domingo, 17 de julio de 2011

"FOTOGRAFÍAS", Teresa Sandoval - 2º Premio AMUSYD 2011

Tres meses es mucho tiempo. O poco. Depende. Cuando uno se encuentra  perdido en el infierno y  espera que cada día traiga vientos benévolos que orienten la brújula de su vida,  pero esos aires nunca llegan,  tres meses se  pueden convertir en una  nube pesada y negra dispuesta siempre a descargar tormenta. Si simplemente se trata de dejarse llevar, día tras día,  de manera inconsciente, sin pensar demasiado, lo más probable es que el tiempo avance de una manera tan sutil que sus pies apenas dejen huella.
A Carlota le resultaba muy difícil precisar cuándo su  vida se medía de una o de otra manera. Tenía  la sensación de haber perdido para siempre la perspectiva del equilibrio,  de que su reloj biológico se había convertido en una burbuja de arena llena de partículas de distintos tamaños que arbitrariamente se daban turno para sucederse con un ritmo peculiar y caprichoso. A veces la arena era fina, tan fina que se escapaba como un suspiro; otras, eran pesadas piedras a las que costaba mucho empeño atravesar el delicado canal sin otro afán que seguir el ritmo de los días. Pensaba en eso, ahora, que ni siquiera era capaz de precisar cuánto tiempo había estado subida en el avión, cuánto tiempo había transcurrido desde que abandonara Kigali; otra vida, una eternidad. Una tarde metálica se extendía al otro lado de las cristaleras del aeropuerto, pero ¿de qué día? Aturdida se dejaba llevar junto al resto de los pasajeros por la cinta,  apretando  la bolsa de la cámara contra su cuerpo, como un apéndice más de sí misma, un apéndice vital para ella, y vulnerable, con conciencia propia.
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Era fácil distinguirla entre el resto de los pasajeros que acababan de desembarcar.  Su cabeza sobresalía por encima de la mayoría de ellos. Se había cortado el pelo, y parecía más delgada y mucho más frágil. Iba vestida con un traje de lino,  arrugado y deslucido después del largo viaje. Cargaba el equipaje con un cansancio que parecía crónico. Cuando distinguió a sus padres sonrió. Los vio jóvenes, un tanto extraños, como rescatados de un álbum de fotos donde sólo cupiesen recuerdos alegres. Cuando la abrazaron se sintió como una niña y tuvo que aguantar unas ganas enormes de llorar. Más aún cuando su madre comenzó a acariciarle la cara, a decirle lo delgada que estaba y a preguntar qué era aquella cicatriz que tenía sobre la ceja. Tuvo que pasar los dedos por ella para ser consciente de que la herida era suya, de que la había traído consigo desde el infierno. Una piedra perdida, dijo. No quiso contarle a su madre que en realidad aquel día habían estado a punto de acabar con su vida. Habían viajado hasta  Bangadi, a unos 40 km de la frontera del Congo con Sudán. Estaba fotografiando a un grupo de niños desnutridos a la entrada de una chabola. Instantáneas que se clavan en la retina para siempre. De pronto ruido de motores, gritos, un extraño tumulto. Apenas tiempo para proteger la cámara instintivamente,  reflejos lentos para una chica de ciudad que aún no se acostumbra a las guerras ajenas. Luego disparos, y más gritos. Madres raquíticas arrastrando a niños moribundos para apartarlos de una muerte aún más precoz. Hombres con ojos inyectados en sangre arrasando a su paso la escasa y pobre vida. Guerrilleros rebeldes masacrando  poblaciones enteras: secuestros, violaciones, saqueos, destrucción. Y ella apretando el disparador más por automatismo que por profesionalidad. Carlota está bloqueada, la cámara no, y es ella la que le incita a tomar aquellas fotos, las fotos que le han valido varias felicitaciones por parte de la directiva del  periódico y para las que le han organizado una exposición apenas tenga tiempo de incorporarse a la rutina.
Aquel día supo lo que era el verdadero pánico. No el miedo al que está acostumbrada  sino algo mucho más grande, más visceral, algo imposible de describir con palabras pero que quizá sí se deja entrever en alguna de sus instantáneas, porque desde que está cubriendo los reportajes sobre las guerras civiles en África tiene un archivo completo impregnado de pánico; de pánico, de desesperanza, un catálogo fulminante de desheredados de la Tierra. Ha visto la cara oculta de la vida, si puede seguir llamándosela así a esta manera de estar en el mundo. Incluso llegó a vislumbrar la cara de su propia muerte reflejada en los ojos de aquel hombre, apenas un muchacho que la apuntaba con un fusil a menos de tres metros. Ella sí tuvo tiempo de dispararle una foto, y luego de apartar la cámara de su cara para mirarle frente a frente unos segundos en los que no pudo pensar en nada, sólo en que todo se acababa.  No vio  pasar siquiera la película de su vida porque el terror la había paralizado, o quizá fue  porque estaba llorando. Fotos borrosas. No se puede enfocar bien con lágrimas en los ojos, y sin embargo ahí están, el mejor  trabajo que ha hecho hasta ahora. Luego vio como aquel muchacho dejaba de apuntarla, lentamente, el fusil se escapaba de sus manos mientras otro, uno de los aldeanos, le asestaba un golpe en el cráneo con un machete. Y luego una lluvia de piedras. Un dolor intenso en la frente y el mundo se volvió rojo. Todavía no sabe cómo salieron de allí. Su compañero surgió de algún lugar, la cogió de la mano  y la sacó de allí, arrastrando casi hasta que pudo reaccionar y echó a correr.
Fue esa misma noche,  ya en el hotel cuando salió a fotografiar la luna, llena, tan hermosa en África como en ningún otro sitio. Docenas de fotos. Estampas bellas para limpiar el horror de sus ojos, del objetivo. Trae consigo toda la miseria de África pero también su belleza, instantáneas de las que pudo haber tomado cualquier turista en un safari y con las que ha intentado aplacar las heridas del alma. Ha atrapado imágenes de hermosas garzas a la luz del atardecer, de un león soberbio, ignorante de las heridas por las que se desangran sus dominios; altivos antílopes, grullas coronadas, un ibis, patos egipcios de color anaranjado, mariposas...  También ha traído en su cabeza los olores, los sonidos al anochecer, ¡tantas sensaciones! un continuo choque entre devastación y  belleza.
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Recuperar su vida fue fácil pero extraño; se sentía como se hubiera sentido un exiliado que regresa a su patria después de mucho tiempo. Se quedó unos días en casa de sus padres antes de volver a su piso, un ático en las afueras que siempre le había encantado y que de pronto se le antojaba ajeno y vacío.
En cuanto al trabajo en el periódico,  lo retomó con la disciplina de quien se inicia de nuevo, como si fuera otra la que tuviese que encajar en el hueco que dejara una Carlota que ya nunca iba a volver.
La exposición sobre sus reportajes de las guerras civiles africanas estuvo montada en menos de un mes.  El día de la inauguración, mientras paseaba la mirada por las fotografías,  pensó que estaba incompleta, que  sólo mostraba la cara de una moneda,  que para reparar parte del daño que esas fotos podían hacer  a la conciencia el público había de ofrecerse también la segunda parte, la colección privada que empapela todas las paredes de su casa en espléndido desorden. Primero empezaron siendo las imágenes de la cara cautivadora de África, pero pronto se dio cuenta de que eran insuficientes. Ha seguido haciendo fotos desde entonces, también en Madrid, como un vicio con el que llenar un agujero que probablemente nunca vuelva a cerrarse. Sale a la calle, a los parques, atrapa con su cámara sonrisas de niños, besos de enamorados, un manojo de globos de colores, una cometa ondeando en el aire. Se ha convertido en cazadora de momentos felices, pequeñas piezas que ayudan a cerrarle durante un rato la boca al monstruo que le muerde por dentro.
Alguien en la exposición se acerca para decirle que sus fotos tienen alma. Ella le mira con una sonrisa triste, enigmática. No le contesta, no sabe que ha dado en el clavo, que sí, que tienen alma, que es la suya propia la que se fue evaporando en cada disparo. En cada una de ellas hay un trozo de Carlota, un poco de inocencia, de entusiasmo, de fe en el ser humano;  a cambio la desgarradura inevitable de la pérdida de la ingenuidad. Su alma colgada en las paredes, agazapada entre sangre, ojos llorosos, cuerpos desnudos, miseria, espanto y alguna sonrisa blanca de un niño negro, como una flor exótica y preciosa.

