viernes, 23 de noviembre de 2007

LA MUDA (Diana Disavoia)


Las Navidades son para Gerardo una fecha muy especial. Sabe que lo son para la mayoría de las personas pero a él le afectan de forma singular. Es la época del cambio, de la transformación. A sus cuarenta y dos años ya ha pasado por la experiencia en innumerables ocasiones y está de sobra familiarizado con el proceso. Bien es cierto que desde que se hizo mayor la frecuencia, naturalmente, se ha ralentizado. Ahora el cambio se produce cada tres o cuatro años, siempre coincidiendo con la Navidad. Tiene su lógica puesto que nació un veintiséis de diciembre.
El primer cambio del que conserva recuerdos ocurrió a los diez años. Iba con su madre mirando escaparates y decidiendo mentalmente qué regalo le pediría a los Reyes Magos, cuando comenzó a sentirse mal, algo mareado al principio, instantes más tarde se le nubló la vista y sintió que sus piernas no le sostenían. Recuerda que su madre lo sujetó por debajo de los brazos y una vecina lo dejó pasar al portal de su casa. A partir de ese momento los recuerdos son confusos. Evoca la voz de su madre hablando con la vecina “estas cosas siempre pillan por sorpresa, por muy natural que sea, si pudiéramos preverlas sería más cómodo, pero nunca sabemos exactamente cuándo va a ocurrir”. Recuerda que al llegar a su casa la madre le dijo que debía estar contento, que había dado un estirón y que eso, en los niños, era signo de que estaban creciendo sanos. “¿A ti también te pasa?” preguntó a su madre, “por supuesto, sólo que las personas mayores cambiamos menos que los niños”.
Gerardo siente ternura al evocar aquellos recuerdos de infancia. Bien es cierto que nunca llegó a vivirlos realmente con naturalidad y ahora, de mayor, siempre que puede anticipar la llegada del cambio, de la muda, como le llamaba su madre, prefiere estar en casa, o al menos en un lugar donde no haya gente, sabe que a nadie le llamaría la atención, pero él se siente desnudo por unos instantes, por eso se alegra de que esta vez le haya pillado en casa, por la mañana, justo antes de salir para la oficina.
El proceso es muy rápido, aunque no deja de maravillarle la magia que encierra. Siente una sensación de mareo que precede al proceso. Sabe cómo afrontarlo, simplemente debe relajar los músculos, no oponer resistencia y dejarse llevar. Mira sus manos, la piel está muy reseca, tensa, sin elasticidad. Cierra los puños y la tensión que supone este gesto, rasga la piel en varios puntos con un sonido leve. La rasgadura, una vez producida, es ya imparable. Avanza por los brazos dejando entrever debajo una epidermis rosada, húmeda y suave. Mueve un poco los hombros y unos jirones de piel acartonada caen al suelo. Las facciones de su cara se desfiguran por un instante pero, rápidamente, ayudándose con las manos, despega la piel de la frente, de los pómulos, de la nariz y siente la liberación de su cuerpo. Todo el proceso dura unos pocos minutos, la espalda, el pecho, las piernas. Su envoltorio cae al suelo inerte, sin más vida que un cuero reseco. En apenas unos instantes ha dejado sobre las baldosas un montoncillo de células muertas, dos o tres años vividos y un poco de fatiga. Otro estirón, diría su madre, otra muda y un nuevo cuerpo, rosado, fresco, elástico, que se irá deteriorando poco a poco hasta que, en unos años, en unas Navidades, vuelva a mudar la piel nuevamente.

1 comentario :

Anónimo dijo...

¿42 años mayor? Diana es la edad perfecta de la juventud. Me gusta el sentido que le has dado a la Navidad como una etapa para mudar o cambiar.
Saludos.
José Antonio