viernes, 19 de diciembre de 2008

¡¡ FELIZ NAVIDAD!!


Con motivo de las próximas fiestas, el grupo del Club de Escritura quiere aprovechar la ocasión para mandar un afectuoso saludo a todos los amigos que nos consta seguís nuestras andanzas a través de este blog. Así mismo, el abrazo se extiende a todos los que, sin conocernos personalmente, nos visitáis desde puntos tan lejanos y dispares. Nos hace mucha ilusión comprobar que nuestras historias llegan hasta vosotros a tantos kilómetros de distancia. Junto con ellas vayan todos nuestros mejores deseos para estas fiestas y para el año que comienza.
Esperamos seguir encontrándoos al otro lado.

Sabiendo que estáis ahí todo esto tiene mucho más sentido.


Un abrazo.

Club de Escritura la Biblioteca

domingo, 14 de diciembre de 2008

"EL SONIDO DEL TREN" RELATO PUBLICADO EN LA VOZ DE DICIEMBRE. NIEVES JURADO.


He oído el tren. Se acerca incansable con su eterno y pedregoso suspiro, y, sin querer, mis pensamientos comienzan a rodar por encima de las herrumbrosas vías, siempre rebuscando en el ayer y siempre imaginando el mañana. Mis manos sujetan el bolso con tanta fuerza que se han vuelto blancas como las de un cadáver. No sé porqué esa estúpida manía de agarrarlo como si se fuera a escapar. Si no puede escapar. Nadie puede.
Una hoja cae lánguida delante de mí. Inclino la cabeza y la observo como si fuera el espectáculo más bello del mundo. Pero cuando se posa sobre mis pies, me doy cuenta de que está rota y seca, como mi vida. La he escondido bajo el banco donde estoy sentada, para que nadie la vea. Es un banco viejo, no sé si tanto como yo, pero está muy estropeado. En eso sí se me parece. Me pregunto por qué la gente se sienta en estos sitios tan fríos e incómodos. Es frecuente encontrar a personas adormecidas e incluso apáticas sentadas en estos bancos; algunos permanecen ahí durante horas, sin hacer nada, incluso sin decir nada. Quizás piensen cosas sin sentido, o quizás estén solas, como yo. No consigo encontrar una buena posición. Me duelen todos los huesos.
Me parece haber oído el tren, creo que ya viene.
El viento sopla codicioso y enmaraña mis escasos cabellos blancos. No me gusta que haga eso, me despeina y quiero que él me vea guapa cuando llegue. Aquel día me prometió en su carta que vendría para quedarse conmigo, y yo le creí entonces y le sigo creyendo ahora. Siempre he confiado en él, siempre. A mi alrededor todos me dicen que no es de fiar. ¡Qué sabrán ellos! Como si supieran en qué consiste la ilusión. La ilusión no sabe de esperas, ni de meses, ni de años; la ilusión es eterna. Tengo derecho a ser feliz; todo el mundo tiene derecho a ser feliz. Ese reloj está parado, alguien debería haberse dado cuenta. No comprendo por qué los operarios de la estación no lo han arreglado, son unos inútiles. El reloj es muy importante, el tiempo es importante. El tiempo aviva la esperanza.
Hace ya un rato que he oído el tren. No sé por qué tarda tanto.
Tras el viento sólo me acaricia el silencio. Un perro se ha quedado quieto delante de mí, me mira con lástima. Sus costillas sobresalen hinchadas como si quisieran desgarrar su cuerpo desde dentro. El animal está enfermo, lleva la muerte atada con un sucio y grueso hilo a su cola. Puede que yo también esté enferma y él haya olido los fluidos de mi enfermedad saliendo por los poros de mi piel. Quizás por eso se ha sentado junto al banco, a mi derecha. Sus ojos están mustios. Intento recordar alguna canción para cantársela, una que sea alegre, pero mi garganta se niega y sólo produce notas lentas, arrastradas y demasiado tristes. Será mejor pensar en otra cosa. Aquel cartel está torcido. Las letras se han borrado y ha desaparecido el nombre de la estación. Bueno, no importa. El nombre es lo de menos.
El eco del tren se oye cerca. No falta mucho.
La mañana es sombría y todo a mi alrededor se muestra con un aspecto de total abandono. Estoy deseando verle descender del tren. Él tiene una hermosa sonrisa, grande y llena de vida. Y el sonido de su voz se derrama sobre mí como una luz cálida y tranquilizante.
A veces me llaman loca. Vieja loca. Sé que mis gestos y manoteos suelen resultar confusos e inseguros, nada más. La gente no se para a pensar en lo duro que es mantenerse a flote. Ellos no sienten compasión por nadie. Son crueles.
Me he levantado un momento para acercarme al borde del andén y ver mejor a lo lejos. Los ladrillos están destrozados. No distingo ningún tren, tan sólo veo cómo las vías son engullidas por el horizonte. Al sentarme de nuevo, se han desprendido algunas lágrimas de mis ojos y gotean despacio sobre mi vestido azul. No sé qué me ocurre, creo que llevo un pañuelo en el bolso.
Por allí viene el tren. Lo oigo, estoy segura.
Él me escribió, y me puso con letras grandes y redondas que me quería, y yo a él también, y mucho. Por ello no concibo esta extraña sensación de ahogo. Mi pecho está dolido, y mi alma se encoje como un globo que se deshincha. No logro entender este momento, ni logro saber qué hago yo aquí, sentada en esta solitaria y marchita estación.
-Quizás ande algo trastornada –le digo al perro que levanta indiferente una oreja.
Siento un deseo irresistible de dormir. Apoyo mi cabeza en el banco y cierro los ojos. Mi mente busca inquieta en algún rincón de la memoria; es entonces cuando surge un doloroso recuerdo: él venía en ese maldito tren, hace ya muchos años. El que estalló aquella mañana.
He oído el tren. Sí, como todos los días.

