jueves, 27 de octubre de 2011

EL PECADO CAPITAL (Diana)



El joven se detiene frente a la iglesia que le parece imponente, majestuosa, aunque no es más que una simple iglesia de pueblo en sus peores horas. La calle, surcada de huellas de carros, está desierta, el calor sofocante ahuyenta toda posibilidad de vida salvo en los precarios refugios de las casas destartaladas.

El muchacho está sudoroso, unas profundas ojeras desfiguran la belleza de la juventud, el pelo aceitoso se le pega a la frente como un casco. Su camiseta de color indefinido muestra amplias manchas de sudor alrededor del cuello y de sus axilas. De la bocamanga de su pantalón, en el tobillo izquierdo, asoma un aro de hierro con un resto de cadena colgando que el chico ya no se preocupa en esconder.

Mira la puerta de la iglesia con un atisbo de esperanza, con un desgastado deseo de salvación. Lentamente sube los cuatro escalones de piedra, empuja la puerta de madera, que conoció mejores tiempos, y atraviesa el umbral. La penumbra del interior lo ciega un momento, instante que le envuelve de olor a cera quemada, a suciedad y abandono, aunque para él estos olores le aportan algo de sosiego. Avanza con temor por entre los bancos de madera vacíos de una iglesia que, a esas horas, está desolada. Se detiene frente al altar, se persigna y busca como un sediento la cruz tallada que preside el altar. Se ve a sí mismo crucificado, expiando sus culpas eternamente, rogando por su alma de pecador.

Oye a su derecha una puerta que se abre y ve una figura que se le antoja enorme, recortada contra la luz que se cuela de la sacristía. Es el padre Marius, su confesor, su guía. Este avanza soberbio unos pasos hasta colocarse frente al muchacho, se diría que, pese a la negra sotana, irradia una luz personal, que prolonga la iluminación de la puerta.

—Padre necesito que me escuche— dice con la voz entrecortada y mirando hacia el confesionario.

—Hablemos aquí mismo —dice el cura señalando uno de los bancos— siéntate.

—Ha vuelto a ocurrir Padre, estoy condenado, he vuelto a manchar mis manos de sangre.

Y relata angustiado el enfrentamiento de la pasada noche en la que, sin poder contenerse, y presa de una ira que desconocía poseer, acuchilló hasta matar a un hombre cuyo único pecado había sido cruzarse en su camino y no haber podido refrenar el descontrol de sus caballos.

—No sé qué me ocurre Padre, no soy yo mismo. Ese hombre no merecía morir. Hay algo dentro de mí que no puedo controlar, un impulso, un poder que actúa a través de mí. Sé que no merezco su perdón Padre, que el Señor me ha abandonado hace tiempo, pero no quiero seguir así, no quiero seguir haciendo daño. Padre, ayúdeme por favor.

El padre Marius posa su enorme mano en el hombro huesudo del chico que, al instante, siente una corriente de sosiego, de paz, como un bálsamo puesto en una herida ardiente. Su cuerpo se relaja, inclina la cabeza de lado hasta rozar con su mejilla la mano del cura, como un perrillo apaleado buscando consuelo.

—Hijo mío, el Señor es el que traza el camino de sus corderos. Él tiene una misión para ti y tu no debes contradecir sus designios…

—Pero Padre, he matado a personas inocentes, he cometido el mayor de los pecados.

—Hijo, el Señor sabe por qué nos elije, y nosotros debemos aceptar la cruz que él nos imponga sin vacilación. No eres el primero, si nuestro Señor sacrificó a su hijo quién eres tú para negarte a cumplir su voluntad.

—Pero esto es pecado— dice el chico, con dolor en la mirada.

—Sus designios y sus razones se nos escapan muchacho, no peques más cuestionando su palabra. Y ahora arrodíllate y repite conmigo “Señor, yo soy tu siervo, muéstrame el camino y lo seguiré con humildad”. ¡Repite conmigo!

El chico se encoje bajo el peso de las palabras, las repite como un autómata por tres veces.

—Ahora márchate y no olvides quién guía tus pasos— dice con voz potente el Padre Marius mientras observa como el joven arrastra sus pasos hasta abandonar por fin la iglesia.

El Padre Marius se pone de pie, parece incluso más alto que antes de sentarse, más ancho de hombros, más luminoso aún. Levanta la vista hacia el cielo y una sonrisa se dibuja en su cara angulosa. Sus ojos, de un rojo encendido brillan en la oscuridad. Se siente satisfecho de su nueva oveja arrebatada al rebaño.