero nosotras y las africanas de la vuelta de la curva lo pasábamos fatal. Luego si a alguna se nos ocurría echarnos la rebeca por lo alto, antes o después llegaba a oídos del rostro oscuro que se ponía furioso de veras. Decía que cómo iban a comprar el género si tapábamos los escaparates. A mí se me hacían odiosas las pantaletas minúsculas que llevábamos, las otras las llamaban “tangas” ya viste ni el nombre me llegaba a gustar…
Yo soñaba entonces con aquel caldo de achicoria que mi abuela hacía hervir en el fogón. Me salían sus palabras hasta por los ojos. Aquella terneza con que me cobijaba entre sus faldas enormes de mulata arrugada, a poco podía paladear el sabor tibio del brebaje y cómo que me sentía aliviada al instante. Pero un auto frenaba de nuevo y las tres o cuatro asaltábamos la ventanilla para que la voz de dentro pudiera escoger mejor.
Yo no sé si aquello era bueno o malo, en mi pueblo jamás lo vi. Solo alguna vez las viejas comadreando entre dientes decían chismes de alguna “mala mujer” pero creo que no habría de ser lo mismo, porque el rostro oscuro aseguraba que en Europa el trabajo nuestro era de lo más solicitado y que teníamos enorme suerte de haberlo conocido, porque él era legal y cuando la deuda se hubiese rebajado, nos daría los papeles y ya sería cosa nuestra seguir en el oficio o mudar de faena.
Ya ni me acuerdo como llegaba a ser de grande la obligación, porque los billetes no conseguían rozarme las manos. El decía que era mejor así, que ya avisaría cuando la fecha se acercase, que no era bueno que manejásemos plata, porque alguien de mala fe podía engañarnos y lo decía así como serio, como hombre. Pero yo le veía en los ojos burbujas mentirosas que nunca se disipaban.
Si hubiera estado aquí la Chabela, la “mujer santa” de mi pueblo, de seguro habría mirado en el fondo, bien en el fondo de sus palabras y hubiera conocido al instante si mentía o decía la verdad. ¡La vieja dichosa! Tanto miedo que nos daba cuando pasaba cerca nuestro con una retahíla de oraciones hilvanadas en la boca, que solo ella aprendió en otra vida decían.
Aunque nunca comprendí para qué quiere una persona más de una vida, si sólo tiene una cara, unos brazos, qué sé yo… para gastarlos en ella. Pero sí, si Chabela hubiera visto lo que el hombre sin rostro callaba, ¡pero yo! ¿Qué podía hacer? Esperar quizás al cumplir los catorce (sólo faltaban dos meses). Ya sería una mujer y entonces las luces de cuando chica regresasen y yo no tendría esa comezón en la boca del estómago, que me roe como un gusano hambriento cada vez que la tarde se me acaba y las sonrisas de los hombres como que me quieren amenazar.
Y a veces por el día que es cuando se duerme en este oficio, se me agolpan negras en los sueños y me duelen, me duelen de verás, ¿qué no les dará pena que sólo soy una niña?
Los niños deben soñar serenos, sí, eso si es seguro. Pero se ve que aquí ya no soy una niña. ¡ya no sé lo que soy! Lo que si me representa a cada poco es que cada vez estoy más lejos de mí misma.
Hay dos yo, uno el de allá lejos, que regresa cuando quiere a jalarme los recuerdos bonitos para llevarme con ellos y dormir de noche y arrancar las matas al lado de mi madre que se queja de la espalda, porque el bebé se le agarra a los huesos de tanto cargarlo, ponerle candelitas al santo cuando alguno se pone chueco, escuchar a las viejitas de chisme sentaditas en las puertas de sus casas, esperando para cazar la primera brisa fresca de la temporada y jalarla a los cuartos recalentados de todo el día.
Y mi abuela, ¡ay mi abuelita! Mucho más desdentada que mi mamá, con la cara como una fruta reseca y pasada, tirando de mí, riñéndome pero con ojos de que no, de que los que ya se pasaron de años, siempre tienen la culpada en la boca. Pero es solo por aparentar, por hacer respeto, dicen ellos, porque luego nunca quieren acabar el plato. Aunque los pellejos les lleguen al suelo, nos meten los restos en la boca de los niños y nos jalean para ver quien acaba antes la convidada. Ese yo sí que me gusta, pero éste de acá como que no debe ser bueno.
Las otras muchachas apenas gritan para que las dejen ir y se van, pero al cabo regresan con el rostro golpeado, tan lleno de moratones que luego apenas pueden taparlos con los polvos de la cara y como me ven chiquita, me dicen que no proteste, que haga bien mi trabajo para que nadie se le queje de mí al que no tiene rostro. Y claro, yo me acuerdo de la deuda, de los ojos grandones de los míos, que cuando el hambre llega, se hacen más hondos, igual que si quisieran llorar, pero se hubieran sorbido las lágrimas e hicieran mucha fuerza sin conseguirlo. Y eso también me duele.
Y pienso que tengo que hacerme de verdad heroína para ellos y darme mucha prisa, no se me vaya a enfermar alguno de no echarle apenas a la barriga, o morirse que eso sí que lo he visto yo, alguna vez en mi pueblo. Porque los llantos van de casa en casa como reguero de tristeza amarilla y voy y le pongo buena cara a las pantaletas y al frío de por la noche y me prometo a mí misma decir a todo que sí, para que los hombres den parabienes de mi tarea y la deuda se me haga cada vez más chica. ¡Y ya no recuerdo mi nombre de ayer, tantas veces como lo oí y ya lo olvidé!
Ahora soy Natalie, Natalie de noche, dando saltitos para espantar el frío de la carretera cuando me quiera morder. Natalie para decir que sí a los deseos negros que me buscan sin acordarse de que aún soy niña. Natalie para soñar con los ojos bien cerrados, cuando mi cuerpo deja de ser mío. Heroína por el día, ama de mis pensamientos, de la memoria hasta donde nadie llega porque la escondí bien cerquita del corazón, así las manos que me hurgan no la alcanzarán jamás. Por mucho que estrujen y rompan le haré caso a Aroa (Juliana para siempre). Ella es más grande y como que sabe más de todo. Dice que aprenda a pintar de lindo los raticos peores, que juegue en el pensamiento, que dé brincos y volteretas porque el pensar es libre y nadie me lo puede robar. ¡sí! Eso haré cuando pare el próximo auto.
Diré a todo qué bueno, pero mientras me escaparé, cruzaré el gran mar e iré a refugiarme en las manos tostadas de mi abuelita. Seguro que cuando se dé cuenta de la comezón de la barriga no me deja regresarme y aunque Natalie continúe asomada por el cristal de la ventanilla que se detuvo, yo, yo el yo mío para siempre se acomode al calor del aliento de mi vieja, que me consolará poco a poco del frío pasado."
3 comentarios :
Un cuento triste y visto, lo que ya sabemos todos pero que por desgracia sigue ahí afuera, sin que nadie pueda remediarlo.
Muy conmovedor, me ha gustado la historia desde el punto de vistas de quien la sufre
Un relato bien escrito que refleja la dura realidad que nos circunda, si, es conmovedora la historia. Me gustó mucho como lo leiste. Alicia.
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