Esta tarde, repasando archivos de cosas que me han gustado especialmente y que voy guardando me he topado con un artículo de don Francisco Umbral, para mi uno de los más grandes prosistas del siglo XX-XXI, era famoso por su mal genio y sus salidas de tono, pero yo creo que no eran sino una forma de protegerse o de esconderse ante los demás. Transcribo aquí un artículo que me encantó y que es nada más y nada menos que del 29 de septiembre de 1995. Se titula "Las ninfas" y está dedicado a dos adolescentes madrileñas que se suicidaron por amor, amor entre ellas dos. A mi me parece de una poesía infinita. Ya me contaréis. Si os resulta más cómodo leerlo buscando en la pagina web de "El mundo" en hemeroteca con el título o buscando en edición impresa, hemeroteca, el mundo en papel, y la fecha 29/09/1995 podréis verlo también. Un saludo para todos. Aquí va:
LOS PLACERES Y LOS DIAS (El Mundo, 29 de septiembre de 1995)
Las ninfas
FRANCISCO UMBRAL
Han volado desde el Viaducto al cielo ingenuo de las niñas sáficas. Se llamaban Cristina y Susana. Han dejado aquí, como ceniza de su amor, una carta de despedida ¿a quién? y fotografías de su vida. El Viaducto, alto nido de los viejos suicidas madrileños de antaño, ha sido ahora palomar de dos palomas adolescentes y pecadoras que mueren de no poder soportar la dulce culpa de quererse como se quieren los ángeles del tercer sexo, sin memoria, sin entendimiento, con voluntad.
Aquel amor sáfico y niño ha subido al cielo rosa y pálido de la inocencia, pero las alas manchadas de Cristina y Susana han quedado en sendos nichos del cementerio de Carabanchel, ni siquiera un nicho para ambas. La muerte que une, a veces separa. Una cosa es la muerte lírica de dos amigas de corazón unánime y otra cosa el orden adusto y nicotinado de la Administración, de los funcionarios de la muerte.
Las dos eran morenas, pero una tenía ojos vivos de ardilla enamorada y la otra tenía los ojos largos y lánguidos de las princesas carabancheleras que todavía crecieron entre tranvías que a veces les cogían las alas. Ambas gastaban pendientes mínimos, brazaletes, sortijitas, un pequeño colgante al cuello, todos los atalajes mínimos y usitados de un amor púber, misterioso y como de barrio. Sonreían con una resignación previa al futuro que no tenían o que no querían. Al futuro que no podían.
-Nunca llegaremos a los diecisiete años- solían decir.
Ahora hay flores en el Viaducto, han crecido las flores de la amistad en el punto de donde partió el vuelo sin futuro, el vuelo sin aire de las dos criaturas. En las hermosas e indiferentes mañanas de este otoño madrileño, en las acuñadas y quietas tardes de este septiembre con fiebre humana de octubre, las flores por Cristina y Susana son como un sol caído y deshojado que tiene cierta grandeza griega y un rayo último de cobre y luz, que llega desde la mítica isla de Lesbos.
En un banco del parque, en la madera de tiempo y desvarío, sobre los tiernos y viejos nudos, están los nombres de Cristina y Susana, entre otros nombres jóvenes y perpetuos: la pandilla. Ya don Antonio Machado se emocionaba con estas cosas, las cantaba, y amó mucho a una niña como Cristina, como Susana. El amor, siempre adolescente, vive de unos ritos antiguos e ingenuos, primitivos y sagrados, perdurables y municipales.
El amor adolescente siempre es así. Chico/chica. Chico/chico. Chica/chica. El amor adolescente no tiene sexo y por eso a veces se confunde. O más bien es anterior al sexo y se resuelve, un minuto antes de la muerte, en el beso que no engendra. La juventud siempre cree estar renovando el mundo, pero es la antigüedad persa o griega de los limpísimos cuerpos, como almas, lo que habita su ademán de amor, su ademán de muerte. Siempre pasa.
Una ciudad como Madrid, sobrecrecida, sobreactuada, infartada de ruedas y políticos, recalentada de urgencia y de palabras, una ciudad de hierro y cristal, de acero y ejecutivos, de dinero crudo y violento, como munición del vivir, todavía puede dar una historia tan sencilla, tan griega (de una Grecia enferma de Persias), tan antigua y actualísima. Dos ninfas de Safo con pantalón vaquero componen un poema sáfico, justamente, que los barrenderos cruentos del cementerio han barrido como hojas manuscritas de este otoño, al pie del nicho. Es Madrid, o sea.
4 comentarios :
¡Qué dulce! ¡Qué triste! ¡Qué hermoso!
Diana
Me encanta como se enreda el amor en una ciudad tan versátil y abigarrada al tiempo, como Madrid. Se palpa y se visiona con detalle, esa pasión de adolescencia, y esa punzada de puente, y cementerio... Es sencillamente Umbral. Nada más y nada menos...
Cristina
Me ha gustado mucho, Enrique. Un historia triste contada con una prosa maravillosa. Gracias por compartirlo cn nosotros.
...¡Ay!
Muchas gracias, Enrique.
Mercedes
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