miércoles, 16 de febrero de 2011

UNA PAREJA DE TRES
 (Diana)








Alex y yo habíamos llegado a ser una pareja casi normal, aunque solamente llevábamos saliendo un año, ocho meses y catorce días. Me gustaba llevar la cuenta del tiempo que había pasado desde que abandoné la muelle vida que tenía para sumergirme en las oscuras profundidades de la pasión que nos arrastraba. El hecho de que Alex estuviera casado era para mí un problema. Éramos una pareja de tres, aunque Sonia, su mujer, ignoraba este detalle. Sonia… me gustaba pensar en ella por su nombre; no quería escamotearle la identidad de esposa engañada, ya me sentía bastante ruin acostándome con su marido como para no tener el detalle de nombrarla.

Llevábamos unos pocos mese viéndonos a escondidas cuando le pedí a Alex ver alguna foto de Sonia. Necesitaba ponerle cara al nombre, saber qué mirada tenía, cómo era su sonrisa. Necesitaba pensar en ella como la persona real que era, existente entre su marido y yo. Tuvimos nuestra primera pelea de amantes. Alex no comprendía mi curiosidad, tachándola de malsana, aunque no era morbo lo que me motivaba sino una necesidad fundamental, de saber en qué terreno me movía, qué lugar ocupaba en su vida, cómo repartía sus sentimientos entre las dos mujeres. Finalmente cedió, como casi siempre. Me enseñó una foto pequeña, de carnet, que llevaba en la cartera. Más tarde le pedí ver las fotos de sus últimas vacaciones en la playa. Me gustó descubrirla, ahuyentar la sombra de un fantasma sin rostro. Vi a una mujer bonita, con una mirada limpia y un gesto reposado. A partir de entonces no pude apartar su cara de mi mente, su presencia se instaló entre nosotros de forma permanente, yo la sentía en cada momento, aunque no la nombráramos ella estaba siempre entre nosotros.

Casi al año de estar juntos le pedí que me hablara de ella. No me conformaba con ver su rostro en un conjunto de fotos. Quería conocer sus costumbres, sus miedos, qué comida le gustaba, dónde compraba sus zapatos, qué libros leía. Después de una nueva discusión, Alex cedió. Empecé a frecuentar los mismos lugares que ella, me apunté a su gimnasio, cambié de peluquería y me hice un corte de pelo similar al suyo. Fui reemplazando mi vestuario, adoptando un estilo más formal, menos desenfadado y me puse a dieta. Adopté la costumbre de merodear por su barrio, no tenía intención de encontrarme con Sonia, sólo quería pisar las mismas baldosas de las aceras, entrar en las tiendas de los alrededores e imaginarme qué compraría Quería respirar el mismo aire que ella.

El día que le pedí que me contara cómo hacía el amor con Sonia tuvimos una bronca de enormes proporciones. Se negó a darme los detalles que le pedía, alegó respeto a su intimidad, aunque desmonté sus escrúpulos con un par de argumentos bien desarrollados y eché mano de las estrategias que siempre me funcionaban. Y Alex, nuevamente, cedió a mi presión. Me describió una vida sexual muy distinta a la que tenía conmigo, más reposada, con menos pasión que la nuestra pero con una complicidad que nosotros no habíamos logrado aún; la nuestra era clandestina, culposa, rodeada de sentimientos contradictorios, envuelta siempre en una bruma opaca. A partir de ese día nuestra sexualidad cambió, fue algo imperceptible, pero yo lo noté. Evité tocar el tema con Alex aunque estoy segura que él también percibió una sutil transformación.