5 comentarios :

Anónimo dijo...

Me encanta! Es muy bonito y solidario. ¡Felicidades!
Un beso.
Alicia.

Paula Martínez dijo...

Teresa,
He tardado en escribirte el comentario porque quería decir muchas cosas y no sabía muy bien como.
En primer lugar, el relato me ha parecido fantástico. Me has transportado de una manera genial a Africa, a su belleza y a su tragedia. Pero, en cierto modo, me queda la sensación de que el relato se queda muy corto para todo lo que encierra.
Tienes ahí un personaje con un montón de cosas que decir, con una experiencia que le ha cambiado la vida. Un hilo a través de las fotografías para enseñarnos lo que ha vivido en África y cómo se ha ido transformando.
Yo creo que no deberías dejar este personaje. Tira de él, porque tiene un recorrido tremendo.
Al menos esa es mi modestísima opinión.
Y enhorabuena por el premio, que todos sabemos que fue un primero en toda regla.

Teresa dijo...

Muchas gracias, chicas. Da gusto tener amigas como vosotras.

Gracias por tus palabras, Paula. Es cierto que el personaje de Carlota me lleva acompañando desde hace tiempo. Lo he rescatado de la zona abisal para escribir este relato, pero es cierto que seguramente tiene muchas más cosas que decir. Ahora sólo falta que yo sea capaz de hacer de "medium", jeje. Intentaré no dejarla en el olvido.

Un abrazo para las dos.

Pepi dijo...

Teresa yo me uno a la petición de Paula, haz de medium o de lo que haga falta, pero sigue dándole vida a Carlota, la realidad que retratas en su nombre es tan cruda y lo haces de una manera tan estupenda, que no puede quedar así, tenéis las dos mucho que decir. Me encanta. Un beso. Pepi.

Club de Escritura "La Biblioteca" dijo...

Un cuento precioso y merecido premio.

¡¡Enhorabuena, Teresa!!

Un beso. Toñi