lunes, 8 de diciembre de 2008

"EL REGALO DE MI PADRE", Teresa Sandoval

Me enteré de que era adoptado pocos días antes de cumplir catorce años. Fue precisamente el motivo de la celebración del cumpleaños lo que se desencadenó todo. Era tarde, quizá pensasen que ya estaba dormido, pero los oí discutir. El problema era que mi padre tenía programado un viaje de trabajo que coincidía con la fecha de la fiesta. Ella le reprochó que escurriera el bulto una vez más en ese tipo de reuniones familiares. Poco a poco fueron subiendo el tono de la discusión, y entonces fue cuando ella soltó la bomba: le preguntó que si se comportaría igual si yo fuera realmente suyo. Después no pude escuchar nada más. Aquellas palabras se quedaron retumbando dentro de mi cerebro, golpeándose contra mí con una furia casi insoportable. Era una revelación tan grande, tan espantosa, tan increíble… y sin embargo no tuve dudas de que era cierta; de pronto cobraron sentido susurros, secretos a medias, disimulos. Pero, ¿cómo era posible entonces que nos pareciésemos tanto? Yo quería ser arquitecto, el mejor, como él, y él siempre lo decía: los Aranda haremos grandes cosas, lo llevamos en la sangre. ¿Y las semejanzas físicas entre los dos? ¿Me engañaban los espejos o era una delicadeza del azar el hecho de que ambos tuviésemos el mismo tono de pelo, la misma nariz larga, la cara angulosa…? ¿Cómo era posible? Mi padre era Dios, y yo también iba a serlo, algún día, porque lo llevábamos en la sangre, y porque no podía ser de otra manera. Los dos éramos como dos gotas de agua de la misma tormenta.

