jueves, 30 de abril de 2009

El Extraño Libro (Paula)


A menudo, suelo encontrar cosas importantes mientras busco otras totalmente distintas. Esto fue exactamente lo que ocurrió con ese libro tan extraordinario: que tropecé con él mientras peinaba los archivadores de mi despacho en busca de un expediente extraviado.
He de confesar que el hallazgo me descolocó en un primer momento. ─¿Cómo habrá llegado esto aquí?─ me dije . No suelo tener novelas en mi puesto de trabajo, de hecho los únicos libros que ocupan las estanterías de mi oficina son los relacionados con el Derecho.
Tan descuadrada me quedé con aquel encontronazo, que dejé de buscar el expediente y me puse a hojear el libro cuidadosamente. Sin esperarlo, aquel objeto me trajo a la memoria un buen puñado de recuerdos. Una tarde de primavera en un parque de Madrid. De fondo, un cantautor desconocido arañaba el aire con su voz quebrada y una guitarra acústica. Desde un puesto de gofres llegaba un agradable aroma a chocolate recién hecho. Habían pasado quince años desde entonces, quince años que volaron sin apenas darme cuenta.
Él se llamaba Marcos y era algo más que un amigo. Podía recordar su sonrisa de oreja a oreja mientras me enseñaba su trofeo. Tenía en sus manos su primera novela, autoeditada con sus precarios ahorros de estudiante. Aquél había sido su regalo de despedida antes de tomar el tren que lo llevaría a Lisboa. Lo que ninguno de los dos imaginábamos es que a partir de entonces nuestras vidas se iban a bifucar del modo en que lo hicieron. Horas más tarde, mientras él cabeceaba en el asiento del tren, yo perdía, o tal vez dejaba olvidado, su libro en algún lugar de Madrid.
Y ahora, quince años después, aparecía en el último lugar que hubiese podido imaginar, en mi propio despacho. Sin darle demasiadas vueltas a aquella circunstancia, comencé a leer de manera distraída, intentando tal vez escarbar un poco más en la memoria, y rescatar algunos momentos agradables que ya daba por perdidos. Sin embargo, lo que encontré en aquellas páginas me dejó absolutamente asombrada: la historia que se narraba en aquella novela, tenía un paralelismo escalofriante con mi propia vida, especialmente los últimos años, desde aquella lejana tarde con Marcos.
En un principio no le di demasiada importancia al hecho de que la protagonista de la novela se llamase igual que yo, y trabajase como abogada laboralista en un despacho en las afueras de Madrid. Probablemente ─pensé─ Marcos se inspirase en mí para escribir la novela. Pero conforme avanzaba la trama, e iba descubriendo más y más coincidencias, comencé a pasar de la sorpresa al estupor, y del estupor a la inquietud.
─¿Pero qué libro tan macabro es éste?─ exclamé en voz alta al llegar al capítulo en el que descubría que mi marido tenía un lío con una compañera del gimnasio.
Sin embargo, de algún modo la curiosidad se había apoderado de mí, y no podía dejar de leer aquellas líneas, a pesar de que la sensación que me provocaba aquella historia no era precisamente agradable.
Tan absorta estaba en la lectura que ni siquiera me di cuenta de que había anochecido, e incluso había comenzado a caer una ligera lluvia, que tintineaba sobre los ventanales de la oficina. En el libro, estaba reviviendo la muerte de mi padre, y la emoción había encontrado vía libre para desatarse en forma de un llanto abundante que nublaba mis ojos.
Dejé de leer al llegar al punto en el que la protagonista encontraba un libro extraño en los archivadores de su despacho. Comencé a sudar y mi corazón se puso a latir con desenfreno. Me froté los ojos y deslicé con suavidad los dedos por mi frente, para intentar aliviar la sensación de mareo que comencé a sentir, y el intenso dolor de cabeza. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Estaría escrito mi futuro también en aquellas páginas perversas?
La respuesta la tenía casi clara, a la vista de lo que había leído hasta el momento, pero había otra pregunta mucho más importante: ¿Tendría valor para seguir leyendo? Desde luego, no aquella noche, no en aquel momento y desde luego tampoco en aquel lugar.
Con determinación doblé el extremo superior de la página en donde había interrumpido la lectura, y comencé a recoger mis cosas para marcharme. El silencio, tan solo quebrado por el incesante crepitar de la lluvia, me sobrecogió, y no pude evitar sentir un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo desde la nuca hasta los tobillos, y me dejó tambaleando a la puerta de la oficina.
Fue entonces cuando me decidí a llamar a Marcos. Después de todo ese tiempo, no titubeé al marcar los dígitos de aquel teléfono al que había llamado tantas otras veces en el pasado. No fue hasta escuchar la voz de aquella mujer, cuando caí en la cuenta de que el número que yo conocía era el de la casa de sus padres.
Tuve que explicarle varias veces a aquella señora quién era yo, para que se decidiera a darme el número del móvil de Marcos. Aún así, en cuanto lo tuve pensé que tal vez lo mejor era que llamara primero a un taxi, y esperase a llegar a casa para telefonearle más tranquilamente. Al fin y al cabo, ni siquiera tenía claro qué iba a contarle.
─Va a pensar que estás loca, eso seguro ─murmuraba de camino a casa, ya al abrigo del taxi. El conductor me miraba de reojo a través del retrovisor, sin saber exactamente si era conveniente entablar conversación o no.
Cuando llegué a casa, la lluvia prácticamente había cesado. Me metí debajo de la ducha y dejé durante veinte minutos que el agua acariciase mi pelo y resbalase por mi espalda. Cuando me envolví en el albornoz era una mujer nueva.
Me dirigía a la cocina para prepararme algo rápido antes de ir a la cama, cuando volví a tropezarme con él de nuevo. Estaba allí, junto al teléfono, desafiante, con aquella página doblada en su extremo superior, tal y como lo había dejado sólo media hora antes sobre el escritorio de mi oficina. Al verlo supe que no tenía escapatoria. Mi destino era leer aquel libro, conocer mi futuro, y probablemente volverme loca a partir de ese momento.
Y aquí estoy desde entonces, sentada en el sofá de mi salón, con el libro entre las manos, sin poder parar de leer hasta la última página. ¿Y después? ¿Qué ocurrirá después? Tal vez nada. Quizás descubra que sólo soy un personaje de novela, y mi destino es ser leída una y otra vez por distintos lectores, haciendo de mi vida una incesante repetición, tal vez con distintos matices en cada ocasión.
Mañana posiblemente todo sea un dejá vu, pero ¿a quién no le gusta releer una buena historia?

C.I.D. La fuente de la felicidad, por Pepi.

Espero convencer a mucha gente con este relato y que el producto se venda muy bien.


Los contratiempos, las dudas, los obstáculos del día a día se van acumulando en el organismo, intoxicándonos por dentro de la piel hasta llegar a alcanzar el alma o la sonrisa. La tensión, la falta de metas van minando el espíritu hasta conseguir que el estrés lo rebose, los sentimientos se resequen y el alma se nos llene de dolorosas estrías que impiden su buen funcionamiento. El centro de Investigación del Desasosiego de Couronne en Bretonia, tras muchos años de estudio ha lanzado al mercado el autentico humidificador de emociones C.I.D., un diminuto dispositivo que está causando una verdadera revolución en el campo de las desazones internas.
En dosis bajas de exposición se pauta para casos de mal humor, estados depresivos incipientes o crisis existenciales, estando especialmente indicado (siempre que se aumente el tiempo de empleo) para yonquis que deseen desterrar al ayer la jeringuilla; para madres sin hijos e hijos sin madres; para proyectos de suicidas que aún alberguen dudas; para inquilinos sin fianza de la crisis… Entre otras patologías de las que duermen bajo las vainas de la sangre. El humidificador C.I.D. actúa a nivel de los arrebatos y choques de las ondas nerviosas desviadas por las situaciones antes descritas que suelen actuar en la boca del estomago, las sienes, en mitad del plexo solar y alrededor de los ojos que se presentan marchitos e inflamados. Colocado a la altura del esternón y con una suave presión, hidrata y lubrica el sentir con chispas de confianza, serenidad, alegría y esperanza en similar intensidad, produciéndose de forma inmediata y durante horas un notable alivio de los síntomas.
No presenta contraindicación o interacción alguna, ni se han observado reacciones adversas, tan solo en ocasiones excepcionales se han comunicado dificultades de adaptación en personas con alergia crónica a la felicidad.
En caso de sobredosis por ansia excesiva del paciente de saborear la vida de nuevo, puede provocar euforia, entusiasmo e incluso vehemencia sobre todo en los ardores sexuales, que no llega a requerir cuidados especiales, ni medidas que lo atenúen (este efecto suele ser acogido gratamente por la pareja del sujeto).
El tratamiento con el humidificador C.I.D. debe continuarse hasta la remisión total de los síntomas o hasta que se compruebe que la sonrisa que cuelga de los labios de la persona se mantiene fija al menos 72 horas, pudiendo repetirse el proceso de humidificación sin problema alguno en el rarísimo caso de recaída.
El humidificador C.I.D. no requiere especiales condiciones de conservación o mantenimiento, ni presenta fecha de caducidad.
Los estudios aplicados a su uso han confirmado igualmente su efecto beneficioso en embarazo, lactancia, niños o ancianos. Incluso en sujetos desechados en otras terapias por su persistente negrura interior, ha podido evidenciarse un claro hermoseo de hechos, palabras y pensares que sitúan al C.I.D. como una de las mayores innovaciones en su campo dentro del último siglo.
Para pedidos o más información puede llamar gratis durante las 24 horas del día al teléfono 200 200 200, donde un asesor le atenderá personalmente.
Forma de pago en cómodos plazos sin intereses o con tarjeta Risa o el Corte Flamenco.

