AL ESCONDITE EN LA PARED (Diana)
(García Márquez)
Cuando al Comisario Pesoa entró en el rancho, sólo se oía un llanto lejano, concentrado en sí mismo, como si contuviera todas las notas musicales superpuestas, un llanto que entraba por la nariz, por los oídos, por la boca y le llenaba a uno de tristeza y desamparo. El Comisario Pesoa interrogó a la madre a la que ya se le habían gastado las lágrimas. Su llanto seco no era de dolor sino de desasosiego, de la congoja que se llenan las madres cuando sus hijos no acuden a la hora de la cena. Un puño, apretando el corazón y una mirada suplicante en los ojos amarillos de la india.
̶ Mi hija no sabe volver sola, es muy chica― dijo la mujer recorriendo con la vista las paredes revocadas de la cocina que olía a moho y a humo de fogón.
El Comisario Pesoa estaba acostumbrado a las travesuras de los gurises del pueblo. Más de una vez tuvo que subirse a un árbol para bajar a algún mocoso abrazado a su gato, atacados de vértigo a las alturas. Otra vez tuvo que zambullirse en el lago para liberar a las sabandijas del fondo del ataque feroz de las pedradas infantiles. Por eso se armó de paciencia mientras escuchaba a la madre preocupada contarle que todo empezó cuando a la Pequeña se le ocurrió jugar a las escondidas dentro del rancho, cosa que tenía prohibida a juzgar por las consecuencias que había que subsanar. La mujer permaneció en silencio mientras el Comisario Pesoa recorría, escudriñando con las manos, las paredes encaladas. Aplicó el oído, entrenado por los años de pesquisas infantiles, a una hendidura de dos dedos de ancho por la que temió que hubiera podido colarse la niña. El llanto de los muros fue haciéndose cada vez más lánguido y pesado.
―La Pequeña está asustada…
Nadie recordaba el nombre de la niña. La Pequeña, la llamaban así su familia y aledaños. Nadie recordaba su nombre porque al nacer la peste asolaba la aldea, tanto la madre como la recién nacida contrajeron la enfermedad en la debilidad del parto y el alumbramiento. Las comadres aconsejaron al padre no ponerle nombre para que los arcángeles no pudieran llamarla a su lado. Pasada la epidemia el cura se empeñó en bautizarla con nombre cristiano pero nadie se atrevió a nombrarla por miedo a alertar a las alturas del descuido cometido. La Pequeña quedó tocada con el don de hacerse invisible cuando no quería ser encontrada. No era en verdad el don de la invisibilidad sino el del mimetismo. Era capaz de confundirse entre las plantas del huerto, cuando se bañaba en el lago nadie podía adivinar su silueta en el verdor del fango. El simple interior de un aparador servía de fondo para que su figura se mezclara con él en un todo amorfo. La Pequeña lo hacía por diversión o para huir de algún castigo materno o para burlar a los otros críos de la aldea en sus infantiles juegos. Aunque algunas veces los resortes del mecanismo, aún no desarrollados plenamente debido a su corta edad, le impedían el completo control de sus escapadas, ocurriendo como ahora que no podía adivinar dónde acababan sus dedos y dónde comenzaba la pared en la que había decidido esconderse. Encalado y piel formaban un único conjunto de apariencia homogénea.
Otras veces había ocurrido en que la madre había tenido que recurrir a la ayuda del Comisario Pesoa, éste fingía darle al caso un tratamiento formal a fin de no concitar las burlas de todo el destacamento. Una vez finalizado el rescate, el Comisario Pesoa emitía un aséptico informe en el que dejaba constancia del domicilio de la Pequeña, la filiación, aunque nunca el nombre, por aquello de los arcángeles, y una breve descripción del suceso en los términos más técnicos posibles. Aunque todo el destacamento sabía que de lo que se trataba era de un caso crónico de mimetismo doméstico. El Comisario Pesoa fue guiando sus pasos hacia el llanto, cada vez más débil de la niña.
̶ Tranquila, Pequeña, ya estamos aquí para traerte sana y salva. Dime, ¿dónde te escondiste la última vez?
Entre gorgoritos, la Pequeña fue relatando con qué regocijo logró burlar el acecho de los gurises de la cuadra más grandes que ella y cómo, distraída, no miró donde se escondía. El Comisario Pesoa le pidió que le dijera qué veía. La niña, tras iniciar y cesar una vez más el llanto le describió una superficie blanca y dura. El Comisario Pesoa, con la diligencia que dan los muchos años de deber cumplido, deslizó los dedos por cada palmo de la pared encalada de la cocina hasta notar un leve latido, un tenue movimiento de respiración, una humedad de lágrima.
̶ Estás en la pared, a la de tres extiende las manos.
La silueta de la Pequeña fue dibujándose como un papel mojado que, al secarse, dejara al descubierto el dibujo que escondía.
Con la congoja aún en el pecho prometió a su madre que no repetiría el juego nunca más, a sabiendas, tanto su madre como el Comisario Pesoa que, en cuanto se le esfumase el susto del cuerpo repetiría la gracia, quizás con más pericia la próxima vez.
5 comentarios :
Me parece muy bonito y bien logrado.
Un beso.
Alicia.
Me gusta mucho Diana,una imitación del autor que bien podría pasar por autentica. Besos. Pepi.
Me gustó muchísimo tu cuento, Diana. Muy bien escrito; además has logrado adoptar el estilo de García Márquez y crear una historia de mundo mágico, con mucha facilidad y sin perder tu estilo.
Enhorabuena.
Me dejaste alucinada el otro día al escucharlo, y ahora, al leerlo más despacio, me parece un cuento perfecto.
El realismo mágico, la construcción de los personajes a base de pinceladas, la historia del nombre y los arcángeles, y sobre todo la historia. Es que no le falta ni le sobra nada.
Me encantó, Diana. Un buen relato que te deja en vilo hasta la ùltima palabra.
Un beso. toñi
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