Todo comenzó de manera casual, casi sin darse cuenta y fue con un frasco de colonia. Todos sabemos lo que ocurre con estos aerosoles modernos, que se empeñan en dejarse las últimas gotas dentro del bote. Y como ella siempre fue una mujer ahorrativa, y le molestaba tirar las cosas sin haberlas aprovechado lo suficiente, siguió guardando el frasco antiguo, que además tenía un diseño original, dentro del armario.
Aun después de haber comprado uno nuevo, y haber empezado a usarlo a diario, de vez en cuando apretaba, y si lograba darle la inclinación correcta, siempre conseguía que saliera algo más de líquido, así que volvía a guardarlo de nuevo en el armario hasta una siguiente ocasión.
Lo mismo le ocurría con el desodorante, que cuando lo agitaba siempre sonaba aprovechable, al menos por una vez más. Y como al fin y al cabo era delgado y tampoco estorbaba mucho, ahí se quedaba en la estantería apurando su vida útil.
Lo siguiente fue el tubo de la pasta de dientes. Descubrió que siempre salía un poquito más si lo arrugaba lo suficiente. Además, bien plegado ocupaba poco espacio, de modo que en cada cepillado se las ingeniaba para exprimir una pizca más del tubo viejo. Frotaba con el cepillo, arañaba con las púas en el interior, aunque luego tuviera que completar la superficie a costa del tubo nuevo. Pero siempre salía un poco más, y nunca se decidía a tirarlo a la basura, porque temía desperdiciar una valiosa porción de dentífrico.
Comenzó a colocar el champú boca abajo y aunque odiaba la costumbre de llenar el bote con agua, porque luego, al ducharse salía fría y le resultaba muy desagradable, lo cierto es que los apuraba y los apuraba hasta que parecía imposible que pudiese salir algo más que aire de aquellos plásticos. Pero ella inflaba y desinflaba, los hacía silbar con una pasión desmesurada, los sacudía con fuerza y al mirar adentro, a través del pequeño agujero, siempre parecía que quedara algo dentro, entre los recovecos del tapón, de modo que los guardaba en algún rincón de la estantería para poder seguir aprovechándolos.
De un día para otro, su manía se trasladó a la cocina. Pronto comenzó a guardar botes semivacíos de aceite, de miel, maldecía el diseño poco práctico de los tarros del cacao, que no le permitían apurar los últimos polvos. El ketchup, la mayonesa y la mostaza siempre estaban boca abajo. Y parecían tan interminables como las cremas de manos o el maquillaje.
Empezó a acumular envases casi agotados por todos los rincones de la casa. Con su metódico orden, ni siquiera se daba cuenta de la magnitud de su obsesión, pero en cada armario, en cada estante y en cada cajón, aparecían varios envases del mismo producto en distintos niveles de aprovechamiento, de los que le resultaba imposible deshacerse, y a los que siempre acababa por encontrarles un pellizco más de utilidad.
Una mañana, mientras introducía la uña del dedo meñique en lo que algún día había podido ser una barra de labios, se miró al espejo y observó, justo detrás de su imagen, algo que la dejó trastocada durante el resto de la mañana. El armario entreabierto estaba lleno de tubos, botes, frascos, tarros redondos, grandes y pequeños, de diferentes formas. Un colorido arsenal de plástico y vidrio tan vacío y tan absurdo como su propia vida.
Entonces lo comprendió todo. Lo suyo no era espíritu práctico, ni tampoco una obsesión por el ahorro, sino más bien una necesidad ansiosa de llenar espacios. Aun a costa de rodearse de objetos inútiles.
Le dio tanta pereza hacer limpieza, que optó por poner la casa en venta, tomar un avión, y soltar todo el lastre de golpe.
Así, sin pensarlo mucho, no fuera a encontrarse con algo a lo que pudiese darle un último uso.
7 comentarios :
¡Tanto ahorrar! Hizo lo mejor que pudo hacer: salir pitando.
Me gusta.
Alicia.
Cuantas personas guardaremos cosas y recuerdos. Pues mira de vez en cuando hay que hacer lo mismo que tu protagonista, empezar de cero. Me gusta. Besos.
El comentario último es mío Paula, es que de tanto guardar no me cabe la atención y le doy al botón antes de tiempo. Pepi.
Lo peor de tu relato es que me sentí tan identificada... sólo que, en mi caso, eso de pirarse no está dentro de mis posibilidades. Genial Paula.
Diana
Muy bueno, Paula. Yo también me he sentido un poquito identificada, como Diana. Pero es que algunos frascos ¡son tan bonitos!! ;D
Muy bueno, Paula. Mira que alguna vez me ha pasado con los frascos de perfume, como dice Teresa, son tan bonitos que da pena tirarlos.
Pero a partir de ahora te prometo que los tiro todos, incluso con esas gotitas de más ... que no quiero tener que vender la casa y largarme al Caribe (no, de momento)
Muy bueno el cuento, Paula. Me has tenido en vilo hasta el final.
Besos. Toñi ;-9
Ay Alicia, lo malo de huir es que a veces uno se lleva las manías en la maleta.
De acuerdo contigo Pepi, pero ¡qué difícil a veces encontrar la línea entre lo servible y lo inservible.
Diana y Teresa si vosotras os sentís identificadas, yo me veo autorretratada. Y lo de pirarse... No deja de ser una válvula "onírica" de escape jajaja.
Toñi, lo del caribe lo has dicho tú eh? que no está mal, desde luego, no está nada mal para empezar de cero. Ya que se pone una...
Un beso a todas.
Publicar un comentario