jueves, 24 de abril de 2008

LAS CHANCLAS (Diana)

El primer día que Matilde decidió, por fin, bajar a la playa se sintió extraña, como un preso en su primer permiso carcelario. Era una mañana fresca de primavera, el paseo marítimo aún estaba desierto y la arena impoluta, había pasado la máquina limpiadora y sólo se distinguían las pisadas de las gaviotas, a excepción de las chanclas. Estaban a unos escasos metros del límite en el que rompían las olas. Dos chanclas azules con el borde de la suela en blanco. Dos chanclas de hombre a juzgar por el tamaño y, partiendo de ellas, un sendero de pisadas de pies descalzos avanzando paralelo al mar como una culebra deslizándose perezosa.
A falta de otra cosa mejor que hacer decidió seguir el rastro. No se veía persona alguna por los alrededores con lo que concluyó que el hombre debía de haberse alejado bastante en su paseo matinal. Matilde caminó intrigada, siguiendo el senderito de culebra alrededor de dos kilómetros sin encontrar al dueño del calzado, ante ella las huellas se perdían a lo lejos, se sentía cansada y decidió volver, era un esfuerzo demasiado grande para su maltrecho cuerpo. Poco a poco, le dijo el médico, no olvides que ha sido una convalecencia muy larga y tienes que tener paciencia. Matilde volvió sobre sus pasos y permaneció el resto de la mañana tumbada en la hamaca alquilada sin perder de vista el par de chanclas.
Al día siguiente, otra vez por la mañana, volvió a encontrar, casi en el mismo lugar, el par de sandalias del que partía nuevamente el rastro holgazán avanzando paralelo al agua. Repitió la pesquisa con idéntico resultado: dos kilómetros o algo más sin encontrar al dueño de la culebra misteriosa.
Durante una semana, todas las mañanas repitió la misma operación, cada día encontraba el calzado esperándola, cada día se aventuraba un poco más. Sentía que estaba recuperando las fuerzas, sus piernas, llenas de cicatrices volvían a ser suyas después del accidente en el que casi las perdió. Se sentía satisfecha, optimista, sabía que la vida le había dado otra oportunidad y quería apurarla al máximo.
Al cabo de diez días aquello era casi una obsesión, llegó a preguntarse si realmente existía un hombre al final del camino. Se preguntaba cómo sería, qué motivación tendría para repetir ritualmente todas las mañanas la misma acción que tanta curiosidad despertaba en ella.
El día número doce llegó casi exhausta a divisar, a un centenar de metros, una figura masculina jugando con las olas. Se acercó un poco más, extendió la toalla que llevaba sobre sus hombros y se sentó a observar la escena. El hombre era joven, algo más joven que ella, alto, con un cuerpo agradable. Dedicó casi una hora a contemplar cada uno de sus movimientos.
Al día siguiente bajó, como de costumbre a la playa a primera hora de la mañana, encontró nuevamente las chanclas azules marcando el inicio de la larga caminata y se marchó en dirección contraria deseosa de encontrar otro rastro misterioso que seguir, otra víbora dorada que le prometiera un nuevo descubrimiento.

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