LAS NUBES DE LA VIDA, por Pepi.

Estoy tumbada en una habitación pintada de nubes, nubes blancas y azules, recortadas en satén, nubes de algodón de azúcar que dibujan figuras que apaciguan mi cuerpo y mi espíritu: ángeles preñados de vida que sostienen una respiración que nunca antes conocí, ventanas con aroma a amaneceres que baten sus puertas de brazos en cruz, como alas de mariposa, invitándome a asomarme y contemplar el mundo, animales sedientos de caricias que me ofrecen su lomo para que mis dedos se desprendan de la angustia acumulada. Cierro los ojos y continuo viéndolas, suaves, panzudas, rozándome la razón que se sosiega al punto, mientras casi las noto moverse a mi alrededor. Un sonido de agua me refresca por dentro, vive en el interior de la música con que se impregna el lugar. La calma, la serenidad parecen haberse engendrado allí. Aquel sentimiento de paz que un día olvide al otro lado del camino, se hilvana ahora cada vez que me ve llegar, se acerca, corretea alrededor de la camilla, me enjuga el regazo hasta que el olor del llanto acomodado por tanto tiempo, se remueve inquieto y hace ademán de marcharse. Mi nombre es María, tengo 40 años y durante más de la mitad he dormido desahuciada en el umbral de la propia puerta del infierno, entretejidos los días pasados, con otros aún sin forma, con aquella oscuridad, aquella negrura, hija de la desesperanza que de pronto y sin pedir licencia se asentó en medio de mi juventud y que a cada paso me iba robando la cordura del alma: enfermedad, trauma, trastorno… ¡qué sé yo!, si tan solo tenía por seguro que aquel mal se alimentaba de mi alegría, de las ilusiones apenas nacidas, de la luz que tanto echaba de menos y me encerraba el aliento, el sentir entre sus fauces de fiera, trocándolas en angustia, ansiedad y un miedo melancólico y sibilino que me rasgaba la piel por dentro, abriéndoles las puertas de mi mente a los mil fantasmas, que “a capella”, me cantaban sin descanso sones siniestros. Aún me duele recordar el ayer, porque las cicatrices son tiernas y requieren ungüentos, pero debo extenderlo a la vista de quienes temieron el roce de mis ojos cansados al pasar, como si el desaliento que me invadía les contagiase el momento, las ideas tejidas de escrúpulos profanos, más ahora sé que puedo entrar en lid con su pensar acaso más perturbado que el mío y por encima de ellos, siempre por encima, pintando mis recuerdos de blanco, intentar arrancar la pesadilla de algún otro que ignore que existen los cuartos pintados de nubes y las voces que abriendo la senda, te enseñan a empezar a caminar. Ahora, refugiada en mi propio testimonio que juega entre las rendijas del techo de mi dormitorio rebusco en el cajón de las ilusiones dormidas, mi vieja pluma oxidada por la necia espera a la que la he condenado durante este tiempo, la acaricio con los dedos transidos de tierna añoranza, mientras me bullen por dentro mil vidas rotas caracoleando en el sentir, pugnando por ser construidas y solo necesito una para saborearlas de nuevo. Dudo una y otra vez porque los espectros parásitos, cuyos restos aún anidan en mí, se resisten a soltar su presa, pero no estoy dispuesta a dejarme engullir, ya no. Y el folio me da miedo, me atrae y me turba al tiempo, respiro como “la voz” ( mi terapeuta) me ha enseñado, desde las tripas, invitando al oxigeno a darme de comer, a ser mi pan y mi sal. Me siento en deuda con la página en blanco que tanto me dio, antes de que se me secaran los sueños, la intuyo triste por mi abandono, por mi desconfianza, por ese egoísmo bastardo que me acerco a ella a la pura fuerza, cuando la sombra de la necesidad se erguía en los alrededores de mi bolsillo, la escucho llorar, por si otra vez, mercader de quimeras voy a entregarla a unos ojos que desprecien la sensibilidad, la verdad del espontaneo viaje por las vidas que nadie vivió ¡pobre papel!, mi madre o mi hijo, no lo sé, una unión dichosa y temida, abandonada a cada tanto sin pudor. Cuando la mente se niebla la alejo, si la luz me araña el instante la convido de nuevo a pasar, pero quiero redimirme, las nubes jugosamente azules de la pared me arropan, destierran el desasosiego y se insinúan melosas, incitándome a escribir sin pensar, sin rebuscar la palabra idónea o el giro que agrade más, voy a escribir al fin sin que las letras atraviesen el filtro de la mente, ayer traidora y embustera, me arrancare los sentimientos de las vísceras ahora desposadas con la voluntad, escurriendo el alma entre la tinta, pondré mi nombre en los renglones, el que llevo dentro, junto al que me pusieron al sacarme de pila. Viviré en mis palabras, ¡quiero vivir!, que las puertas de la celda negra se cierren tras mis pasos, construir otra vez, parir otra vez, hacer el amor con el folio exiliado, mimarlo hasta lograr su perdón.
De nuevo tumbada en la habitación pintada de nubes , cada semana cruzo de mi hogar a su refugio y “la voz” que me está enseñando a vivir, se funde con el sonido del agua que lava la tristeza que carcome sin tregua y yo quisiera que las palabras, las sensaciones que se alumbran en mi conciencia, saltasen risueñas, atrevidas, hacedoras de ilusiones hasta otras mentes dormidas, como la mía estuvo ayer y las regasen con destellos de esperanza y fueran su montaña y su cobijo como son el mío, para que les contasen que el ayer no existe, que se marchó con su dolor a cuestas y no es lícito penar ya por él, que el mañana aún nadie lo forjó y los sueños no deben quebrarse amparados en una noche que quizás no labre la puerta de sus espíritus, que tan solo el ahora respira, tan solo el presente es hijo de la luz y se puede cultivar, arrancando a jirones, las sombras que desaliñadas se resistan a marchar.
Miro a mi alrededor, recreándome en las redondeces hasta atisbar entre ellas, rostros amados, cansados quizás de luchar por mí, pero prestos a parirme de nuevo, escucho requiebros de amor, sonrío por dentro de la boca al oírlos, me sorbo a tragos las miradas que despacio regresan del destierro. En ocasiones ( soy humana) mi recién estrenada serenidad se tambalea, entonces regreso aquí, al origen, busco las nubes y las devuelvo al canto de mis ojos donde me siento hasta que se sosiegan, me paro, agarro el pensamiento traidor, el que amenaza con retornar desatándose del pasado ( ignora que no se puede volver a lo que ya no existe) y lo miro, entera, firme, no lo juzgo ¿para qué? Tan solo lo observo hasta que resbala vencido desde mi sentir a la tierra donde se diluye
Y sigo siendo María y aún tengo 40 años, pero ya apenas me duelen los de atrás, será que el alma se ha puesto al corriente de su deuda y ella misma se mece y canturrea. Busco la María que duerme en mi interior, la que tanto aguardó bajo paletadas de olvido y en un instante me veo niña, vestida con el uniforme azul del colegio de monjas y con el aire de la tarde que empieza, el rostro expectante, partido en dos el cabello oscuro, tejido de trenzas, sola en un camino que jamás ande, pero de pronto estoy allí con ella, María chica y grande, nos damos la mano y jugamos con una pluma que aún no se oxidó.
Hay que escribir el instante con ella, dejar constancia de que algo parecido a la felicidad se quiere acercar y ¡ay! De aquellos que miren con recelo nuestra mente al pasar, que arañen con repulsa, como lengua rasposa de gato, nuestra voz para quebrarla, que vivan sin creer que existen las habitaciones pintadas de nubes
Relato finalista del Certamen "El Puente".Valladolid 2008. Incluido en el libro "Palabras contra el estigma"

"Dientes de león", por Toñi

La joven Emma era de naturaleza caprichosa y romántica. Se pasaba horas y horas tumbada encima la cama con un libro abierto entre las manos y un gato de color vainilla a sus pies. Le gustaba tanto leer que muchas veces se olvidaba del mundo exterior, lleno de obligaciones y circunstancias tediosas y necesarias. Y tantas horas pasaba leyendo que sus tareas quedaban indefinidamente postergadas, se olvidaba de comer y sus amigos dejaron de llamarla.

Pero a Emma no le importaban estos pequeños inconvenientes. Es más, prefería que la dejaran sola, en su mundo, en el silencio de su habitación, roto sólo por el sonido de pasar páginas o el runruneo del gato, que casi siempre estaba durmiendo. Sólo necesitaba aire para respirar y luz para leer. Y si alguien la buscaba en su cuarto es posible que no la viera, pues tan quieta y callada estaba que se diría que era transparente, o invisible como un camaleón. Y es que al abrir un libro su concentración era tan intensa, tanto que Emma entraba en el libro y desaparecía.

