jueves, 22 de noviembre de 2007

¡¡FELIZ NAVIDAD, FAMILIA!! Nieves Jurado

Hablemos de la Navidad, usted y yo. Hablemos tranquilamente de esa noche tan entrañable y feliz: Nochebuena. La familia se reúne a cenar en torno a una gran mesa, llena de selectos manjares y de caras sonrientes. Guirnaldas de colores, villancicos, turrón, regalos… todo es maravilloso, ¿verdad? Pues bien, ahora hablemos de otra Navidad. Es una Navidad distinta, no tan entrañable, pero sí más real. Y no crea que le voy a contar cómo hay gente que vive sin nada que comer y en la más absoluta de las miserias. No, no me corresponde a mí limpiar las conciencias de los demás. Si no le importa, hablemos de mi Navidad.
Antes de comenzar, le diré que para esa noche tan especial y como acto de buena voluntad, mi familia me saca de la residencia de ancianos, donde me encerraron como a un preso peligroso hace ya algún tiempo. Me llevan a casa de mi hijo mayor, Jacinto, y de mi encantadora nuera Pilar, y me colocan en una esquina como si formara parte, un año más, del típico ornamento navideño que decora el comedor con total ausencia del más mínimo sentido del ridículo. Y así, comienza la velada. Estamos sentados alrededor de una mesa alargada con multitud de platos repletos de comida, cuya única opción es montarse unos sobre otros para poder hacerse con un sitio digno; pues mi nuera, en una muestra más de su pésimo gusto, ha colocado en el centro de la mesa tres candelabros decorados con unos enormes lazos dorados y unas velas rojas que sólo sirven para que cada vez que alguien estire el brazo se queme con la llama.
Jacinto es un hombre de 45 años, con una prominente barriga, un cierto grado de falsedad y una incontenible inclinación hacia la pornografía. Mi querida nuera Pilar, como es habitual en ella, a la hora de la cena ya da muestras de haber sido la primera en probar, generosamente, el vino tinto, el rosado y el blanco. Es una mujer tetona, con un gran culo y una increíble mala leche. Al lado de mi nuera, se sienta Rosita, mi nieta, un angelito de 11 años, rubio, regordete y con unas ganas tremendas de joder a todo el mundo, en especial a su primo Daniel, el niño con la cabeza más grande que jamás he visto, pero que, a juzgar por su comportamiento, no le debe servir de mucho. Daniel es el hijo de Laura, mi pequeña, una mujer escuálida, histérica y fumadora compulsiva, casada con Miguel, el hombre más gilipollas que existe en el planeta, el cual se empeña todos los años en ejercer de chef preparando, como él mismo se atreve a decir, una deliciosa exquisitez sorpresa, aunque la verdadera sorpresa es que alguien se atreva a comerla. Y finalmente, sentado a mi lado está el hermano menor de mi nuera, Rafita, un expresidiario colgado y drogadicto, con los ojos inyectados en sangre y la cara desvaída, y del que nunca logro entender ni una sola palabra.
Conforme pasan los minutos, los comensales van dando buena cuenta de la comida. Gula, auténtica gula es lo que yo veo. Bocas insaciables devorando todo lo que encuentran, restos de salsas y de grasa deslizándose por sus barbillas, copas que se vacían y se llenan como por arte de magia. Yo los contemplo con una gran repulsa, especialmente porque a mí sólo me han puesto una sopita y una pechuga asada.
- ¡Abuelo, ya sabe que a su edad no puede comer otra cosa! – me grita la odiosa de mi nuera con una estúpida sonrisa. Sé que la muy zorra está disfrutando.
- ¡Joder, Laura! Deja ya de fumar, das asco siempre con el cigarro en la boca – le regaña mi hijo Jacinto a su hermana.
Bien, pues aquí comienza mi auténtica Nochebuena, cuando el vino se adueña de las mentes y la lengua de la familia. Mi yerno Miguel saca al exterior el macarra que lleva dentro y le dice a Jacinto:
- Tú cállate, degenerado hijo de puta. Mi mujer se fuma los cigarros que le da la gana y sólo yo tengo derecho a decirle algo.
- ¿Tú?, ¿y quién te crees que eres tú? – le contesta Laura a su marido.
- Pues te guste o no, soy tu marido, ¿entiendes? Tu ma-ri-do- le grita con la mano levantada.
- Ya salió el salvaje soplapollas como siempre levantándole la mano a su mujer – añade Jacinto.
- ¿Quieres ver cómo te meto una hostia y así compruebas lo salvaje que puedo llegar a ser? – le amenaza su cuñado.
