jueves, 14 de enero de 2010
"CON MI CALOR", Teresa Sandoval
Recuerdo que enterramos a la niña una mañana de noviembre. Lo recuerdo porque yo llevaba poco tiempo trabajando como funcionario del cementerio y era mi primer niño. Y esas cosas nunca se olvidan; la congoja colectiva entre todos los que participábamos de alguna manera de la despedida, apenas una decena de personas contándonos a mi compañero y a mí, porque aquella niña, con tan sólo seis años, ya hacía mucho tiempo que había sido una despojada del mundo, y vivía casi sola, abandonada por una madre alcohólica que apenas paraba en casa y sin padre reconocido. Las circunstancias de su muerte para colmo habían sido de lo más trágicas; la vivienda había ardido mientras ella dormía.
Tampoco podré olvidar el frío intenso de la mañana metálica que se colaba en los huesos, como anticipo del frío que aguardaba al pequeño cuerpo en las entrañas de la tierra.
Bajamos el ataúd despacio, acompasados por un respeto unánime ante la crueldad de la muerte. La caja era blanca, pequeña y delicada, y quedó allí en el hoyo excavado, demasiado grande para ella, como un tesoro que nadie buscaría jamás. Después pusimos la lápida de mármol sobre la sepultura y nos retiramos en silencio. Enseguida se dispersaron las personas allí reunidas y el tiempo de la soledad más absoluta comenzó a contar en aquel lugar.
No pude olvidarme de ella, ni durante ese día ni ya nunca. Volví a casa desolado, como no recordaba haberlo estado antes, con un nudo en el pecho que me hizo llorar amargamente por motivos tan profundos que eran imposibles de explicar. Mi soledad se dilató también ese día, como la frontera entre el mundo de los vivos y de los muertos, y necesité más que nunca que alguien me abrazara y me despojara de aquella congoja. Pero no podía ser así. Yo estaba solo. Vivía solo y era algo que nunca me había importando demasiado aunque en aquel momento pensé en que debería de haber tenido al menos un hijo, alguien con quien poder contar en aquel preciso instante para exorcizar a la parca.
Y fue esa misma primera noche cuando entre sueños agitados me pareció escuchar un llanto infantil que provenía de algún lugar indeterminado. Al despertar por la mañana pensé que lo había soñado, que debía de haberme llegado desde alguna casa vecina, pero en noches sucesivas volví a escucharlo, y cada vez dejaba menos lugar a equívocos. Comenzaba siempre como un susurro suave, que iba creciendo en proporciones hasta convertirse en un llanto lúgubre y acongojado que duraba casi toda la noche. Yo me quedaba en la cama quieto, paralizado tanto por el miedo que me daba que aquello pudiese ser real como por la posibilidad de estar volviéndome loco. Y con la luz de la mañana pensaba en lo segundo, en que el trabajo en el cementerio me estaba afectando demasiado a los nervios.
Tardé más de una semana en atreverme a levantarme. El llanto comenzó, como todas las noches poco después de las dos, encendí la luz y salí al pasillo con precaución. Desde allí los sollozos se escuchaban con más claridad y parecían provenir de la puerta de entrada. Acudí hasta allí sigilosamente y me asomé a la mirilla. Vi un bulto pálido destacando en la oscuridad de la escalera, junto a mi puerta. El gemido cesó un instante, pero yo no me atreví a abrir. Retrocedí paralizado por el miedo, sin saber qué era aquello y sin querer saberlo. Unos días después reuní el valor para abrir la puerta, aunque para entonces ya sabía lo que me iba a encontrar al otro lado. Reconocí a aquella niña a la que había enterrado; mi primera niña. Estaba descalza, pálida y descarnada. Vestía un sudario blanco y tenía la cara horriblemente deformada por las quemaduras que le había causado el incendio. Cuando estuvimos frente a frente dejó de llorar. A cambio me tendió los brazos y yo no pude negarme a aquel abrazo porque era lo único que podía hacer. La cogí con prevención, sin saber si se desharía a mi contacto como el humo. Pero no, su cuerpo me resultó frágil como el de un pajarillo y estaba fría, tan fría que yo mismo me quedé helado a su contacto.
No se me ocurrió otra cosa que llevarla hasta mi cama y taparla con las mantas. Me acosté a su lado. Todo era tan irreal que creía haberme vuelto loco, pero el entumecimiento de aquella niña hacía que la primera prioridad fuera espantar su frío y su abandono. La abrigué todo lo que pude y pegué mi cuerpo al suyo para darle calor. Se quedó dormida enseguida, con un sueño plácido y profundo como quizá nunca había tenido. Yo me sentí bien, y de pronto el nudo que llevaba dentro comenzó a deshacerse para dar paso a una paz profunda. Fue en ese momento cuando la adopté. Han pasado muchos años desde entonces. Ella sigue durmiendo a mi lado, y es reconfortante poder otorgarle descanso a su alma aunque sea a costa de todo mi calor.
Después de ella hubo otros niños muertos, niños queridos, y otros niños solitarios y abandonados que se agrupan tras mi puerta y gimen toda la noche en espera de un abrazo que les de consuelo.
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5 comentarios :
Me encantó como aliaste el miedo y la ternura. Besos. Pepi.
Me parece un estupendo relato de misterio y terror y como dice Pepi, también es tierno.
Un beso. Alicia.
Muy buen relato, Teresa. Me gustan las sensaciones que me transmite. Y me da miedo.
Un beso. Toñi
Es un cuento muy bueno. Me encanta la manera en que está escrito.
me atrajo tu cuento Teresa,
soy Marisol
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