Y era cierto que no estaba. Entraba allí, en aquellas historias y vivía las vidas de sus personajes; sentía en su interior las mismas penas, alegrías o contradicciones a los que éstos se enfrentaban, vivía y moría con ellos y viajaba, pensaba, se enamoraba, …, y, al cerrar el libro, salía de él más fuerte y más sabia, con el peso de la experiencia que con sus casi dieciséis años no le estaba dado conocer (todavía). Y enseguida corría a la biblioteca a buscar más sensaciones para esa sed nunca del todo saciada.

A fuerza de leer, le sucedió a Emma un milagro raro, inexplicable y nunca visto y es que fue capaz de materializar, desde dentro del libro, objetos que eran testigo de sus lecturas, como el mago saca del sombrero de copa una paloma. Aunque en el caso de Emma no había truco.

La primera vez fue algo casi imperceptible: el polvillo de oro de las alas de un hada. Lo había descubierto porque al quedarse a oscuras brillaba en sus dedos. Los miró asombrada (se imaginaba qué podía ser, pero ¿cómo había llegado allí?) y al agitar sus manos algo tiró de ella hacia arriba: por unos instantes fue capaz de volar.

No se sabe si aquella magia le abrió la puerta a otros prodigios aún mayores; el caso es que Emma tenía un arcón lleno, lleno, de cosas hermosas y extravagantes que había traído de sus viajes literarios: un zapato de cristal, una punta de flecha, una perla grande, un diente de león (esa flor rara que al soplarla esparce sus semillas), unas monedas de plata antigua, un abanico chino hecho con delicado papel de arroz, un anillo de oro con extrañas inscripciones en su interior, un pañuelo rojo de seda… y siempre que cerraba un libro, en sus manos aparecía un nuevo objeto. ¿Qué sería esta vez? Todo dependía del libro que estuviera leyendo …

Un día Emma dejó de leer. No pasó nada especial: simplemente, pasó la vida. Emma se centró en otras cosas, aprendió a ser práctica y olvidó sus fantasías de juventud. Hay que vivir, se decía, y si alguna vez leía un libro era de cocina, de ingeniería, de derecho. En fin, de cosas útiles que necesitaba saber para aprender un oficio. Nada de aventuras, cuentos de dragones y princesas, nada de héroes, nada de románticos viajes alrededor del mundo. Perdió su facultad de materializar objetos, guardó el arcón debajo de la cama y se dedicó a seguir su camino (que es algo que debe hacer toda persona que se precie de serlo).

Emma creció y maduró. Se convirtió en una mujer estupenda, pues uno siempre guarda en su corazón la semilla de sus sueños (germinada o no) y los suyos eran unos buenos sueños. Pero
pasado un tiempo, empezó a sentir una especie de nostalgia que acariciaba la superficie de esa semilla. ¿Qué habrá pasado con el arcón? ¿Y con todas aquellas cosas? Emma lo buscó y lo encontró; era fácil encontrarlo: estaba debajo de la cama, cubierto de polvo, destrozado por las uñas del gato que lo había usado para afilárselas (los gatos no respetan nada). Y lo abrió.

Dentro no había nada. Estaba vacío. ¿De verdad, estaba vacío? No. Había que mirar bien, porque en el fondo todavía quedaban unas semillas de diente de león. Las cogió, las acarició y en ese instante tuvo la revelación de que sus sueños eran auténticos y que no se habían perdido. Y decidió ser escritora para volver a llenar el arcón con las hermosas palabras que esta vez también saldrían de sus manos.

De sus manos que todavía conservaban algo brillante, polvo de hadas, dientes de león o simplemente la luz que ella misma desprendía.

viernes, 24 de abril de 2009

Nuestro libro por Argentina


El dia del libro se suele festejar de muchas maneras.
Yo aproveché el viaje de un gran amigo para que liberara un ejemplar en el Senado de la República Argentina, en Buenos Aires.
Para no confundirnos a la hora de poder seguirle la pista, lo registré con un nuevo código (238-7127187). Esperemos que nuestro embajador más ilustre tenga larga vida, como el rock'n'roll.

"Palabras eróticas" en la BPE de Albacete


Ayer en el día del libro hubo un acto especial en la BPE de Albacete: la actividad "Palabras para soñar" con la participación de todos los clubs de lectura de la biblioteca y en la que el Club de Escritura La Biblioteca intervino con "Palabras eróticas".

Estas son algunas fotos del acto:

Jose María leyendo a Octavio Paz, el poema "Bajo Tu Clara Sombra":

"Un cuerpo, un cuerpo solo, un sólo cuerpo
un cuerpo como día derramado
y noche devorada;
la luz de unos cabellos
que no apaciguan nunca
la sombra de mi tacto;
una garganta, un vientre que amanece
como el mar que se enciende
cuando toca la frente de la aurora;
unos tobillos, puentes del verano;
unos muslos nocturnos que se hunden
en la música verde de la tarde..."


*** *** ***

Teresa leyó un fragmento de "La carta esférica", de Arturo Pérez Reverte.



Alicia se atrevió con la erótica carta que escribe la misteriosa dama en "Seda", de Alejandro Baricco:

" ...es hermosa tu mano en tu sexo, no te detengas, a mí me gusta mirarla y mirarte, amado señor mío, no abras los ojos, todavía no, no debes tener miedo, estoy cerca de ti, ¿me sientes?, estoy aquí, te puedo rozar, esto es seda, ¿la sientes?, es la seda de mi vestido, no abras los ojos y tendrás mi piel, (...) tendrás mis labios, cuanto te toque por primera vez será con mis labios, tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de mis labios sobre ti, no puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes..."








Y al final nos hicimos una foto de grupo. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Mercedes, Teresa, Gracia, Nieves, Alicia, Toñi y Enrique.



Un abrazo para todos. Toñi

12 miradas en el Parque de Abelardo Sánchez


No es que haya hecho un gran viaje, pero ayer no pude resistir la tentación de liberar "12 miradas" en el Parque de Abelardo Sánchez, de Albacete.


Lo dejé en un banco, después de haberme hecho una foto con él.


Espero que alguien haya recibido este regalo tan especial en el Día del Libro.


Un abrazo para todos. Toñi

Entrega de premios (haiku y fotografía) en el Día del Libro

La Biblioteca General de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM) del Campus de Albacete, ha convocado el I Certamen de Fotografía Biblioteca Abierta, con el objetivo de reflejar y descubrir a través de las imágenes el mundo de las bibliotecas. Iniciativa a la que se suma el Concurso de Haiku, promovido por el mismo centro universitario, que cumple de esta manera con su tercera edición.

Los premios de ambas modalidades fueron entregados ayer 23 de abril en el hall de la Biblioteca General del Campus universitario.

Entre los premiados destacar de nuestro Club de Escritura el 3er. premio de fotografía, concedido a Miguel Ángel Molina, el 2º de haiku, para Toñi Sánchez Verdejo (que soy yo) y el 3º de haiku a Mercedes Zayas.

Miguel Ángel recogiendo su premio de manos de Ángel Aguilar






silencio en casa
sólo la lavadora
que centrifuga


(2º premio de haiku por Toñi Sánchez Verdejo)





Un abrazo para todos. Toñi

jueves, 23 de abril de 2009

Feliz Día del Libro




Feliz día del libro para todos aquellos que estais locos por leer y/o locos por escribir.
Un libro y un gato son los ingredientes ideales para pasar una buena tarde; mejor si el gato es de color vainilla y mucho mejor si el libro es "12 miradas". No son imprescindibles pero sí muy recomendables. Si no os gustan los gatos puede ser cualquier otro animal: un león, un dragón, una mariposa...
El libro os lo podeis descargar pinchando el enlace de la derecha de este blog.