La última noche que estuvimos juntos, mientras cenábamos en mi casa, me dijo que le había contado a Sonia nuestra relación y que le había pedido el divorcio. Quiso hablarme de los detalles pero me negué. Le pedí que se marchara, que recogiera sus cosas y no volviera nunca más. No podía consentirle la crueldad de apartar a Sonia de mi vida.


martes, 15 de febrero de 2011

EL SIN SANGRE

_¡No quiero verte más, eres un sin sangre!
Ése fue el detonante. Me dolió, pero la comprendí.
El último día que me hicieron uno de esos rutinarios análisis, la enfermera me dijo, después de pincharme varias veces:
_¡Vaya a reponer fuerzas, no sale ni gota!
Es que yo soy así, apocadito, tímido, poca cosa. Todo el mundo me dice lo que tengo que hacer, hasta lo que debo pensar. Se me van las horas paseando la plaza con los ojos bajos, siempre entre dudas. Creo, aunque puedo equivocarme, que todo empezó desde pequeño. Mamá me reprochaba que era un flojo, me comparaba con mi padre y mis hermanos.
_Fíjate en ellos _remachaba_, no han terminado un trabajo, cuando ya están buscando otro, y tan estudiosos… Somos pobres pero con dignidad.
 Continuamente, día tras día. Y yo, que nací perezoso cómo un gato de angora, con los años me convertí en lo que soy, un vago, afirma mi madre. Me refugié en las ideas, hice gala de un espíritu rebelde, me negué en redondo a estudiar y a buscar trabajo, ¡que trabajaran mis hermanos! Yo iba para político.
Empecé a reunirme con unos amigos los jueves en un local; hablábamos de cosas, sobre todo de eso, de política; teníamos las ideas muy claras, pero el mundo está hecho como está hecho y nuestras charlas no iban a cambiarlo. Terminamos por jugar unas partiditas a las cartas, tocar la guitarra de vez en cuando y echar unos porrillos.
Así fue pasando mi vida, hasta que la encontré a ella. Su aíre bohemio me hizo suspirar, me enamoré como un borrego. Esa dejadez, esos ojos lánguidos, siempre vestida de negro, sin nada que le importase. Éramos dos almas gemelas, la media naranja, que se dice.
Nos fuimos a vivir juntos. Todo era tan hermoso, cantábamos hasta el amanecer, callábamos justo en el momento en que el vecino empezaba a vociferar y llamaba a la policía. Nos bañábamos en las fuentes públicas, a la luz de la luna (no teníamos ducha). Por supuesto, ninguno de los dos trabajaba. Un día, robe unas flores para ella, se puso contenta e hicimos el amor. Al día siguiente, me dijo que le robara una pulsera en la joyería de enfrente, lo hice, no se por qué, tenía cierta habilidad para esas cosas, a ella le gustaban mucho las joyas. Robé un par de veces más, pero me cansé, y pese a que los pedidos de Julia iban en aumento, por una vez, me negué en redondo. Entonces ella dijo la famosa frase:
_¡Se acabó, eres un sin sangre!
Y se fue. Yo seguí allí, tumbado en la cama. Comía, bebía, fumaba defecaba… La porquería se iba acumulando y acumulando. Creo que los vecinos llamaron a los de medio ambiente. Entraron con mascarillas y la recogieron. A mí me llevaron a un hospital, aunque yo, ya no era yo, lo dije bien claro, no tenía sangre y mi cuerpo se había integrado en la maraña de mugre que cubría el cuarto, era un despojo más, les animé a que me llevaran al camión de la basura, que esperaba en la puerta y me incineraran, o reciclaran, mezclado con ella. Les propuse que preguntaran a la enfermera del centro de salud, seguro que lo confirmaría.
Julia tenia razón, y mi madre. Soy un “sin sangre” y sin ella, no se puede vivir… pero se empeñaron y me trajeron a este sanatorio lleno de locos, donde me hacen un análisis tras otro. Estoy cansado. Se lo repito a la enfermera, ella, ríe tontamente y saca la jeringa, le inserta la aguja y me hace extender el brazo_. ¡Apriete el puño! _Dice_, lo aprieto, pincha y no sale ni gota…

_ ¿Ya le has puesto el tranquilizante? ¡Menos mal!_ Oigo entre sueños a su compañera_ Siempre diciendo que es un residuo más de la inmundicia, que no tiene sangre… ¡El más loco de Las Tiesas!

Cuando salen, Julia entra por la ventana, como siempre, de negro. Y de la negrura de su entrepierna, saca un recogedor y una gran bolsa, sin esfuerzo, me introduce en ella y con la misma facilidad, la arroja por la ventana. Al momento, siento el dulce traqueteo del camión de la basura.