-Por favor, sea breve-dijo Imán-¡gitana corte deprisa! ¡Que yo ahuyentaré los demonios que se cuelguen del cabello de mi hija, no vayan a espantarle la razón! Agarre con fuerza la hoja. Que no le tiemblen las manos, vieja. No vaya a quebrar ni una brizna más de vida de la precisa. Y ¡no la mire a los ojos! Que nadie le dio ese derecho, no ve que se le han cobijado allí su dolor y el mío.
Imán sacudió su piel negra, como si quisiera desterrarle el color y empezó a cantarle bajito a su niña, suave, apenas traspasando los labios el arrullo, como cuando en las noches sin nubes, el viento la quería manchar y su madre la metía de nuevo en el interior de sus entrañas siempre tibias, para que no cogiese frio. Con su nana le abrazaba la quemazón, que hurgaba la parte más honda del vientre infantil. Su cuerpo era más frágil que nunca, diminuto, sus escasos ocho años no le habían dado para más.
-Mi luna chiquita- la voz se balanceaba mientras la vieja maniobraba en el interior de la nena- verás que todo terminará y mañana volverás a cavar agujeros en la tierra para jugar al mancala. Te recostaras al abrigo del árbol galol y él te regalará sus raíces cuando yo no esté. Y correrás tras el hýras hasta su madriguera y te burlaras de tu amiga Kizzy cuando ella no sea capaz.
Niña adorada: he leído en el humo, cuando quemamos la mirra en la hoguera, que serás feliz, que el viento te llevará lejos de aquí. Allá donde la lluvia no deja de caer.
-¡Maldita sea gitana!, ¿Acaso la cuchilla se durmió?- le gritaba ardiendo, al rostro arrugado- no ve que mi hija se revuelve, que se le escapa el alma de tanto llorar . Cosa de una vez, que ya le pagaron por ello.
Y la anciana movía sin ritmo las espinas de acacia horadando en la inmensa costura, rematando su espesa labor.
-Cariño de tu madre- Imán regresaba al canto- ya todo se va a pasar. Dicen que ahora no serás niña más. No les escuches. Algún día tu y yo traeremos flores amarillas del desierto y te envolveré con pañuelos de colores, de los que tú quieras, que decidas al menos una vez.
Ya verás- le sujetaba la frente preñada de sudor- te pintaré las manos con henna y mis lagrimas al despedirte serán el khol de tus ojos, porque te irás con él. No, no me protestes. Tú serás feliz, lo sé. Me lo ha dicho el humo ¿recuerdas?. Te prometo que no será el tuyo un novio de barba blanca, ni manos ajadas por el tiempo, las que te toquen, las que te recorran dueñas. Yo hablaré con el hombre santo para que te haga un amuleto con las letras del Corán escritas, lo coserás cerca de tu pecho y en verdad que te traerá un marido que te deje soñar, que te abrace y te haga hijos, que conozca eso que llaman amor.
La hija rota, ya solo ansiaba escarbar en la arena del desierto, para poderse esconder. Las niñas mayores le habían dicho que así sería limpia, deseada, dispuesta para varón. Que el día que la mujer nómada llegaba, tras el olor de hembras enteras, era tiempo de gozo, de desprenderse de los dinjs que acechaban a las jóvenes impuras. Ni entendió entonces ni lo hacía ahora, ella solamente quería escapar.
-Dése prisa vieja,- las palabras de Imán se volcaban de nuevo sobre el desastre-que no hay agua para lavar lo que ha hecho, no vaya a ser que aún se me emborronen los ojos, y recuerde que ayer y mañana, mi hija no tiene voz.
Las manos retorcidas la observaron con un gesto de vanidad, recogieron la cuchilla, manchada de sangre ajena, la metieron en la bolsa de cuero y buscaron en el aire caliente el rastro que nunca acababa.
Imán recostó a su niña a los pies del baobab, reclamando su consuelo de madera y abrazada al árbol se dio cuenta que aún no podía llorar.
1 comentario :
Un trágico relato lleno de mensaje, con tu inconfundible estilo.
Me gusta el canto amoroso de la vieja.
Un abrazo.
Alicia.
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