Un abrazo para todos. Toñi

miércoles, 22 de abril de 2009

"LA MENTE OSCURA" por Nieves Jurado


Hace frío. Incluso puede que al finalizar el día termine nevando. Tengo lágrimas en los ojos y por toda la cara, pero no sé bien por qué lloro. Hay algo extraño a mi alrededor. No entiendo mi presencia en este lugar, tengo la impresión de no saber quien soy, incluso de no existir. ¿Y si sólo nos hallamos dentro de una mente retorcida que juega con nosotros a ser Dios?, ¿un Dios caprichoso y cruel?
Vivo sola rodeada de libros, libros que devoro sin apenas percibir el tiempo. Aunque el tiempo importa bien poco. Tengo algunos recuerdos, son de la infancia principalmente. Mi madre me abandonó cuando yo tenía 8 años y mi padre se casó un año más tarde con una viuda gorda y vulgar que más bien parecía una vigilante de una prisión antigua para mujeres. Recuerdo que mi padre me pegaba, y a mis dos hermanos también, mientras mi madrastra miraba la escena con una grotesca mueca de satisfacción. Y recuerdo, de una manera muy especial, un crimen cometido en mi barrio, un terrible crimen que me pilló muy de cerca. Encontraron muerta, estrangulada, a mi vecina Ángela Grande, “una joven promesa de las letras”, según comentaron los periódicos. Y nada más; mi vida se limita a ser fruto de unas vagas y confusas reminiscencias del pasado, que parecen haber sido instaladas por una mente oscura en algún rincón de mi cabeza.
En mi habitación, junto a la cama y sobre una mesita de noche, hay una botella de whisky medio vacía y un vaso medio lleno. Mi boca tiene el sabor amargo de quien ha bebido durante horas o incluso días. Aguardo la llegada de un ser anónimo, un ser tan inhumano como para tenerme encerrada durante…, no sé cuánto tiempo, ¿quizás una eternidad? Nunca le he visto la cara, sólo sé que es clave en mi vida, y que también lo será en mi muerte. Esta espera parece no tener fin, el día entero parece no terminar nunca y sin embargo algo en mi interior teme que finalice, no quiero que llegue mañana porque mi futuro se presenta huidizo como las ratas.
Debajo de la ventana hay una mesa y una silla. Encima de la mesa hay un montón de papeles escritos con una letra algo descuidada. Es mi letra. Creo que estoy escribiendo una novela y siento pánico porque no sé cómo continuarla. Todo está desordenado, sucio y la ventana únicamente contribuye a que la pálida luz que deja entrar a través de sus cristales muestre un lugar triste. Sí, aquí se respira tristeza.
He oído un ruido detrás de la puerta, unos pasos se aproximan. Me acerco a escuchar. Me aparto de golpe como si me hubiese dado una descarga eléctrica. Regreso a la ventana. No, corro otra vez hacia la puerta. Mi cuerpo tiembla, es el miedo que se adhiere a mí como una mortaja. No sé qué hacer, debo pensar pero no lo consigo, mi mente está seca o más bien inactiva, ¿quién decide por mí? Bebo un trago rápido y torpe de whisky que se me derrama por entre los labios. Más pasos golpean el suelo con ritmo lento y firme. Creo que estoy soñando, sí, eso es, me encuentro sumergida en una absurda pesadilla.
La puerta se abre de golpe. De repente, una mano poderosa e invisible me agita de un lado para otro, mi cuerpo está endeble, más bien es el cuerpo sin vida de una muñeca de trapo. Deseo salir corriendo pero alguien me lo impide y ese alguien no es la persona que ha abierto la puerta. Esta se trata de un hombre alto y corpulento, con la cara oculta tras una máscara de Spiderman, que se dirige hacia la mesa donde están los papeles. Los coge, les echa un rápido vistazo y los tira al suelo con desprecio.
-¡Esto es una mierda! No has escrito nada bueno desde hace un mes. ¡No vales para nada! –me grita.
Con horror veo cómo saca un trozo de cuerda. Lo miro inmóvil, la mano invisible me impide que reaccione. Con rapidez enrolla la cuerda alrededor de mi cuello. Aprieta, aprieta con todas sus fuerzas. Caigo al suelo sin aliento. Una cucaracha trepa hasta mi cara amoratada y la examina con curiosidad. Antes de que todo finalice, creo ver unos ojos gigantes y etéreos flotando en el aire. Y me observan impasibles.

Malena Castro, la gran escritora de éxito de novelas de suspense deja el bolígrafo sobre la mesa. Ya ha terminado el cuarto capítulo de su próximo libro. Trata sobre un asesino en serie de jóvenes escritoras. Cuarto capítulo, cuarta víctima. Mañana se lo dará a su secretaria para que lo pase al ordenador.

martes, 21 de abril de 2009

DEJAD LOS POETAS LIBRES. Trinidad Alicia Garcia Valero.

poniendo luz a las sombras,
caminando entre las nubes
hermoseando la tierra.
Vuelan, como vientos veloces,
susurrándole a los mares.
El mundo desean cambiar…

¡Dejad los poetas libres!
Con su canto de emociones.
¡Abran cárceles de sueños!
Que la ilusión nos inunde,
lluevan estrellas y amores.

Libres siempre igual al aíre,
suspirando al mundo versos
deben de ir los poetas.
Los poetas entre lunas.
Lunas blancas, lunas llenas.
No mueren las esperanzas
y no envejecen jamás.
¡dejad libres los poetas!

LA OTRA SOLEDAD. Trinidad Alicia García valero

LA OTRA SOLEDAD
La dura, la que no esperas,
Abominable, sola.

Le temo tanto.
Tan vacía y...
Temo a esa oscuridad
que la circunda.

Una lápida
aplasta la memoria.
Una flor en el lago.
Soy un pájaro azul,
De alas truncadas o,
una ardilla veloz.

Me asomo de puntillas
Tengo miedo.
La otra soledad que,
Si es la mía,
Confunde al corazón.

lunes, 20 de abril de 2009

"EN ÍTACA", Teresa Sandoval

En Ítaca, los días son largos, en cambio las noches, ¡tan cortas!... En la oscuridad del cuarto, abrigada por las sombras tiro del hilo de la labor que me distrajo durante el día, y el tejido, el sombrío sudario que empecé para Laertes, el padre de Ulises, queda de nuevo suspendido en el mismo momento en que quedó ayer, y antes de ayer, y muchos antes más. Después, cumplida la tarea de deshacer el tiempo, me sumerjo en el mar y recibo un baño de luna en las aguas del Rey Poseidón, en una ceremonia que se repite cada noche cuando termina un día igual que el anterior y similar al siguiente, mientras un viento cálido y suave me acompaña en la soledad que convoca la nostalgia de aventuras míticas.

Los días, los largos días de Ítaca, son muy parecidos a los que transcurren aquí, entre las páginas de un libro que pocas veces alguien se digna a abrir. Hace mucho que las hazañas de Ulises se refugian olvidadas entre el resto de este naufragio de volúmenes clásicos que descansan en los estantes más añejos de una biblioteca. Sólo muy de vez en cuando, unas manos ingenuas, con un inocente y a la vez heroico movimiento que, sin saberlo, encierra el poder de los dioses antiguos, toman el libro y al abrirlo desencadenan de nuevo tempestades que no perdieron su bravura a lo largo de los siglos, epopeyas de terribles traiciones, amores eternos o el poder inmemorial de los audaces engaños. Todo eso se desata, con tan simple gesto.

Yo, que perdí la juventud y la belleza en una espera legendaria, vuelvo a ser joven, y vuelvo a estar espléndida cuando el aliento de una nueva ocasión vuelve a mover las páginas polvorientas de La Odisea; comienzo a revivir, aunque mi vida sea siempre la misma y yo en cada una de estas existencia, de una manera casi imposible, ambicione con más fuerza el poder de hacer muchas cosas que no se me permiten.

Mi tiempo, paradójicamente, es el de la ausencia de Ulises; es ahí cuando se ponen a prueba mi resistir contra el paso de los días y de la soledad, a pesar de que alguno de los pretendientes que se presentaron en mi palacio para cortejarme despertaron en mí un deseo truncado de raíz, porque otra condena a la que estoy eternamente sometida es la de ser modelo de fidelidad al esposo, si bien ya no sea capaz de recordar con nitidez su rostro ni su cuerpo.

Y retomo la labor, tan inútil y con este olor a nostalgia fermentada, y me gustaría al menos poder cambiar el material con el que la tejo, sustituirlo por las lanas de colores alegres que las chicas de hoy lucen en sus bufandas o en sus jerséis modernos. Porque a veces me asomo entre líneas hacia el exterior, y en alguna ocasión mi mirada se ha confundido con la del ser humano que hay al otro lado, y es otra de las cosas que envidio profundamente: la increíble facilidad que tienen los lectores para estar en dos sitios a la vez, en el salón de su casa y en Ítaca, por ejemplo. Yo daría lo que fuese por poder escapar alguna vez de entre estas páginas y convertirme en una heroína intrépida y libre, como las que forjan los autores de ahora en las novelas de aventuras.
Permanezco y permaneceré aquí para siempre, y mientras alguien tome “La Odisea” entre sus manos, el tiempo volverá a adquirir las dimensiones de mi historia, y reanudaré mi labor, y mi corazón irremediablemente recuperará de nuevo el anhelo por la vuelta de Ulises, al que sigo amando y al que sigo esperando, porque así lo concibió mi padre, Homero.

