sábado, 26 de mayo de 2012

XVIII Certamen de Relatos Breves AMUSYD

AMUSYD (Asociación de mujeres separadas y divorciadas) convoca un certamen literario  cuyo tema será libre.

1- Podrán concursar todas las mujeres residentes en la Región de Castilla-La Mancha mayores de 18 años. No podrán participar las ganadoras de los dos certámenes anteriores.

2- Las obras estarán escritas en lengua castellana.
Originales e inéditas.
Extensión máxima de 6 folios mecanografiados a doble espacio y por una sola cara.
Cada autora podrá presentar un solo relato, aportando el relato original y dos copias.
El tema será libre.

3- Para preservar el anonimato y la imparcialidad del jurado, las obras se presentarán bajo seudónimo acompañadas de un sobre cerrado con los datos de la autora, fotocopia del DNI y teléfono de contacto.

4- El plazo de admisión de originales finalizará el 21 de junio de 2012 y se podrán presentar o enviar a AMUSYD.
En el sobre se hará constar: "Para el Certamen de Relatos Breves AMUSYD"
Los trabajos se remitirán a:

AMUSYD
C/ Pérez Galdós, 29, entreplanta
02003 ALBACETE
 
967511600


5- El jurado seleccionará los mejores trabajos, con los siguientes premios:

Primer premio: dotado con 200 € y 100 € en cheque-libros.
Segundo premio: dotado con 100 € y 50 € en cheque-libros.

6- Lo premios se fallarán el 29 de Junio de 2012, a las 19:30 horas, en el Centro Cultural del Ateneo de Albacete.

7- Las obras premiadas quedarán en poder de la Asociación, que se reservará el derecho de publicar aquellas que, a su juicio, lo merezcan. Sólo serán devueltas las obras no premiadas, que podrán retirarse por las concursantes en el plazo de 15 días a partir de la entrega del premio.

8- La participación de este certamen implica la total aceptación de las presentes bases.
 

martes, 8 de mayo de 2012

EN LOS OJOS DEL MUNDO, por Trinidad Alicia García Valero. 2º Premio de relatos solidarios de Medicus Mundi.


