jueves, 18 de marzo de 2010

"Sono io"


(Este es el relato premiado en el VI Certamen de Narrativa de Chinchilla. Espero que no resulte demasiado largo)


Al abrir el buzón con la pequeña llave, varios panfletos publicitarios cayeron sobre su mano, que esperaba debajo para evitar que se esparcieran por el suelo. En el fondo se quedó una carta cuya dirección no podía distinguir porque no había encendido la luz y el portal estaba un tanto oscuro. La cogió y vio que, efectivamente, era para ella, allí estaba su nombre, aunque no reconoció la letra. La carta pesaba. Le dio la vuelta y en el remite se encontró con sólo dos palabras: “Sono io”. Cerró el buzón y subió las escaleras mientras pensaba que no tenía ni idea de a quien podría pertenecer aquella letra, y de que, tristemente, aquella incertidumbre tampoco llegaba a emocionarle mucho. Ya había podido comprobar que hechos como recibir una carta misteriosa sólo ocurrían en los escasos cines de versión subtitulada y que nunca se trasladaban a la vida real. Algo que, por otra parte, no le quitaba el sueño (en otro tiempo, más ingenuo, más crédulo, sí lo hubiera hecho).

Seguramente, se dijo, sería de alguna vieja, viejísima, amiga que conociendo su juvenil tendencia a la ensoñación, le quisiera gastar una broma. Y ciertamente, el hecho de que ella no le viese la gracia, no quería decir que no la tuviese. Hacía ya muchos años, cuando aún iba al instituto, había sido una costumbre mandarse mensajes anónimos entre las amigas del grupo. Lo único que ocurría era que la progresiva distancia que con el tiempo había ido experimentando respecto con sus semejantes, abarcaba también lo que concernía a su sentido del humor. Y lo que en un momento lejano le había parecido emocionante, incluso divertido, ahora se convertía en sencillamente inoportuno.

El caso es que no tenía intención de abrirla. Si se trataba de una carta especial (por Dios, qué ridículo sonaba), con seguridad que todo aquello que quisiera encerrar fuese una mentira. Si se trataba de una broma, no le apetecía sonreír ni, por supuesto, responder.

Esa noche durmió tranquila, sin pensar en la carta, y al despertar, cuando la recordó, su estómago no dio uno de aquellos vuelcos de estremecimiento y emoción que, años atrás, en su época de estudiante, tantas veces se atrevió a experimentar. Entonces siempre cabía la posibilidad de algo mágico dentro de la vida cotidiana, porque incluso esa monotonía diaria contenía la embriaguez de la despreocupada juventud. El simple hecho de ir a comprar un libro se convertía en algo excitante alentado por el ansia, por la frescura que conllevan los escasos años; pasearse por la Feria del Libro, visitar cualquier museo era un alimento para la ensoñación. Y había muchos libros que comprar y muchos museos por ver. Los días se sucedían alrededor de pequeñas cosas que por sí solas podrían parecer insuficientes ante unas emociones en potencia pero ya increíblemente intensas. Por ellas merecía la pena disfrutar del presente, comprender cada uno de esos momentos, convencida, como estaba entonces, de que el tiempo los incrementaría.

Ahora, lo único que podía exprimir el aparato estomacal era que algo ocurriese fuera de la reiteración cotidiana, y el mensaje cabal del cerebro que decía que no era posible llegaba siempre antes que aquel pensamiento fantástico.

Por tanto, no abrió la carta, como hubiese hecho en sus demasiado lejanos días universitarios, sino que se metió en la ducha directamente.

Pero si algo atrapaba su mente, era el remite de aquel sobre misterioso. “Sono io”. Identificaba esas dos palabras con sus clases de italiano de hacía ya muchos años, y que por otro lado no quería recuperar porque formaban parte de esa etapa de su vida en la que las emociones habían sido tan vivas, tan intensas y optimistas, que pensar en ello ahora le producía dolor de cabeza.

Durante todos sus años de estudio había sido una enamoradiza de sus profesores (aunque aquellos por los que sentirse atraída tampoco habían sido tantos). Se había enamorado del de literatura en el colegio, siendo una niña, porque era joven, encantador y la miraba a los ojos cuando hablaba; del de historia, en el instituto, porque los días de controles y exámenes se llevaba un radio-casette a la clase y ponía cintas de música clásica, mientras él, de pie y con las manos en la espalda, miraba por la ventana; del de griego, un año después, porque la intimidad que había ofrecido el hecho de que fueran pocos en su grupo permitió que comentaran hasta hartarse las últimas películas y libros que todos veían y leían; y del de literatura inglesa, ya en la universidad, porque sus clases eran auténticas evocaciones de un romántico pasado que a ella siempre le embobaba, y porque (a esa edad era algo que puntuaba bastante) estaba realmente bueno.