Aquel día salí de casa como de costumbre pero en vez de acudir a clase estuve vagando por las calles sin rumbo fijo. No sabía qué iba a hacer. En un acto reflejo había cogido algo de dinero pero nada más. Sólo era consciente de que no estaba preparado para volver a mirarlos a la cara, sobre todo a él. Lo odiaba intensamente, porque sentía que se había estado burlando de mí durante todos los años de mi vida aprovechándose de la fragilidad de mi inocencia y de la admiración que siempre había sentido por él. La primera noche la pasé en casa de Chema, un colega del equipo de fútbol, lo suficientemente ajeno a mi familia como para que me buscaran allí; aun así me dijo que no quería líos y que debía buscarme otro lugar donde esconderme; la segunda noche, sin premeditarlo, la pasé en un subterráneo de acceso al Retiro, un lugar donde pernoctaban otros vagabundos que yo mismo había visto muchas veces sin llegar a mirarlos siquiera. Deambulé durante tres días y tres noches más por la ciudad, unas veces en círculos y otras en línea recta, dependiendo de mi estado de ánimo. A veces me pasaba horas enteras dentro del metro, aunque intentaba no llamar demasiado la atención ya que imaginaba que habrían informado de mi desaparición a la policía y que seguramente ellos mismos también me andarían buscando; pero Madrid es muy grande, y eso es una de las mejores y de las peores cosas que tiene, que puedes perderte para siempre en su horizonte cambiando de barrio.

Disfrutaba pensando cuánto estarían sufriendo. Seguramente mi ausencia estaría llenando todas las esquinas de sus cabezas: él estaría preguntándose dónde había estado su fallo, y le costaría encontrarlo, sin duda, dentro de su perfección. Ella estaría llorando, siempre lo arregla todo así; estaba seguro de que lo estarían pasando mal, pero era necesario, la justa recompensa al hecho de que entre ellos y yo no existiera ningún vínculo, de haber mantenido una gran mentira durante catorce años. Eso era lo único que me aliviaba de la angustia y del frío que pasé durante aquellos días. Cuando se acercaba la cuarta noche pensé que la venganza quizá estaba siendo excesiva y volví a casa. No sabía lo que iba a pasar pero fuera lo que fuera resultaba más conmovedor si coincidía con la fecha de mi cumpleaños.

Utilicé mis llaves para abrir, como si fuese un día cualquiera. Al entrar la encontré a ella recostada en el sofá, la cara tapada con las manos. Él venía caminando por el pasillo, como si hubiese intuido mi llegada. Estaba demacrado, y envejecido, una carga de años parecía haberse echado de pronto sobre sus hombros acabando con su arrogancia. Fue el primero en verme. Impulsado de pronto por una fuerza anterior vino corriendo hacia mí. Pensé por un momento que iba a zarandearme o a abofetearme, sin embargo me abrazó, con tan vigor que logró que nuestros corazones latieran al mismo compás. “Hijo mío”. Bastaron las palabras mágicas para que yo de pronto volviese a sentir la misma sangre de los Aranda recorriendo mi cuerpo otra vez. Porque él podía lograrlo todo. Él era Dios, y era mi padre.

sábado, 6 de diciembre de 2008

PERRA VIEJA (PAULA)

Éste es el relato que escribí para la última reunión, pero que no llegué a leer porque me faltaba el párrafo final.