Sus enormes ojos, capaces eran de albergar el universo entero.
En ellos, asombrado se reflejaba el infinito, pero sus pies chiquitos y descalzos recubiertos de puparrones, lloraban gotas de sangre. Llegó sola, la desnutrición era tan grande que no podía hablar, ni siquiera entendí cómo pudo alcanzar el campamento; le eché una manta por encima y, levantando a otro en mejores condiciones que ella de la hamaca, la acosté y le di agua a tragos cortos. Apenas podía beber. Me dejó hacer, ¿acaso podía ser de otra forma? Los grandes ojos seguían clavados en mí, esperando un milagro tal vez, y que va, aquí no hay milagros, sólo basta girar la vista en rededor y lo comprendes… Nos encontramos en la frontera Somalí con Etiopía y Kenia, lo que se conoce como el Cuerno de África. Miles de refugiados llegan buscando comida y  huyendo de la sequía.
Nuestro lugar de trabajo y lo más parecido a un hogar es el centro médico, desde el que nos desdoblamos para atender tantas enfermedades derivadas de la hambruna. Está ubicado dentro de una tienda de campaña y cuenta con dos rudimentarias camillas,  un escaso material quirúrgico, siete hamacas hechas de palo y lona, media docena de sillas viejas, y en el centro, encima de un pequeño mueble, el laboratorio con los distintos utensilios de las curas (alcohol, gasas, desinfectantes), dentro del mueble su más preciado tesoro: las diversas y nunca suficientes medicinas para calmar e intentar curar tantos padecimientos. Me retracto, el más preciado tesoro es la cocina, un rincón entre telas de saco, donde acumulamos con amor y mucho cuidado, los alimentos y el agua que recibimos de las distintas organizaciones, que no suelen llegar tan a menudo como se les necesita, pues los caminos son difíciles, eso unido a la falta de escrúpulos de los muchos traficantes que pululan por la zona, lo hace más complicado si cabe.
No puede faltar una pileta, sin agua corriente claro, aunque debajo de ella siempre hay varias bombonas para su uso inmediato.
Lavé con cuidado a la niña, desinfecté sus heridas y le hice beber zumo. Estaba muy desfallecida.  
Ángel, el médico, me llamó, Anika, la mujer que había llegado una semana antes terminaba de morir. Me caló la tristeza, cada día me revelaba más ante la suerte de estas personas que veía sufrir sin remedio, y verlas morir… ¡Dios! Venían desde tan lejos buscando una esperanza de vida, una ilusión… ¡luchábamos por ellas con todas nuestras fuerzas!  
Dos años en el país, dos años peleando contra el hambre y las enfermedades, estremeciéndome ante tanta pobreza, llorando y gritándole al mundo, al viento, me  sentía tan inútil, tan pequeña ante la negra inmensidad de la muerte.
Los hombres más recuperados, la enterraron en el humilde camposanto que se había construido a instancias de sor María, dada la cantidad de fallecimientos ocasionados por la hambruna; yo abogué por un sitio para sepultar también a las bestias, pero aún  estaban demasiado débiles y a nosotros nos faltaba tiempo.
Les acompañé en el sepelio, me sentía profundamente triste. Mi mirada deambuló  en rededor. La grandiosidad del paisaje se extendía hasta la raya del horizonte, la tierra reseca crujía bajo mis pies, los animales muertos yacían en los caminos y los árboles eran sombras retorcidas donde los carroñeros aguardaban al silencio. De trecho en trecho, se veían grupos de personas que caminaban lentamente hacia el campamento en busca de ayuda, otros, en las afueras habían hecho hogueras y se calentaban del relente que empezaba a llegar con la anochecida. El hermoso atardecer teñía de rojo el vacío de la inmensa miseria que aumentaba todavía  más, la frontera del cielo.
Y entre aquella sinrazón, retazos de infancia tomaron fuerza en mi memoria.
La pequeña ciudad en donde fui feliz, la casa llena de risas, mis hermanos, mis padres, la escuela y la parroquia, desde donde salíamos los críos gozosos el día del Domund, con nuestras huchas, a recaudar fondos para los niños pobres del Congo. ¿Algo ha cambiado? No, todo sigue igual o peor. ¡Vergonzoso! Me sentía terriblemente dolida e indignada. Si no hubieran desmantelado sus minas, si no hubieran fomentado las guerras con la venta de armas… Y siguen traficando, sobre todo los países ricos.  África es principio de vida, la piadosa mirada del mundo hoy está puesta en ella, ¿y mañana…?
Ángel y sor María llegaban a buscarme sudorosos, mientras yo divagaba ellos contribuían con su trabajo en el enterramiento de la desdichada Nika. Rompí a llorar, me miraron comprensivos, aún era muy joven. En silencio, emprendimos el camino al campamento. Ya en él, nos dedicamos a cuidar a nuestros enfermos. Entre otros,  yo me ocupaba de la recién llegada, y cual no fue mi sorpresa cuando encontré a la nena sentada en la hamaca; con los ojos muy abiertos me señaló el agua, bebió un largo trago y otra vez se durmió. Volví a verla al rato; estaba despierta, le di zumo. Hasta una semana después no pudo pronunciar su nombre, se llamaba Noa. Pasaron varios días. La niña iba mejor, incluso sonreía al verme llegar, ya comía y al fin volvió a andar.
Me sentía tan orgullosa, tan feliz, ella estaba allí, comía, aprendía a correr otra vez, reía, sus ojos grandes, inocentes, relatores de carencias, también eran anuncio y reflejo de vida; sí, podía ser, podíamos lograrlo, lo vi en ellos, profundos, vitales, faros vivos plenos de ilusión, y tal vez, pecando de optimista, vislumbré la esperanza de un mundo mejor en sus ojos.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El Contrato (Premio Relatos Solidarios Medicus Mundi)


Cuando Mónica conoció a Esther su vida era un auténtico caos. Si apenas unos meses antes alguien le hubiese advertido de todo lo que iba a ocurrir en su vida en apenas unas semanas, habría pensado que aquello era una locura o una broma de mal gusto. Como casi todo el mundo, se sentía inmune al desastre. Y sin embargo, ahí estaba. Llamando a aquella puerta con mano temblorosa. Con un nudo en la garganta, no sabía si por timidez, vergüenza o tristeza. O un poco de todo. Con un nube de confusión en la cabeza.
Escuchó unos pasos acercarse y en su mente se agolparon las frases que traía preparadas. Se lamentó de que a lo largo de su vida, nadie la hubiese enseñado jamás a pedir ayuda. Hoy le habría sido muy útil.
Al abrirse la puerta lo primero que vio fueron los ojos redondos y oscuros de Esther. Y lo único que supo hacer fue arrancarse a llorar.