LA FÁBRICA DE SUEÑOS de Ana Sofía de Gregorio


Era una casa vieja, no antigua ni con encanto, sólo desvencijada y vieja. Encima de la puerta colgaba un destartalado cartel castigado por la acción de los elementos sobre cuya madera, maltratadas por el tiempo pendían las letras “l” e “i” formando una extraña mueca que, como una sonrisa invertida, parecía burlarse de cualquier visitante que se atreviera a cruzarla. Sandra la miró tan sólo un instante y aún con el abrazo protector del sol que le acariciaba la espalda, y la mano apretada de su madre sobre la suya, al mirarla no pudo evitar que un suave temblor le recorriera todo el cuerpo. Su madre, en un gesto mecánico, interpretó el estremecimiento como una señal de frío y con mano experta le apretó la bufanda alrededor del cuello, tanto que al instante ella emitió la oportuna protesta que su madre, con la cabeza puesta en otras cosas, decidió ignorar.
Sandra desvió la mirada de la vieja casa mientras se veía arrastrada a la que estaba situada justo enfrente, su nueva casa y en ella su nueva vida, en un lugar desconocido con niños extraños. Se había negado con fuerza cuando sus padres los sentaron en el sofá del salón y cogiéndole las manos le habían explicado que si la crisis, el trabajo de papá, las deudas... obligados a dejar la casa... al pueblo con los abuelos. Pero ella lo único que comprendía era que ya no estarían sus amigos, que su habitación y su casa serían tan sólo un recuerdo y que la vida que conocía se disolvía a través de las lágrimas que como un río se desbordaban por sus mejillas. Parpadeó con fuerza incrédula cuando su padre le indicó el que a partir de ese momento ese sería su mundo, una reducida habitación con una cama y un pequeño ventanuco que apenas se distinguía del marrón de las paredes. - Esta es vuestra habitación – había dicho su padre con una falsa sonrisa - ¿Nuestra? Había contestado Sandra mirando a su hermano, que en ese momento se afanaba en ponerse el chupete. – Tienes que entenderlo hija, es sólo temporal. Sandra miró a su padre y la infinita tristeza que le devolvió su mirada la convenció de que no debía llorar más, se enjuagó las lágrimas y se sintió un poco más mayor.
De día la casa vieja era sólo eso, vieja, pero de noche se transformaba en un lugar oscuro y gris que atraía como un imán su curiosidad.
El azar había hecho que la ventana de la habitación que Sandra estaba obligada a compartir estuviera situada justo enfrente del desvencijado cartel, por ello la primera noche de su nueva vida se dedicó a realizar denodados esfuerzos por descubrir la palabra secreta que se escondía en el mismo. El problema era que sólo alcanzaba a observarlo si se ponía de puntillas mientras se agarraba con fuerza a la ventana de madera de la que emanaba un fuerte olor a humedad. No había ningún lugar al que subirse o trepar y el esfuerzo le arrancaba profundos suspiros y perladas gotas de sudor que furiosamente espantaba con la mano. Su hermano se removía a su lado en la cuna y ella sabía que por nada del mundo debía despertarlo, así que con silencio y determinación fue desgranando una a una las letras, una “l”, ahora una “i”, un hueco, una “b” …
La madrugada sorprendió a Sandra inquieta y exhausta, y casi sin querer un sueño intranquilo se instaló en su cuerpo y la venció sobre la cama, pero ni siquiera entonces fue capaz de dejar de pensar intentando componer en su mente la palabra que le rondaba en la cabeza pero que, como el humo, se escapaba de sus manos cada vez que creía haberla atrapado.
A la mañana siguiente un leve quejido de su hermano seguido de un gorgojeo la trajo de nuevo a la consciencia. Se sentía tremendamente agotada y cada movimiento le dolía en el alma, pero su mente estaba sorprendentemente clara
y despejada y una palabra infinitamente multiplicada resplandecía en ella como el tesoro que por fin había hallado,“libros”, por fin, pensó, es una librería.
Al bajar vio como su padre y su abuelo con semblante serio languidecían sobre una taza de café. Ninguno parecía darse cuenta de su presencia, así que cogió una tostada y anunció que se marchaba de la casa sin recibir ninguna respuesta perceptible.
La calle estaba brillante y clara y a falta de otra cosa más interesante que hacer decidió sentarse a observar como otras chicas jugaban con muñecas que habían visto tiempos mejores. En su interior esperaba que la invitaran a jugar pero sabía que las cosas no funcionaban así, debía ser ella la que se ganara su atención. Le costó unos minutos armarse del valor suficiente para dirigirse a la que parecía el líder del grupo, así que con paso decidido se encaminó hacia la pelirroja de las pecas que, a modo de respuesta, tan sólo le dirigió una profunda mirada de desprecio
- Sólo si te atreves a entrar en esa casa vieja podrá jugar con nosotras, dijo con una sonrisa malvada.
Se encaminó hacia la casa con miedo y llamó a la puerta pero nadie acudió a abrir, así que con precaución se introdujo en una estancia pequeña, rodeada de cientos de libros apretados que parecían luchar entre sí por el espacio. Estaba sola, y asustada pero no pasó mucho tiempo antes de que un hombre, el más viejo y arrugado que Sandra había visto nunca, se asomara a través de una pequeña puerta. Ella pensó que si no hubiera sido por la expresión de aquel hombre, ceñuda y con un rictus que se asemejaba a las letras del cartel de la vieja casa, podría tratarse del mismo “Papa Noel”. Nunca había visto un pelo tan largo, una barba tan blanca y unos ojos tan verdes como aquellos. - ¿Te pasa algo, niña? – dijo con una voz áspera y de infinito hastío. – No, nada, contestó. – Bueno, pues ya puedes ir volviéndote a tu casa, no me gusta mucho tener niños merodeando por aquí, los ojos infantiles ven cosas que no se deben ver....
Sandra corrió hacia su casa si mirar atrás, el dueño le asustaba aún más que la vieja casa, así que venciendo la resistencia de su miedo, cruzó los escasos metros que le separaban de su casa a la velocidad que sus piernas le permitían.
Su madre, con las manos sobre la cara le recibió con un angustioso abrazo mientras le cubría de besos - ¿Dónde has estado? Repetía constantemente sin esperar respuesta. Era una pregunta vacía cargada de lágrimas de desahogo, la oportunidad que esperaba para llorar.
La noche las sorprendió abrazadas, y una vez seco el torrente de la desilusión, cuando ya no les quedaba más que decir, se fueron a descansar.
Sandra dormía profundamente sobre la almohada cuando un suave resplandor inundó su habitación. Se despertó sobresaltada, intentando localizar el origen del mismo e inmediatamente lo hizo, el ventanuco brillaba como si la luz del sol acariciara su exterior. Sin embargo, aún era de noche. Se subió a una silla que por precaución había decidido introducir en su estancia y se asomó, desde esa altura podía observar sin problema el cartel y la puerta de entrada de la librería que era el lugar de donde salía la extraña luz. Dentro de la luminaria empezaron a deslizarse extrañas formas que Sandra creía identificar pero que al instante descartaba “no puede ser, pensaba, no puede ser”. Unos minutos después finalizó el desfile y ella, confundida, creyéndose víctima de una pesadilla, se volvió a dormir.
Cada noche durante una semana se repitió la misma escena con la misma duración pero con distintos personajes, La niña creyó adivinar entre esas formas una dama con pamela. Otro día incluso creyó ver … un lobo. “¿Un lobo? se decía, imposible”. Los días pasaban y la incertidumbre crecía en su interior hasta que una mañana venciendo su miedo decidió entrar a la vieja librería y preguntarle al anciano. Estaba vacía o al menos eso parecía, porque la oscuridad que rodeaba todo le impedía ver más allá de sus propias manos. Como si de la boca de una cueva se tratara el espacio parecía infinito y tenebroso, pero no se arredró y se internó en la estancia tratando de recordar el recorrido que días antes había hecho a la inversa.
Una pequeña luz al final del túnel le indicó por donde debía ir y lo hizo tratando de no levantar ni una mota de polvo con sus pasos. Una puerta entreabierta le separaba del anciano que en ese momento estaba encorvado sobre una mesa escribiendo algo sobre un pequeño cuaderno. La sensación de verse observado debió alertarle porque al instante levantó esos ojos infinitamente verdes que ella recordaba y la atravesó con la mirada, de tal forma que se sintió descubierta y avergonzada.- ¿No sabes llamar a la puerta, verdad? – dijo el anciano - ¿No te dije que no me gustaba ver niños por aquí?. Sandra se frotó las manos nerviosamente, tenía la misma sensación en la nuca que notaba cuando sus padres le iban a imponer un castigo, pero la curiosidad le picaba en la lengua, no podía salir de allí sin una respuesta, así que sin pensárselo dos veces afirmó – He visto a personas entrando aquí por la noche.
-¿Personas? Inquirió el anciano con sorna. – Bueno, no sé... dijo – lo parecían, también había animales... apuntó sin mucha convicción.
- Umm, masculló entre dientes el anciano – Ya sabía yo que me ibas a traer problemas, ¡Olvídate de lo que has visto niña, son sólo sueños! ¿Me oyes? ¡Lárgate de aquí! Y si quieres saber dedícate a leer libros en vez de andar vagueando y molestando a las personas mayores.
Sandra se marchó con un tremendo desconcierto y una profunda rabia, odiaba todo, aquel pueblo, a esas niñas que no querían jugar con ella y sobre todo la vieja librería y aquel anciano tan desagradable de ojos verdes. Se quería ir de allí, quería volver a su casa, necesitaba recobrar su antigua vida. Las lágrimas congestionaban su rostro cuando su madre le recogió entre sus brazos como tantas otras veces, - Todo pasará cariño, le decía mientras le acariciaba la cabeza.
Y pasó..., las semanas transcurrieron lentas dejando un rastro imperceptible y Sandra comenzó a disfrutar de su nueva vida y de sus nuevos amigos, María la pelirroja se convirtió en su mejor aliada y con ella y la panda las mañanas de colegio y las tardes de bizcocho y chocolate se convertirían en el mejor recuerdo.
Algunos meses después llegó su cumpleaños. Para entonces su vida anterior se había difuminado en el tiempo y no había otra realidad que la que entonces disfrutaba. La mañana de su cumpleaños estaba un poco triste, no habría regalos, no había dinero y ella lo sabía pero no podía evitar que una fuerte congoja le apretara el corazón. Un cumpleaños feliz a tres voces le animó cuando atravesó la puerta de la cocina arrastrando con él su tristeza, una gran tarta y un paquete con un enorme lazo rojo presidían el comedor, su hermano destrozó el envoltorio y en su interior... un libro con un sugerente título “El Lobo y la vieja dama”.- Está dedicado – dijo su madre. Sandra abrió con precaución la primera página, en el margen derecho una letra picuda dibujaba:

“Para mi guardiana de los secretos” y una flecha, Siguiendo la misma giró el libro para observar como desde la contraportada unos ojos verdes le miraban divertidos ante su cara de sorpresa. “Este va a ser un gran cumpleaños” pensó.


