lunes, 9 de junio de 2008

"MORRIÑA", Mª Teresa Sandoval Parrado

Ahí va mi fantasía galleguiña:


Morriña es una palabra que sólo puede entenderse si va unida a paisajes verdes y azules, a acantilados donde comienza o se acaba el mundo. Morriña es el maullido de un gato triste que le canta penas de amor a la luna; una palabra densa y dulce como una cucharada de miel entre los labios. Morriña, mirando la lluvia desde la ventana del piso de Madrid. Cierro los ojos y dejo que una ráfaga de gotas furiosas moje mi cara y mi pelo. Auténtica morriña en una noche de invierno que oprime el corazón con dedos blandos. Es imposible confundir el olor de la ciudad con el olor de la costa, pero la lluvia sirve de placebo, y por un instante pienso que estoy allí, y no aquí, que la ciudad que intenta borrar la tormenta es tan irreal como la playa, que ahora, en el nimbo de los recuerdos, es posible cualquier cosa.

Ya conocía aquel lugar mucho antes de ir allí por primera vez. Era el sitio con el que soñaba despierta cuando necesitaba huir de la realidad. Un balcón de piedra solitario frente a un océano infinito salpicado de pequeñas islas, y todo azul, tan azul que anulaba el resto de los colores. El rumor de las olas, el viento y los gritos de las gaviotas que bajaban hasta el mar acababan por silenciar al resto de mundo.

El curso que me había llevado hasta Galicia daba a su fin, y yo había ido allí cada tarde de aquel mes de septiembre, a ocupar el mismo sitio, siempre llevando encima una libreta que apenas había usado porque era una lástima apartar la vista del paisaje siquiera para describirlo en papel; aún así lo había intentado. Él apareció en el paisaje en esas últimas tardes en las que yo intentaba con todas mis fuerzas grabar una imagen en mi memoria que durara para siempre. Cuando yo llegaba él ya estaba allí, instalado sobre alguna de las rocas de la playa de abajo, mirando el océano, y casi siempre seguía allí cuando me marchaba. Desde donde yo me encontraba no podía distinguirle la cara, pero era un hombre joven, alto, de espaldas anchas y cuerpo flexible; me llamaba la atención su pelo, del color dulce de los castaños, y aunque me moría de ganas de verle de cerca nunca me atreví a bajar hasta la playa.

Una noche, cuando ya finalizaba el curso, nos reunimos unos cuantos compañeros del mismo y salimos a cenar y a degustar el vino de la tierra. Cenamos en una elegante marisquería junto al mar. El segundo local que visitamos fue una tasca de sabor añejo en el casco antiguo donde servían el ribeiro en pequeños tazones de loza blanca. Creo que iba por la segunda o tercera “cuncas”, que así se llamaban, cuando tuve el presentimiento de otros ojos sobre mí. Giré y entonces le vi y le reconocí inmediatamente, a pesar de que nunca antes había visto su cara. Nos miramos durante unos instantes con una intensidad propia de los sueños, hasta que sonrió y yo acabé devolviéndole la sonrisa. Ambos deshicimos a la vez la distancia que nos separaba con pasos cortos. Cuando nos detuvimos uno al lado del otro seguíamos observándonos con detenimiento, como se observa la fotografía de un paisaje. Era más alto que yo, más fuerte de lo que me había parecido en la distancia. Tenía los ojos azules, casi grises, del color del mar en invierno, y el flequillo castaño, suave, le caía sobre la cara. Me gustó mucho, muchísimo, desde antes incluso de que abriera los labios y dejara escapar la primera frase, tan ingenua y tan experta a la vez. “Tú eres la escritora de la playa…Anoche soñé contigo”. No le dije que era un fraude, que no había escrito nada, que mis esfuerzos por escribir habían sido tan inútiles como inútil era intentar decir algo inteligente en esos momentos en los que el corazón había comenzado a latir de forma alborotada. Pero ni siquiera eso fue necesario. Tuve la impresión de que ya nos habíamos conocido antes, igual que aquel lugar de la playa donde me sentaba cada tarde. Por eso no me extrañó en absoluto que me propusiese salir de allí y que yo aceptara, sin haberme parado a imaginar lo que pensaría el grupo que me acompañaba después de las vagas explicaciones que les di antes de desaparecer con él.