Todo esto había sido siempre, por supuesto, puramente platónico. Porque ella nunca hubiera sido capaz de traspasar la barrera de las ensoñaciones nocturnas para provocar siquiera una corta conversación con alguno de ellos. Más que nada porque estaba segura de que si esa conversación se producía, la mitad del encanto desaparecería al instante y la otra mitad al día siguiente.

Sin embargo, aquel profesor de la Escuela Oficial de Idiomas era demasiado joven, normal y anodino como para haberse enamorado de él. Habían hablado en tantas ocasiones, habían coincidido en tantas salas de cine, conciertos, conferencias, que ese halo que pudiera rodearle era el mismo que ella acaso ofreciera.

Ni entendía, ni quería llegar a entender qué podía buscar a esas alturas aquel ya no tan joven profesor. En el caso de que el remitente fuese él. Y sabía que no podía ser nadie más.

En esos momentos, coincidiendo con el frío penetrante que empapó sus huesos a la salida de la ducha, fue consciente de que acabaría abriendo la carta.

Aún así, esperó un par de días más. Días durante los cuales el sobre permaneció sobre la mesa, encima de las revistas y al lado del paquete de tabaco. Cada vez que se incorporaba en el sofá para encenderse un cigarrillo lo veía y por unos segundos no podía contemplar otra cosa que no fuese aquella carta. Luego miraba a su alrededor y comprobaba con cierto regocijo que, por fin, había conseguido una vida propia centrada en el presente, ni futuro, ni pasado, sólo ese único día, ni siquiera condicionada por el siguiente.

Tener que recordar de nuevo todas aquellas imágenes, años en los que pasó por diferentes estados emocionales, desde la apatía absoluta hasta la breve felicidad, había roto la tranquilidad estable que en realidad, y únicamente, buscó desde un principio. En esos momentos no era feliz, pero ya había pasado algo más de dos años sin experimentar el dolor de otras veces. Era simplemente un sinsentir, cómodo y práctico, que ahorraba problemas.

Sí, la abriría y leería su contenido, pero ello no significaba que algo fuese a cambiar. Tenía que prometérselo a sí misma. Ningún cambio, ni una pizca de modificación en sus sentimientos, si no, volvería a sumirse en la confusión, y eso era lo último que quería volver a experimentar.

La carta comenzaba con una fecha cualquiera y decía así:


“Es cierto que han pasado ya muchos años… Pero sé que te acuerdas de mí porque el tiempo no borra nada a partir de cierta edad. Lo que no sé es si te habrá gustado que mi recuerdo haya vuelto a formar parte de tus pensamientos. Pero el hecho es que el tuyo no ha abandonado los míos en todo este tiempo. Me he acordado de ti en mis viajes, sobre todo cuando conocí Grecia; también al releer los libros que una vez compartimos, cuando he vuelto a ver algunas de las películas de las que hablábamos y al entrar, cada día, a clase.

Temo que todo esto parece sacado de un estúpido libro y que quizá te provoque lo contrario de lo que pretendo. Pero no me queda nada más que arriesgarme…

Vivo recordando aquellos dos años en los que nuestros encuentros fueron tan continuos que parecía que siempre serían así. Por eso, durante esos meses en los que tenía la seguridad de volverte a ver al día siguiente no podía llegar a imaginar que un día, sin más, desaparecerías.

Ahora me arrepiento de no haberte preguntado en alguna de aquellas conversaciones qué era lo que pretendías hacer, pero para mí eran perfectas así, sin preguntas intencionadas. Me avergüenzo al tener que reconocer que todo aquello significaba mucho más para mí que para ti. Nunca vi en tus ojos el reflejo de la complicidad, nunca hubo una mirada que me demostrase lo que yo sentía y esperaba. Y sin embargo, no se me hubiese llegado a ocurrir que un día todo aquello se confundiría con el resto del pasado, para no ser más que una parte de él.

Al principio no lo creía, y observaba atento en las colas del cine, en las salas llenas, en las librerías. Luego tuve que enfrentarme a mí mismo y admitir que todo aquello era una mentira, no porque a ti nunca te hubiese expresado mis sentimientos, sino porque nunca me los expresé a mí mismo. Si hubieses sido capaz de decirme “estás enamorado” seguramente que algún día a la salida de clase te habría invitado a una cerveza o te hubiese propuesto ir al cine una noche.

De ti he sabido lo mínimo, esta dirección a la que me aferro, me aterra decir, como última opción. No quiero volver a reconocerlo y, sin embargo, cuando estés leyendo esta carta, estaré muriéndome en la incertidumbre.”


La carta iba firmada y la acompañaba otra cuartilla con una dirección y un teléfono. Lo recogió todo, incluido el sobre, y lo rompió, echándolo a la papelera. Un pedazo quedó a la vista. “Sono io”. Entonces sonrió amargamente. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Seis, ocho? Y seguía recordándola. Lo que él no sabía es que ya no era ni la sombra de aquella joven a la que escribía. Aquella que se hubiera estremecido al leer sus palabras, que hubiera aprendido a quererle, que quizás hubiese sido feliz a su lado.