Ana Sofía de Gregorio Moro

"La hija de los libros tristes", por Josefa González Cuesta (Pepi)

Cada vez que salvaba la calle que un día fue del Progreso, encogido el talle y el aliento por el peso de las viejas cacharras rebosantes de leche recién ordeñada, con las que surtía los almuerzos de los señoritos del centro. Antes o después, mejor después, no fuera en época de calina a cortárseme la mercancía, me arrimaba despacito, sin licencia por ser mujer a medio hacer y con aquellos relejes de miseria que aún se nos colgaban a muchos del pensamiento en semejantes años, al quiosco “El boulevard”, ya tenía localizado para ampararme detrás el más grueso de los chopos, justo al pie de uno de los bancos de forja, donde dejaba descansar las cantaras con un ojo encima por si acaso, el otro y todas mis ansias se esforzaban por alcanzar los titulares de la prensa que revoloteaba prendida en los cordeles, con alfileres de madera, alrededor del templete, hacedor de mis ensueños.
El dueño, con un guardapolvos tan roído como su gesto, se fijaba en mí como de refilón y me dejaba hacer en la distancia. Si acaso algún chusco de posibles, de los varios trajeados que por intelectuales se tenían cada vez que hacían tertulia mañanera, inspirados por el aire de las gacetillas, se sacaban alguna gracia vestida de impertinencia para obsequiarme con ella, consiguiendo que se me arrebolasen los ojos y emprendiera antes de tiempo el camino de regreso hasta la antigua vaquería, más allá del Camino del Molinico donde vivíamos el montón de hermanos, mis padres y las dos vacas supervivientes de la contienda, que nos ayudaban a espantar el hambre.
Mi madre que me tenía medida la hora salía a mi encuentro y me arrancaba la carga que a esas horas casi se apoderaba de mí. Acortábamos entonces los pasos para que ella pisase la luna con las palabras que mis ojos le traían escritas y que yo le desgranaba con fruición. Dichosa con su semblante reverdecido al escucharme, nadie hubiera creído al fijarse en sus dedos retorcidos de tanto escurrirle vida a las ubres de las reses, que por apego y empeño del republicano que la había sacado de pila, sabía leer y escribir y bastante más de las cuatro reglas con las que destetaban la ignorancia a los chiquillos en las escuelas que aún quedaban enteras. Solo es que la vida le había traicionado el sentir.
Así siempre medio a escondidas, mientras me enseñaba a repulgar o mullíamos los colchones de lana, calaba en mí sus recuerdos alimentados por paginas de libros que vivían bajo su piel, convencida de que solo con ellos llegaría más allá de lo que por hembra se me habría de permitir. Los hijos varones tenían de sobra con eso, con ser varones.
Aquella mañana, escuché como le decía a mi padre que me iba a acompañar en el reparto.
-Cosas de mujeres-le mintió-no se le vaya a agriar la leche con el trastorno.
No abrí la boca, a pesar de tener recién terminado mi mes, que mi madre era larga cuando las razones le eran propias. Caminamos con una cacharra cada una por la ruta diaria, pregonando el género que por una vez, me río por lo bajo ella, no habrían de caer en debilidad los señoritos si se calaban las sopas con vino en lugar de con leche. Fue al llegar al Mercado de abastos cuando desviamos los pasos por una cuesta a aquella hora preñada de tenderetes de hortelanos. El olor a fresco de las cajas no consiguió romper el ajetreo de interrogantes que se me amontonaban en la boca.
Subimos por un callejón escalonado de espolones, que se abría a un ensanche cuajado de barro y silencio donde la honestidad y la lujuria casi se abrazaban. En la esquina de más allá había una casa refugiada tras un enorme soportal, tiempo después me enteraría que era de las llamadas de “tolerancia”. No traspasamos el umbral. No hizo falta. En el chaflán anterior había una tienda apuntalada por adobes rebozados en cal que una vez fue blanca, con un escaparate diminuto donde se sorteaban el mejor puesto, unas cacerolas de porcelana, un par de cortes de sayas de domingo, hilos y hasta algún afeite para las descocadas vecinas. El viejo que nos abrió la puerta abrazó a mi madre con querencia contenida de años, me miró de arriba abajo, de dentro a fuera, suavizándose las arrugas que tenía cinceladas en el rostro con un viso de ternura que le cubrió al pronto. Se ve que las palabras no eran precisas, porque en silencio nos hizo entrar y con igual sigilo bajamos a una especie de sótano, dejando atrás la mercadería del bazar. La luz blanquecina del candil que prendió, se hizo de plata a mis ojos boquiabiertos. Todos los libros del mundo parecían dormir su magia en aquel lugar, de tal modo que a mí se me figuró aquello una quimera a punto de desmembrarse.
-Aquí están los libros que por intolerancia, desidia, desesperanza o que se yo- me dijo el valedor guardián de las palabras- nadie quiso leer. Son libros tristes a los que solo yo acaricio de vez en cuando. Ellos aguardan a que alguien como tú les infunda vida, les haga vibrar otra vez. Puedes venir siempre que quieras, con la condición de que no nos traiciones a tu madre, a mí o a ellos.
Creo que hasta que no repetí varias veces aquel camino, tanta era la inquietud y el recelo, no conseguí empaparme con la intima dicha de desgranar un libro. Mi madre aguzó su ingenio desperdiciado para construir mil historias que dieran crédito a mis ausencias, porque a mi padre, la época o la cortedad lo habían convencido que una hija, tan solo debe afanarse en guardar la honra y el ajuar, presta a parir y a obedecer llegado el instante. Cambiar de amo con cadenas semejantes.
Subí así en incontables ocasiones por la cuesta oscura sin que el olor a meretriz del barrio contiguo me consiguiera alcanzar, con pasos cada vez más firmes, y el alma repleta de historias con que alimentarme.
El padrino republicano me abrió las puertas del conocimiento, haciendo que la simiente de mi madre no cayera en baldío. Aprendí a desentrañar lo lícito y lo prohibido en aquel Edén clandestino, donde tan solo las leyes de las musas regían de cuando en cuando. Con la connivencia de mis dos mentores terminé de crecer, sentada entre las páginas que me enseñaron a ser algo más que una mujer de sueños castrados, respirando desde entonces con algo parecido a la libertad.

"Diario de Nito. Autobiografía", por Pepi

La noche chorreaba pavesas de aguanieve deseosas de cuajar en el asfalto brillante. Corría una ventisca hiriente de esa que te rasca por dentro haciéndote tiritar hasta el pensamiento. Los labios me azuleaban hacia un rato, manchando el rojo intenso del carmín con que me había dibujado la boca. Pero en aquel instante glorioso, pertrechada tras mi Versace palabra de honor, hubiera desafiado al propio Eolo si se hubiera acercado por allí, con tal de exibir el gorgojeo dichoso que me bullía por el envés de la piel.
Era mi momento, manido de tanto ansiarlo y estaba dispuesta a tragármelo entero. Todo estaba controlado, todo perfecto, agarrada del brazo de roca del gallardo escolta que me había procurado, pisaba con tal aire la mullida alfombra, que casi podía oír renegar las tapas de las sandalias, con que desafiaba mi equilibrio y el futuro de los juanetes que luchaban como locos por respirar apretujados bajo las finísimas tiras plateadas. Justo es aclarar que a buen seguro el hermoso Adonis que a cada poco me sonreía arrebatado. Se alimentaba para sus adentros con la jugosa exclusiva que nuestra velada le reportaría y con un poco de suerte hasta un garbeo por alguna pasarela de moda. Yo solía comparar a aquellos efebos efímeros con el vestido exclusivo que armada de paciencia había logrado calzarme, arrellenando las carnes un tanto colganderas ya, bajo el amparo del sujetador push-up, sucedáneo casero de las más aprensivas al bisturí. Ambos eran mozo y atuendo oropeles que con la edad y la fama me daba la real gana permitirme y más en fastos como aquellos, donde la medalla que aguardaba a prenderse en mi escote a punto de desbordarse tan solo se otorgaba a escogidos nombres del panorama literario. Aún no sé si por meritos o por pesadez pero aquella era mi noche.
Los flashes dibujaban círculos amarillos en mis ojos cuando entramos en el teatro. Pero yo los mantenía tan abiertos como los parpados me permitían. Quería grabarlo todo, en la retina, en la memoria, tatuarme el subidón en el ego para cuando llegasen las vacas flacas.
No describiré los pensamientos que me rodeaban, los recovecos cristalinos de la regia araña del techo, las zalamerías que colgaban de los parabienes que escuchaba a mi paso. Ni siquiera las palabras que el engolado presentador repetía por lo bajo para después regalarme los oídos, porque toda yo sorteando el gentío, buscaba el galardón más preciado , aquello con lo que me alimentaria cada vez que las musas desertasen de mi mesa, (aunque a esas alturas ya nos habíamos acostumbrado unas con otra y no solíamos alzarnos la voz). Pero allí estaba mi meta, la mueca cabreada de aquellos que alguna vez osaron aguijonearme la ilusión. Los buenos, los legales no me afectaban, ya digeriría su erudición al día siguiente, pero a los cizañeros se la tenía jurada.
No tardé en toparme con uno de los rostros malcarados y sin pudor alguno le paseé la mezcla de vanidad, orgullo, satisfacción y mala uva que llevaba en el bolso desde que recibí la noticia de mi premio. Y para rematar el asunto, le planté un impúdico morreo a mi descolocado acompañante en cuanto que la condecoración se acomodó en el borde de mi atavío, con lo que convertí al chismoso en pariente de Lot, estatua de sal para más señas, no cabía duda de que continuaría poniéndome de vuelta y media en mi próximo escrito, pero yo me relamería de gusto después de aquel instante, muchos más años de los que me quedaban a este lado de la vida.
El rasras de la lengua rasposa de mi gato deslizándose sobre las hojas en blanco que me miraban desde el escritorio, me devolvió al ahora. Otra vez la imaginación se me había tornado respondona y me regalaba con situaciones disparatadas, sueños de día, bufonadas que caminaban entre lo grotesco y lo pastoril cuando las imágenes que intentaba plasmar no cuadraban con mi intención ¡qué me había quedado traspuesta vaya! Instintivamente me llevé la mano al pecho. Por supuesto la medalla se había esfumado sujetándose al Versace que si acaso colgaría del armario del bigardo del ensueño si es que llegaba a tentarle alguna vez el travestismo. Pero eso si un regusto pícaro me corría por los labios satisfechos aún, algo bueno tenía que tener aquel ir y venir desbocado de inspiración, así que decidí unirme a él. Miré al minino que continuaba con su húmeda labor sobre el folio virgen, a un gesto mío se apalancó sobre mis rodillas renqueantes bajo sus sobrados 8 kg. Y me ofreció la cabeza para la matinal sesión de caricias, aquello si que era sabroso de verdad. Decidido estaba pues, escribiría sus memorias: Diario de Nito, obras y andanzas de un felino blanco-rubio común europeo. Si lo acababa con tiempo lo mandaría al Planeta. ¿por qué no?. Cosas más raras se han visto.