PERRA VIEJA





Nunca quise a nadie como te he querido a ti. Te di mi tiempo, mi compañía, el calor de mi cuerpo en las tardes de invierno. Me doblegué a tus caprichos, obedecí tus órdenes, respeté tu espacio y esperé mi turno de caricias con paciencia.
Nunca te pedí demasiado. Me bastaba con verte sonreír, con algún mimo ocasional. Me contentaba con saber que estabas a mi lado, con alguna tarde de juegos, con caminar a tu lado.
Pero entonces llegó ella y supe que te perdía. Era tan perfecta… La primera vez que la vi entre tus brazos pensé que iba a volverme loca. Nunca había sentido nada igual, esa punzada en el estómago, esa niebla temblorosa en los ojos. Y lo peor de todo es que tú ni siquiera te dabas cuenta de lo que me ocurría. Igual que nunca alcanzaste a imaginar cuánto te quería, ahora eras incapaz de entender cuánto podía llegar a odiarte.
Porque ella no tenía la culpa, ella era tan solo un cachorro: tu cachorro. Y era tan frágil, tan inocente, que hasta una perra vieja y castrada como yo podía sentir la obligación de protegerla.
Pero lo tuyo era distinto. Sí, ya sé que nunca me juraste amor eterno, pero permitiste que soñara con que todo seguiría igual para siempre, y eso vale tanto como una promesa.
Con el paso de los días, tu indiferencia hacia mí se hizo más y más palpable. Poco a poco ella absorbía cada hueco de tu tiempo, y yo me iba quedando cada vez más sola y más abandonada en mi rincón.
Llegué a odiar todo lo que te pertenecía. Tu olor inundaba toda la casa, y me asfixiaba, me volvía loca. Un día, ebria de celos y agotada de dolor, me encaramé a una estantería y destrocé tus libros favoritos. Con cada mordisco, con cada zarpazo, descargaba buena parte de esa furia que había ido almacenando durante meses. Pero para mi sorpresa, a medida que desgarraba aquellas hojas, haciéndote daño a ti a través de tus objetos más preciados, la furia se multiplicaba y me hacía desear una venganza cada vez mayor.
Nunca había sido una perra agresiva. Jamás había mordido a nadie, ni siquiera fui un cachorro travieso, y apenas se me oía ladrar. Sin embargo de repente, comencé a espantarte a las visitas, y a desobedecerte. Hasta que vi el miedo en tus ojos, y entonces me di cuenta de cuál era tu talón de Aquiles.
Ella, tan pequeña y tan frágil, una presa demasiado fácil para mis deseos de venganza. Pero ¿realmente me crees capaz de eso? ¿Crees que mi locura llegaría hasta ese extremo? Si hasta una perra vieja y castrada como yo, podría sentir la obligación de protegerla.
Vaya, estoy empezando a pensar que tal vez haya llevado demasiado lejos mis sentimientos. Si pierdo tu confianza ¿qué me queda? Tal vez deba asumir que así serán las cosas a partir de ahora. Seguiré esperando mi turno de caricias, y te ayudaré a cuidar de tu precioso cachorro, hasta que sea lo suficientemente grande como para estirarme del pelo. Cualquier cosa con tal de apartar de tus ojos ese halo de miedo.
Pero ahora explícame una cosa: ¿Por qué vamos hoy al veterinario?

miércoles, 3 de diciembre de 2008

"Lady Mermelada", por Toñi


Una rubia de cabello largo, piernas vertiginosas y abrigo de piel de marmota sale de los juzgados caminando en equilibrio sobre sus taconazos de diez centímetros. Dos hombres que van a entrar en ese momento la observan pasmados, haciendo esfuerzos por no volver la cabeza mientras se cruza con ellos. Con admiración, uno le pregunta al otro:
—¿Y ésa …?
—Es Lady Mermelada… ¿no has oído hablar de ella?
—¿La abogada que tiene loco al juez Gorila? Ahora me lo explico todo. ¡Esa tía está buenísima!
—Dicen que cuando sube al estrado el juez babea… Y hace lo que quiere con él: la condena, la fianza, todo lo decide ella.
—¿Y será verdad que le dicen lady Mermelada porque …
En ese momento el juez Gorila pasa junto a ellos. Lleva una mancha bien visible de mermelada de albaricoque en el pantalón.

Toñi Sánchez Verdejo
Noviembre 2008

martes, 2 de diciembre de 2008

"UN LARGO INVIERNO", Teresa Sandoval

La marmota soñó que era abogada: una mujer alta, robusta, de densa cabellera castaña y protuberante dentadura. Envuelta en la toga negra estaba especialmente imponente, y bajaba y subía del estrado con una naturalidad sublime. Había conseguido la libertad bajo fianza para su cliente, un individuo oscuro y ladino como un zorro, cuyo delito se quedaba difuminado en los contornos del sueño. Cuando salieron de los juzgados se tomaron unas copas para celebrarlo y acabaron en la guarida del hombre, un sitio inhóspito y oscuro como una cueva. Retozaron toda la noche a la manera de los humanos, y él le descubrió el potencial erótico que tiene un tarro de mermelada de fresas. El sabor dulce en la boca y el regocijo de aquel cuerpo jurídico y rotundo, le hicieron olvidar que era dos de febrero. La primavera aquel año se retrasaría al menos dos veranos.