-Hola, Inés, ¡qué bien te veo!, la verdad es que el pelo así de corto te queda de maravilla. ¿Te lo has aclarado? Pareces más joven –dijo Laura acercándose a Inés con la copa de vino blanco medio llena y una sonrisa tan artificial como la de una muñeca antigua.
La música sonaba lejos, demasiado lejos como para proceder del salón de al lado. Para Inés, el ruido de las voces era mucho más fuerte y molesto. No tenía ganas de aguantar idioteces y menos dichas por alguien que lo único que sabía hacer era escupir veneno por la boca.
-Y dime, ¿sigues con tus proyectos de escritora?, ¿has escrito algo nuevo? Lo cierto es que el último relato que te publicaron en el periódico no estaba mal. ¿Cómo se titulaba?, “Mentiras a medio hacer” o algo parecido, ¿no?
- “Las verdades a medias”, Laura. Ese es el título del último relato mío que salió publicado en el periódico, y de eso hace ya seis meses. Desde entonces, como sabes, no he podido dedicarme a escribir.
Inés deseaba que alguien la sacara de esa estúpida conversación. Todos conocían perfectamente el sufrimiento por el que había pasado meses atrás. La mayoría de sus allegados evitaban cruzar con ella más de un puñado de palabras. La situación era incómoda, nadie podía negarlo y ella, menos. Pero la mujer que ahora estaba delante de sus narices poseía un don, el don de la impertinencia. No le bastaba con un simple y educado saludo, tenía que ahondar en la herida.
Los labios de Laura estaban hinchados por el exceso de silicona y su movimiento al hablar resultaba grotesco. Era una prima lejana, o algo así, y tenía por norma no faltar nunca a las reuniones familiares. Esas malditas fiestas, aburridas e insoportables que siempre organizaba la exquisita familia de Miguel, su marido, y que a Inés le traían sin cuidado.
-Bueno, querida, no te preocupes, ya te llegará la inspiración para escribir. Es cuestión de tiempo –afirmó Laura sin convencimiento alguno.
-Pues sí, eso es lo que pienso tener a partir de ahora, tiempo para dedicármelo sólo a mí -le contestó.
-¡Inés! –gritó alguien a su espalda. Su nombre le rebotó en la cabeza como una pelota de ping-pong.
-Hola, Carlos –saludó con desgana.
-¡Qué guapa estás!, un día de estos te voy a invitar a cenar, pero a ti sola, sin el pesado de tu marido –dijo con tono estridente y fuera de lugar.
Carlos era hermano de su suegro. Un viejo gordo y borracho cuyas venas de la cara parecían lombrices azules.
-Te sienta bien estar delgada –dijo con un lento escaneo del cuerpo de Inés- Lo cierto es que siempre te sobraron unos kilos –añadió.
A Inés ese comentario no le hizo ninguna gracia. Su delgadez no era por motivos estéticos, precisamente. Un repentino odio llevó a su paciencia a alcanzar un peligroso punto de ebullición.
-Vamos, dejadla en paz de una vez que la estáis agobiando –sugirió Eduardo, sobrino de su marido. A pesar de su conocida afición a la marihuana, él era el único medianamente capacitado para entender el estado físico de Inés, no en vano, estaba a punto de terminar la carrera de medicina, todo un logro para una familia dedicada exclusivamente a la elaboración de vinos. –Tía, este ambiente tan cargado no te conviene, ¿quieres que busquemos al tío?, quizás deberías irte a dormir. Estás muy pálida.
-¿Pálida? ¡No seas tonto! Si está perfectamente, un poco cansada pero nada más. Algo muy lógico después de lo que ha soportado estos meses –afirmó Carlos acercándose demasiado a Inés que hizo un esfuerzo por no vomitarle encima.
-Sí, llevas razón. Estoy cansada de soportar tonterías sin sentido –aseguró la mujer agradeciendo el oportuno rescate.
-Ven, vamos a buscar al tío –propuso el joven con una leve sonrisa.
Carlos y Laura observaron estupefactos cómo Eduardo se la llevaba del brazo así, sin más, sin despedirse ni nada. Durante unos segundos permanecieron en un silencio incómodo y extraño. El olor a sudor lo impregnaba todo, hacía mucho calor.
-Es una pena. Está hecha polvo la pobre –soltó de golpe Laura
-Sí, lo es –afirmó Carlos mientras se secaba con el pañuelo el exceso de humedad de su congestionada cara.
-Bueno, ya hace tiempo le avisaron que fumaba demasiado. Y todo el mundo sabe que el tabaco… -la mujer bebió el último trago de su copa de vino.
-Sí, una pena –repitió el hombre asintiendo con la cabeza- Siempre fue muy atractiva, y sólo tiene cincuenta años –añadió pensativo.
-Cincuenta y tres –aclaró ella.
1 comentario :
Que claro lo dices todo sin decirlo. Me gusta mucho. Un besazo. Pepi
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