domingo, 19 de abril de 2009

LOLA Y LOS LIBROS por Trinidad Alicia García Valero

LOLA Y LOS LIBROS.


_¡Venga deja ya ese libro y sal a la barra, tienes trabajo!
Lola dice algo en voz baja, cierra el libro con lentitud, se pone de pie, se alisa el vestido y se mira al espejo que tiene enfrente: un poco de colorete en los pómulos, sombra violeta en los ojos azules y rojo en los labios; el verde del vestido favorece su rostro cetrino y le va bien al pelo castaño, el espejo aprueba su imagen. Con movimientos felinos corre la cortina y sale, la barra está llena de hombres variopintos que acogen su salida con piropos subidos de tono y gritos:
_¡Viva mi Lola! ¡Qué buena estás! ¡Te voy a poner morá a besos, nena!
Ella se encoge de hombros y sonríe, está acostumbrada. El dandi y los otros siempre hacen lo mismo.
_Mucho lirili y poco lerele _dice riendo, y dirigiéndose al dandi con ironía_. ¿Qué haces esta noche, mi dandi? ¿o te espera la parienta?
El hombre saca pecho y pide otra copa que ella le sirve enseguida.
_Sí, me espera la parienta, pero da igual, el hombre soy yo, chica.
Risotadas; el bar de techo bajo y fondo alargado, es uno de esos bares con piso arriba, donde la Lola satisface a los clientes. Ella se lleva lo suyo, que no es mucho, y Miguel, el dueño, el resto. Vivía allí, de vez en cuando se acostaba con él, porque le gustaba. Su mujer, Antonia, lo sabía y estaba conforme, a veces formaban un trío. La verdad, Lola era un buen negocio para ellos. Buena trabajadora, guapa, fiel, un poco tonta, más bien inocente, no tenía ambiciones, sus canitas al aíre eran comprarse un par de vestiditos de colores chillones (que, por cierto, iban muy bien para el negocio) y… su gran vicio… comprar libros: novela, poesía, teatro, además del periódico todos los días; leía cualquier cosa que caía en sus manos.
Miguel y Antonia la querían, eran como una familia; pero esa adicción a los dichosos libros los ponía fuera de si, ellos nunca leían y nunca habían visto a nadie hacerlo tanto. Porque Lola leía mucho, era su peor defecto. ¿Cómo una puta cómo ella podía leer? ¿qué buscaba en esos papeluchos? se preguntaban; y lo sorprendente, es que no faltaba al trabajo ni ponía excusas, seguía su ritmo, ganaba dinero.
Miguel y Antonia hablaban entre ellos, tejían planes para que dejara de leer, pensaban que debía ser por su educación del convento. Lola se crió con las monjitas en un orfanato, donde la dejaron recién nacida. Ella siempre hablaba bien de las monjas, decía que eran sus madres, las quería. Y cuando cumplió los dieciocho y fue puesta en la calle, con su atillo de ropas usadas que alguna alma buena le dio, junto con una dirección para trabajar de criada en casa de un noble, lloró. Desde entonces, siguiendo sus consejos, apuraba sus minutos y horas libres leyendo.
Un buen día, el señor la mandó llamar a su habitación. Le hizo el amor, prometiéndole cosas que, por supuesto, no iba a cumplir y después le regaló unos pendientes. Así pasaron varios meses, y en una de esas veces a Lola se le iluminó una bombillita en el cerebro y, perdida en sus sueños de príncipes azules, pensó que mejor cobrar que recibir pendientes o cualquier otra baratija.
Una tarde conoció a Miguel en un parque; la conquistó con su labia y buena planta, le propuso el trabajo, ella accedió, marcharon al bar y, hasta hoy, Lola se encontraba bien así… mientras la dejaran leer; los libros la sacaban de paseo, la llevaban de viaje, le hacían conocer a gentes distintas, y ella era feliz con eso. Después, se ponía el vestido verde, rojo o negro y subía al piso de arriba con cualquier cliente y mientras el tipo se desahogaba, ella navegaba por un mar que nunca había visto, o caminaba por una calle llena de sol. Al terminar bajaba con su mejor sonrisa a poner copas y volvía a subir. Y así un día y otro y otro…
Antonia y Miguel hablan entre ellos, comentan esa pasión de Lola por los libros; les parece destructiva, no está en la realidad y hay que darle un escarmiento. Deciden quemárselos cuando ella esté “atendiendo”.
Esa noche los tres hacen el amor.
Al sábado siguiente, mientras Lola va al piso de arriba con el dandi, ellos entran en su habitación, cogen los libros y los llevan al cuarto de baño, los ponen en la bañera y les prenden fuego. El humo se expande por la casa. Aunque abren las ventanas, Lola nota el olor; algo le ronda por la mente, deja al dandi, que protesta diciendo que en esa casa no existía la seriedad, y corre siguiendo la pista del humo. Las llamas de colores suben al techo; Lola ve en ellas pájaros azules y sueños dorados que lloran, escapando por la ventana y, sin pensarlo dos veces, se arroja a la bañera para intentar salvarlos, pero el fuego ya está muy avanzado y sólo puede coger alguna hoja suelta; las llamas alcanzan el pequeño camisón de gasa, se enredan en su pelo, rodean sus brazos, sus piernas, su cuerpo… un grito rompe el crepitar del fuego. Antonia y Miguel, horrorizados, miran la escena sin siquiera poder gritar. Alguien ve las llamas y llama a los bomberos. Cuando éstos llegaron ya era tarde. Lola yacía en la bañera, rodeada de carboncitos y pavesas negras que antes fueron libros.
En una camilla, liada en mantas, sacan a Lola. Un espíritu libre.

viernes, 17 de abril de 2009

Etérea y transparente, por Diana



ETÉREA Y TRANSPARENTE

Diana Disavoia Kuchta


La mañana era gris. El agua que había caído durante toda la noche permanecía en las aceras, en las grietas de los adoquines, en las hojas de los árboles. La Tienda apareció de repente al doblar la esquina, discreta, ocupando un pequeño chaflán hecho a su medida. El escaparate no daba demasiadas pistas del tesoro que ocultaba. Casi pasé de largo, no sé qué fue lo que atrajo mi atención. Más tarde pensé que la misma Tienda, toda ella y su tesoro, desprendía un magnetismo especial, al que era imposible sustraerse.

Me asomé tímidamente a su interior, como pidiendo permiso. Me recibió un dulce olor a papel viejo, a recuerdos, a incienso. Las Cantigas de Alfonso X sonaban en un moderno equipo de música, única concesión visible al paso del tiempo. En su interior una pared repleta de grabados, facsímiles y mapas decorando un lateral. Una enorme estantería de libros antiguos, nuevos y de ocasión completaban el resto. Las cortinas primorosas, sembradas de bordados y encajes, tamizaban la luz que caía sobre una vitrina con ediciones exclusivas encuadernadas en piel, otras en tela estampada con lomo y puntas en pergamino, un Quijote con grabados y láminas y algunas ediciones antiguas firmadas por el editor.

La tienda era pequeña; otra salita contigua completaba el muestrario de objetos intemporales, nada recargada, cada pieza colocada en el sitio apropiado. Libros de cocina, de viejas recetas artesanales, lacre, plumas, tinta y papel de carta.