Encendió la tele, cenó y se acostó. No fue difícil dejar transcurrir los días, engañosamente indiferentes a aquellos trozos de papel que permanecían en la papelera. Allí los dejó, esperando el momento de ocupar una bolsa negra que sería arrojada al contenedor.

Y así lo hizo, al fin, unos días después. Vertió la papelera en la bolsa, le hizo un nudo doble y salió a la calle.

Ya en la cama, de madrugada, oyó el camión de la basura y comenzó a llorar. Y le atacó una amargura tan grande, pero tan, tan grande, que llegó a creer que se ahogaba en ella. Y fue así, en los brazos de esa congoja asfixiante, como pudo comprender que a pesar de su desidia, su desesperación y su espantosa sinrazón, la puñetera vida, esa de la que continuamente renegaba, le había dado una segunda oportunidad que en segundos pasaría a mezclarse con los residuos de los vecinos para acabar olvidada en algún basurero.

Con un fuerte gemido, saltó de la cama para, en una carrera asombrosa, llegar hasta el contenedor que en ese momento colgaba a unos centímetros del suelo. Sus aspavientos debieron desconcertar al conductor que tras unos segundos de duda, y ante sus continuas súplicas, volvió a ponerlo en el suelo. Rebuscando entre olorosas bolsas ajenas, reconoció la suya. Abrazada a ella, con las lágrimas derrapando por sus mejillas y un “gracias” sincero en su mirada, observada además por unos atónitos trabajadores de la noche, testigos impávidos de la escena, regresó a la calidez de las sábanas, donde las horas pasaron hasta que los pedazos de papel volvieron a mostrarle un número de teléfono.

Fue entonces cuando se quedó dormida, soñando al fin con el día siguiente.


11 comentarios :

josé maría aguilar dijo...

Pues me ha gustado bastante.
Me gusta el final porque juega con lo previsible, escondiéndolo hasta el final, cuando parece que ya no será.
Muy bonito. Triste y alegre a la vez, como la vida.

Pepi dijo...

Con razón te dieron el premio Gracia. Me gusta de verdad. Besos. Pepi.

Patty dijo...

Hola!!!
Buen día mi nombre es Tatiana soy administradora de un directorio de webs y blogs, estuve visitando tu página y
me parece muy interesante, me gustaría contar con ella en mi directorio, si así lo deseas no dudes en escribirme
tatuschang@hotmail.com
Un beso. Saludos.

Paula Martínez dijo...

Me ha encantado. Con lo romántica que soy yo, si no llega a aprovechar la oportunidad le doy en los morros.
Es triste que haya gente que llegue a tirar la toalla y se resigne a una vida gris solo por no sufrir. Sentir es estar vivo, y eso incluye lo malo sí, pero sólo por vivir lo bueno ya merece la pena.
Lo dicho, que me ha gustado mucho la historia, y como nos la has contado, manteniendo la tensión hasta el último momento.

Anónimo dijo...

¡Que bonita historia! El juego de la intriga está muy bien hecho. Total que te merecías el premio.
Enhorabuena.
Alicia.

Nieves dijo...

Un relato bien construido, se sostiene perfectamente hasta el final manteniendo en todo momento la atención del lector. La voz del narrador está muy bien hecha y no se confunde con la del autor, algo demasiado frecuente y, a mi entender, difil de conseguir.

¡Felicidades! Un beso

Anónimo dijo...

Me ha gustado Gracia. Un relato previsible pero bien estructurado, de manera que el lector permanece atento. Bien transmitida esa dejadez del hastío, y el miedo a sufrir más desengaños.
Enhorabuena por el premio,
Besos

Tina

Anónimo dijo...

"Muchísmas" gracias a todos.
Gracia

Diente de león タンポポ dijo...

Enhorabuena, Gracia.

Me gusta la voz del narrador, la impresión de tedio y desengaño. También me gusta el final abierto, que deja la historia al gusto del lector.

Un beso y que sigan los premios.

Anónimo dijo...

Sin lugar a dudas, un relato con una textura invisible que lo une y provoca en el lector las ganas de seguir hasta el final. Bueno y con un gran estilo.
Me gustaría saber si tienes blog propio Gracia, me encantará leer lo que publiques.

Pedro (Murcia)

Anónimo dijo...

Muchas gracias por tus palabras, Pedro de Murcia.
No tengo blog propio, pero en la parte derecha de este mismo (en el blog del Club, me refiero) en la sección "escrito por..." puedes acceder a otros de mis relatos. De todas formas te animo a que leas también los de mis compañeros, encontrarás sin duda relatos para todo los gustos.
Gracias otra vez
Gracia