Caminamos. Era agradable pasear por la playa, bajo la luna, viendo el mar regado de las lucecitas minúsculas de los barcos, como si fuera un espejo donde se reflejaba el cielo. Escuchaba su voz con la cadencia melosa del acento gallego, mientras me contaba que era marinero, que formaba parte de la tripulación de un petrolero portugués que zarpaba de nuevo en unos días rumbo al mar Negro. Me dijo que se llamaba Manuel. Me dijo tantas cosas y en realidad tan pocas. Éramos dos desconocidos que se han buscado siempre y se encuentran en un fugaz cruce de caminos. Y ambos éramos conscientes de ello. Esa noche el futuro había dejado de esperarnos. Por eso, cuando me acompañó hasta la puerta del hotel supe también que al formular la pregunta, tan ingenua y tan experta a la vez: “Y por cierto, ¿… qué soñaste?” me contestaría con un beso largo, hondo, porque yo también lo había soñado. Subimos a la habitación, cogidos de la mano, sin disimular la prisa que afloraba intacta desde algún tiempo lejano. Apenas hubimos traspasado el umbral de la habitación comenzamos a desnudarnos, torpemente y sin protocolos. Olía a tabaco, a mar, una mezcla de olores salvajes que excitaban aún más mi deseo. Tenía las manos ásperas y grandes, y la piel curtida por muchos soles. No sé cómo llegamos hasta la cama. Lo que sí recuerdo es que la primera vez nos amamos de una forma urgente y salvaje; recuerdo el peso de su cuerpo, la avidez de sus ojos, el roce de su barba, el contraste que me producía su aspecto de guerrero épico con la sonoridad azucarada y sedante de sus palabras, que no podía entender pero que quería que siguiera repitiendo una y otra vez. Recuerdo la facilidad con la que se desarrollaba todo, como si cada uno de nosotros conociera ya desde mucho antes los secretos del otro cuerpo. Recuerdo que fue entonces cuando vi su espalda reflejada en el espejo del armario y por primera vez reparé en que llevaba tatuadas en ella dos alas grandes, las alas de un arcángel soberbio. Perdí la noción del tiempo hasta que a través de la ventana abierta vimos amanecer un día nublado, un día de lluvia que preludiaba el otoño, mientras la morriña, como un gato travieso comenzaba ya a arañar las horas.

Dos días después tomé el tren que me llevaba de vuelta a Madrid. Lo último que recuerdo es su imagen en el andén de la estación, las manos en los bolsillos, la sonrisa triste de las despedidas. La realidad nos arrastraba de nuevo, a mí tierra adentro, a él unos días más tarde al otro lado del océano, y en ese momento, cuando el tren se alejaba firme, implacable, es cuando alcancé a comprender el significado de la palabra morriña, ese animal que había comenzado a crecer de pronto, desmesuradamente, extendiendo a su alrededor unos tentáculos tan largos como los raíles del tren, como las estelas que los barcos van dejando sobre el mar.



≈ FIN ≈

9 comentarios :

Anónimo dijo...

Ay, yo sabía que el "galleguiño" no me iba a defraudar... ¡Qué hombre!, y qué historia más romántica que, como casi siempre, termina triste... Por cierto, ¿no te quedaste con su número de teléfono? Diana

Teresa dijo...

No, Diana, no me quedé con el número; pensé en tatuármelo, pero no me dio tiempo. De todas formas seguro que es primo de tu irlandés (por lo menos), así que tengo la esperanza de que estableceremos de nuevo contacto.
Muchas gracias por tus comentarios.
Besitos.

Anónimo dijo...

Un relato bien construído, romanticón, quizás algo pasteloso. El final lógico y previsible, pero en general me ha gustado, aunque la palabra morriña, se repite demasiado.

Teresa dijo...

Sí, yo también pienso que sobran algunas "morriñas"... Según lo iba escribiendo me lo pedía el texto pero luego he visto que queda un poco recargado. Gracias por la observación.

Anónimo dijo...

Me ha gustado tu relato, Teresa. Te ha quedado muy "gallego".

josé maría aguilar dijo...

A mí también me gusta, y no creo que haya un exceso de "morriña" (creo que he contado seis). Lo entiendo más bién como un recurso poético en el primer párrafo (5 veces), que tiene mucho de poesía. Y una aparición más al final para cerrar la historia.

Diente de león タンポポ dijo...

Teresa:

A mí también me gusta el recurso de la repetición, para entrar en el aire melancólico del cuento.

Me he dado cuenta de que al leerlo, al principio, se podría ajustar ese sentimiento a la canción que he propuesto O Paraíso... tiene ese aire ¿verdad?

Un beso. toñi

Anónimo dijo...

Tu relato me gusta, tiene poesía. Es esa morriña, lo que le da sabor.
Alicia

Teresa Sandoval dijo...

Me gustan mucho tus relatos. Concretamente he visto los títulos "Canto de Sirena" y "Moriña".

Un saludo,
T. S.