En un rincón, frágil e irreal, una muchachilla de enormes ojos y piel trasparente me obsequió con una sonrisa. Descansaba un libro en su regazo. A partir de ese instante el tiempo se detuvo. Pude haber estado una hora dentro o dos días o quizás un año entero. Sentí que pertenecía a aquel lugar, que la pequeña butaca de madera que asomaba en un rincón era mía, que en alguna otra vida me había pertenecido, que yo había pasado largas horas sentado en ella tejiendo sueños e imaginándome un futuro lejano, absurdo e incomprensible. Sentí que todo aquello no me era ajeno, que su espíritu me había pertenecido. Miré a la joven del rincón que, sabedora de mis pensamientos, asintió sutilmente. Recorrió con su mirada el pequeño recinto y luego me bendijo con sus ojos brunos, desde la lejanía, desde aquel tiempo en el que ella y yo compartimos caricias y deseos. Cuando, antes de partir a la guerra, le prometí la inmortalidad juntos y ella lloraba rasgando tristemente las cuerdas del laúd. La joven etérea se había quedado en su rincón esperándome, esperando que la vieja butaca volviera a llenarse con mi presencia. Pero pasaron los años, los siglos y yo volví tarde. Equivocado el rumbo y equivocado el tiempo. Aunque no sé por qué extraña magia ella seguía allí, buscando en las viejas páginas del libro, y yo había vuelto. Me reconoció y la recuperé en un instante fútil, porque no podíamos rasgar la trama de la historia, sólo podíamos mirarnos con los ojos del pasado.

Cuando hube pagado el libro que decidí llevarme y una vez fuera, una bruma envolvió la Tienda suavizando sus contornos y opacando los colores. La muchacha de enormes ojos negros, ahora tristes, me saludó con una leve inclinación de cabeza. Nos despedimos nuevamente como aquella vez en la que le prometí regresar y pensé que quizás podríamos volver a coincidir en algún atajo del tiempo y encontrar nuevamente mi butaca que estaría allí, esperándome.


Diana Disavoia Kuchta

12 miradas en Estocolmo


Diana ha liberado nuestras "12 miradas" en Estocolmo, entregándoselo a una persona que viajaba hasta allí. Y por cosas del destino, ha caído en manos de una sueca que sabe hablar perfectamente el español y de la que no tenemos ninguna duda de su procedencia sueca, por lo menos en el aspecto, según se puede juzgar por la foto. Ella ha prometido que lo leerá y después le dejará proseguir su viaje.

jueves, 16 de abril de 2009

DE NUEVO EL AZAR.

DE NUEVO EL AZAR
Aquella tarde de otoño de nuevo el azar, con la intensidad de un dibujo que representa una copa de vino, quiso traer para ella un sentimiento limitado y bello. Un libro, que había visto días atrás abandonado en una de las estanterías de su casa, queriendo saber sobre su locura le susurró tímida y dulcemente estas palabras: “ Niña, tu ingenuidad no te permite contemplar con exactitud como cada día sobre mis hojas caen lágrimas de lluvia. No existe consuelo. El tiempo que llevo aquí me transmite el término. Esta madera fría y húmeda suspira mi inevitable muerte. Y tú, qué imaginas tan sólo con susurros todo esto, todavía quieres leerme ... besarme”.

Ella, que tranquila soñaba en su hogar sentada frente a sus libros, casi se ahoga, no podía creer lo que estaba oyendo, pero por un momento idealizó el conocimiento e inmediatamente respondió unas caóticas palabras de color rojo intenso. “ Es cierto”

En aquel preciso instante se hizo el silencio. Entonces un silencio largo, muy profundo. Aquella mujer había callado mil cosas. Cada uno de sus besos enamorados era un cálido y distinto cuento. La lectura pasional de la que le hablaba aquel libro había recorrido muchas veces el camino de su cuerpo, cada rincón de su imagen. Un beso que anhelaba esa forma suya transparente, sin espinas ni espíritu barroco.

¿Y ahora? Se preguntaba a sí misma intentando encontrar respuesta, alguna huella en el aire intenso. Ahora dos cuerpos, mujer y libro, enfrentados en distintas tragedias ante la fuerza arrebatadora de la vida, se respondía buscando un poco de alivio.
¿Y mañana? Volvía a preguntarse. Mañana una doble tragicomedia y la certeza de saber que la luz del sino hará que esta espina inicial sea tan solo temporal y que nuestras nobles almas impedirán un dolor infinito, volvía a responderse ahora más serena.

Vida y muerte. Amor. Saber, no saber, luna , sol , blanco, negro, la noche en tu pelo ... Y después todo consecuencias.
Aquella tarde María recordó como nunca antes lo había hecho las palabras de una amiga: “Los besos, las lecturas, todo ... todo fluye e influye en esta vida”.

Propuesta para el 29 de abril



Como la última reunión la ha coordinado finalmente Diana, vuelvo a la carga con un nuevo ejercicio que espero os guste y saque de vosotros a ese publicista que todos llevamos escondido.


Mi propuesta es hacer un microrrelato, no más de una página, en el que se venda algo. Aquí hay que ser: originales y convincentes, tanto en la forma de vender como en el producto. Teneis que conseguir que la persona que lo lea desee comprar ese objeto/producto o servicio. A pesar de la crisis, a pesar de que estén cerradas las tiendas, a pesar de tener que leer todos los correos que escribo ...


Para muestra un botón: la imagen de la izquierda, ¿no os provoca unas ganas inmensas de tomarse un café de esos con ese hombre tan guapetón y tan interesante?


Pues eso, hacer lo mismo pero con palabras.



Si quereis ver el anuncio, pinchad: http://floresdedientedeleon.blogspot.com/2009/04/httpwww.html


Besos para todos y a escribir!!



Toñi

miércoles, 15 de abril de 2009

DESENCUENTROS

Tengo ya más años de los que quisiera recordar y a veces, sólo a veces, siento como si ellos fueran los que me llevaran a mí y no al contrario. Fruto de mi largo tiempo de peregrinar por esta ancha tierra he adoptado muchas costumbres, la mayoría malas, y entre ellas una destacable, que no sé si es la peor, pero sí es ciertamente poco ética, y es la de clasificar a mis nuevos amigos según el relumbrón que pienso que su estela va a imprimir en mi alma. Y si bien en ocasiones he dudado entre una y otra clasificación, no es menos cierto que el tiempo me ha dado la razón en más ocasiones de las que me ha hecho caer en el error. La clasificación es bien sencilla y creo que muchos se encontraran inmersos de lleno en una de mis categorías deseando saltar a otra en alguna ocasión, y otras veces cómodamente instalado en la posición en la que el azar les ha colocado.
En primer lugar están esos amigos del alma, los que se pueden contar con los dedos de una mano, son los que verdaderamente piensas que jamás te van a fallar y no es su perfección la que les coloca en ese altar frente a tus ojos, eres tú mismo el que los necesitas allí, a tu lado, siempre. Si cae alguno, se te rompe el alma en mil pedazos. Luego están los “amigos de toda la vida”, aquellos que no necesitas ver todos lo días para saber que están ahí, ésos que después de meses o años te volverán a ver y siempre arrancarán una sonrisa de tus labios y el convencimiento de que pronunciarás la palabra “amigo” con todas sus letras. En tercer lugar están esos amigos, del ahora, los nuevos, los del momento. Algunos quizás se queden, de otros sólo habrá un recuerdo bonito o no, que la mayor parte de las veces se fundirá con la memoria.
Los demás son meros conocidos, los que con suerte te llenarán tu entierro.

Con Manuel cometí un error; su fulgor me hizo pensar que era una de esas raras estrellas que llegan a tu vida para quedarse, y estaba convencida de ello. Tal era la luz que irradiaba que quise dotarle de lo más bellos dones y rendirle tributo dejándole abiertas de par en par las puertas de mi alma. Cometí el error de los confiados, de los que aman demasiado, puse la amistad en un lugar tan elevado que ni él ni yo pudimos llegar a alcanzarla y se quebró.

El azar, con su habitual sorna quiso que un día mientras dedicaba libros, un hombrecillo tímido se acercara a mi lado a pedirme una firma. No era uno de esos días en los que me siento espléndida, extrovertida y deseosa de agradar, al contrario, evitaba mirar a la cara de los allí reunidos para que no apercibieran el profundo hastío que aquella tarde me coronaba como reina de las letras. Pero ante todo era el trabajo y ese era el mío, el que me daba de comer y satisfacía hasta mis más ínfimos caprichos. Lo único que realmente deseaba era que la tarde se deslizara áspera pero tranquila, pero ni eso pude lograr.

- ¿No me recuerdas Ana? – dijo una voz más allá de la punta de mis dedos.
- “Una vez más la tan manida frase ¿Pero cómo me voy a acordar yo de nadie si veo a cientos de personas al cabo del día?”, pensé con hastío.

Dudé entre la mirada sorprendida- agradada de “no tengo ni puñetera idea de quién eres” y la simple ignorancia. Pero intuí que la segunda opción iba a ser desafortunada, pues como pude observar por el rabillo del ojo, el viento había hecho estragos en mis fieles y escasamente me quedarían cinco, así que tomé fuerzas de mi ego, por entonces bastante crecido, y me enfrenté a aquella cara desconocida con mi mejor máscara de persona agradable.

- ¿No te acuerdas de mí?, volvió a decir aquel personaje no muy alto y de pelo ralo que me miraba a través de unos grandes lentes...
- No recuerdo... comencé a decir, pero aquellos ojos... aquellos ojos me retrotrajeron veinte años atrás. No puede ser, me dije.
- Soy yo Manuel, me dijo como si eso lo clarificara todo.
- Un suave destello rozó mi alma y por un instante recordé ...
- Lo siento, perdóneme pero no le recuerdo, - El siguiente, por favor, ¿Cómo se llama señora?.


No lloré.