- ¡Venga, ya está bien! Estamos de fiesta. ¡Viva la Navidad! – aúlla con una desagradable voz de soprano y totalmente borracha mi nuera Pilar, que en un intento de levantarse de la silla, tira dos copas manchando de vino el ridículo vestido morado comprado para la ocasión de mi hija Laura.
- ¡Borracha de mierda!, ¡mira lo que has hecho! – le increpa, mientras se limpia con la servilleta.
- De todas formas ese “festido” te sienta como el culo. Te marca todos los huesos, pareces una momia con traje de noche - añade Laura.
- Más quisieras tú tener mi cuerpo, bola de sebo - le contesta la otra.
Como usted comprenderá, yo observo la escena divertido y ajeno a toda discusión, porque es lo mismo de siempre y disfruto viéndolos. De pronto un trozo de pan me da en la frente. Ya han empezado. Llega el momento de los niños. Ese momento tan especial en que comienzan a volar los restos de la comida, migas de pan, trozos de carne con hueso incluido,… una auténtica batalla.
- ¡Me cago en la puta!…. Murmura entre dientes Rafita cuando le alcanza en la nariz algo pringoso que le gotea hasta su camiseta negra de los Sex Pistols.
- ¡Niña, estate quieta!, que siempre la tienes que liar – dice mi yerno Miguel.
- Oye, tú a mi hija ni la miras ¿Me oyes, chulo de mierda? Además, siempre empieza el imbécil de tu hijo – añade Jacinto, poniéndose en pie y rascándose sus partes con total impunidad.
- ¿Qué has dicho?, ¿a quien le has llamado imbécil? – le grita Laura.
La escena parece sacada de una película de Almodóvar. Totalmente surrealista. Mi nuera Pilar consigue levantarse al tercer intento y comienza a retirar los platos de la mesa. Como su andar es oscilante, al pasar por el gigantesco árbol de Navidad tira unas cuantas bolas que se hacen añicos en cuanto tocan el suelo. Todo el mundo calla de pronto; es como si hubiera cometido el peor crimen de la historia. Ella se para, los mira con ojos de besugo y entre balbuceos consigue decir:
-¿Quién ha puesto aquí el puto árbol?
Todos saben que el puto árbol lo coloca ella en ese mismo lugar todos los años, pero nadie dice nada. Se levantan y ayudan a recoger la mesa. Llega la hora de los turrones. Los niños siguen con sus peleas hasta que se fijan en mí. Es la parte de la noche que más temo. Rosita se acerca y pega su cara a la mía.
- Abuelo, tienes muchas arrugas. Estás muy viejo y se te cae la baba.
Los dos niños comienzan a reír y a estirarme del escaso pelo que aún me queda.
- Niños, dejad al abuelo, que es muy mayor y no se entera de nada – les dice Miguel.
Y por fin llega ese momento tan esperado. El del turrón. Una hermosa bandeja de turrones de varios sabores ocupa el centro de la mesa. Todos se lanzan a por el pedazo más grande. Mi nuera, dando muestras una vez más de su mala leche, me da una mierda de trozo de yema tostada.
- Tome abuelo, que con esa dentadura no puede comer otro – me dice entre risas y echándome su apestoso aliento de borracha. Me doy cuenta de que sus dientes están manchados de resto de comida. Siento auténtico asco hacia ella.
De pronto, mi hija Laura empieza a encontrarse mal. Está azulada y muy mareada. Con un fuerte impulso comienza a vomitar encima de la mesa. Al verla las náuseas y el malestar se extienden por el resto de la gente. Todos vomitan y se quejan de fuertes dolores de estómago. La primera en morir es Laura. Un grito propio de un cochinillo en el matadero se adueña del ambiente. Es mi nieto Daniel, que mira a su madre con los ojos muy abiertos mientras cae al suelo con los pantalones mojados de orines. Poco a poco todos van muriendo entre espasmos y calambres. Yo contemplo impasible la escena, sin una mueca. La verdad es que no siento nada.
Se ha hecho el silencio, sólo quedamos mi nieta y yo. Ella mordisquea un trozo de turrón de chocolate que acaba de coger, mientras yo observo el mío de yema tostada. La niña, como ausente, susurra:
- No te preocupes, abuelo, a tu trozo de turrón no le he echado veneno. Total, te vas a morir pronto. Eres demasiado viejo.
Una sonrisa se dibuja en mis labios. Levanto los ojos, miro aquel angelito rubio y, con suavidad, le digo.
- Pero yo al tuyo sí, cariño.



Nieves Jurado

1 comentario :

Anónimo dijo...

¡ASESINA! (JAJAJA) Genial, Nieves, como siempre. Un beso.