Esther había llegado a la asociación en un momento de su vida en el que necesitaba encontrarse a sí misma. Hasta entonces, lo único que sabía hacer con su tiempo era dedicarlo al trabajo. Un trabajo bien remunerado, es cierto, pero que le dejaba cada fin de semana una sensación de vacío que no era capaz de identificar.
Durante unos años, se engañó pensando que su principal objetivo era llegar a lo más alto. Promocionar, obtener reconocimiento. Sin darse cuenta había dejado que su vida se sostuviese sobre un único pilar. Y como apenas giraba su mirada alrededor, ni siquiera se paraba a sopesar el valor de lo que iba dejando en el camino.
Su pareja desapareció una mañana de noviembre, cansado de esperar el momento apropiado para formar una familia. Hacía meses que ni siquiera hablaban del tema. Es posible que ni siquiera hablasen de nada. No lo recordaba.
Pero se dio cuenta de que necesitaba aquella compañía silenciosa al caer la noche. Y la soledad le ayudó a quitarse las legañas y abrir los ojos.

Mónica y Esther se abrazaron sin mediar palabra. De alguna manera, se necesitaban mutuamente. De diferente modo. Y a pesar de no conocerse de nada, de no haber articulado siquiera una palabra, ambas encontraron en el calor de la otra, en la presión de la mejilla sobre el hombro ajeno, la energía necesaria para dar un paso más, y seguir caminando.
Fue Esther quien, no sin esfuerzo, deshizo aquel abrazo tan espontáneo como nutritivo. Pensó que lo mejor que podría hacer era presentarse, ofrecerle a aquella mujer su nombre y su mirada. Abrir una ventana, tal vez, para que ella rompiese su bloqueo y caminase su parte del trayecto. Los ojos de Mónica brillaban. Estaban hinchados y rojizos. Esther pensó que tal vez a ella le habría venido bien aquella habilidad para llorar, para sacar afuera lo que le oprimía por dentro. Pero se había disciplinado toda su vida en no exteriorizar sus sentimientos. Y ahora le costaba desnudarse, aunque lo necesitase como el agua.
Cuando consiguió algo de serenidad, Mónica le contó a Esther como su vida se había derrumbado de la noche a la mañana. Cómo se había quedado embarazada y perdido el trabajo en el mismo mes. El negocio de su marido se asfixiaba por los impagos que había traído la dichosa crisis, y prácticamente sobrevivían con sus pequeños ingresos. Pagar la hipoteca, atender los gastos de la casa y comprar ropa y comida y libros para sus dos hijos era una tarea de organización, ajustes, sumas y restas encomiable. Un auténtico encaje de bolillos que mes tras mes sorteaba con alguna ayuda familiar. Siempre al filo de la navaja, pero salían adelante. Y confiaban en que, tarde o temprano, saldrían de aquel pozo en el que se encontraban.
Y sin embargo, en apenas unos meses las cosas no habían hecho más que empeorar. Una mañana recibió una carta certificada de la Seguridad Social y algo en su interior crujió. Sabía que el negocio no iba bien, pero nunca se había preocupado de averiguar hasta qué punto era grave la situación. Estaban en la ruina más absoluta.

Cuando Esther ingresó como voluntaria en la asociación, lo que más le llamó la atención fueron las sonrisas. Aquel no era simplemente un lugar donde se repartía comida o medicinas. Era algo más que un local donde se daba asesoramiento legal u orientación laboral. Era una colmena de personas con unos rostros preciosos, cálidos, que abrazaban, hablaban y escuchaban. Que tenían la habilidad de arrancar carcajadas a través del drama diario.
La decoración era austera. Apenas se limitaba a algún que otro mueble donado de aquí y allá, y algunos poster pegados con celo en las paredes blancas. En aquel local, la calidez, la sensación de hogar, la construían las personas. Y Esther supo que aquel era exactamente el lugar que ella necesitaba para sanarse a sí misma. Un rincón donde la energía fluyese lo suficiente como para darle la vida que había ido perdiendo por el camino. Y no se equivocó.

Cuando Esther conoció a Mónica, supo que su vida se iba a poner patas arriba, pero también supo que no existía dinero en el mundo con el que pagar aquella sensación que bullía por su cuerpo en aquel momento. Por eso, por primera vez en su vida decidió saltarse todas las normas y pronunciar las palabras que en aquel momento le apetecía pronunciar:

─Tus hijos no van a dormir en la calle mientras yo tenga habitaciones libres en mi casa. A cambio, yo os pido a vosotros que no me dejéis atravesar sola la eternidad de las noches.

Aquella tarde Esther ya intuía que acababa de firmar el mejor contrato de toda su vida.