jueves, 25 de marzo de 2010

EJERCICIO PARA EL PROXIMO DÍA, 7 DE ABRIL

JULIO LORENZO

Escribir un relato corto divertido, jocoso, pero no necesariamente superficial, desde un punto de vista subjetivo, en primera persona si lo deseais, protagonizado por uno de estos personajes:

JUBILADO/A DE 70 AÑOS RECIEN SEPARADO
INMIGRANTE SIN PAPELES
PERIODISTA DEPORTIVO TULLIDO, DISMINUIDO FÍSICO
EMPLEADA DE HOGAR CON TITULACIÓN UNIVERSITARIA
MONJE O MOJA RECIÉN " SALIDO/A " DEL CONVENTO Y DE LO OTRO...
APLAUDIDOR PROFESIONAL DE TV


Podeis combinar varias de estas tipologías en el mismo personaje

domingo, 21 de marzo de 2010

AVENTURAS DE UN GATO CON MAGIA. Un cuento más.



¡Hola a todos! Me llamo Camilito. Soy nieto de Camilo, que en la finca y sus alrededores fue un gato importante. Mi madre me llama así, aunque a mí me gustaría que me llamara Camilo, como mi abuelo, porque suena menos cursi. Camilo, sí, pero Camilito… En fin, son cosas de las madres. Me cuenta que me parezco mucho a mi abuelo. Por ejemplo, me encantan las flores rojas y blancas; cuando veo las macetas de geranios o la flor de pascua en Navidad, no puedo evitar darles un mordisquito… ¡La flor de pascua es mi pasión! Pero el ama las esconde, la oigo regañar diciendo que la dejo sin flores (¡igual que su abuelo! _dice) y pone una cara de mal genio que ya, ya. Es muy mayor y hasta le está saliendo bigote. Dice mi madre que también he heredado su magia, la del abuelito, y es verdad, porque de vez en cuando, si necesito huir de algún cachete porque he roto algo, o me he comido (sin querer, claro) el filete de Juan, el nieto de la amita, me escondo en una maceta y, hecho un ovillo, me quedo quieto, quieto… Y poco a poco me convierto en flor, casi siempre en blanca o roja y, a veces de los dos colores. ¡Os aseguro que es chachi! Nadie me encuentra; ni siquiera mi madre, que husmea y husmea por todas las macetas de la terraza. A la pobre le hago sufrir. Y es que ya está vieja, se ha puesto gorda y casi no puede correr; los bigotes le blanquean, pero la quiero mucho y me arrepiento enseguida de las trastadas que le hago; me restriego en su lomo carnoso y la beso, frotando sus blancos bigotes con los míos, así le pido perdón y ella maúlla satisfecha.
Pero hay veces que no puedo resistir la tentación de escaparme para ver mundo, aunque siempre me sale mal. Sin ir más lejos, el otro día, que el sol era hermoso, me apetecía salir un montón. Hacía un calorcito, y el tejado se veía brillante desde aquí. Una gata marrón y blanca me llamaba. ¡Cómo resistirse! Sin pensarlo dos veces salté pero, ¡hay de mí! calculé mal la distancia, estaba tan alto que mientras bajaba en picado recordé a mamá, al abuelo, a la abuela… Cerré los ojos, y los abrí justo a tiempo de agarrarme desesperadamente a la persiana de la vecina del tercero. Me quedé sin uñas y pensé muy seriamente que, a no ser por esa persiana, en el reluciente tejado hubiera acabado este hermoso gato (eso sí, sería por amor). Madre, que me vio volar, alertó al amita. Al poco, Juan, que me tiene una manía… bajó a rescatarme; yo también se la tengo a él, pero aún así me abracé a su cuerpo a la desesperada. Ya no volví a saltar. ¡Cualquiera, vivimos en un octavo! Porque eso que dicen, de que si los gatos tenemos siete vidas y no sé cuantas zarandajas más, es mentira. Ni mi magia me hubiera salvado.
La amita dice que soy más travieso que mi abuelo, y que no me conformo sólo con tirar bolígrafos y papeles, que tiro todos los DVD y los CD que encuentro a mí paso. _Pero amita _quisiera decirle yo_, son otros tiempos. Soy un gato moderno, me gusta el rap y las bandas rokeras, y sobre todo las canciones de amor. Por cierto, que la gata blanca y marrón ha venido a visitarme. Se llama Blanquita, y me encontró en un plis plas. Es una gata callejera y sabe mucho de todo. Tendrá que enseñarme, porque siempre que me escapo, para mi vergüenza, tienen que rescatarme. ¡Soy tan patoso! Pero ella dice que no, que soy muy guapo (eso es verdad, porque también lo decía mi abuelita). Le hago juegos de magia y se entusiasma cuando me convierto en flor; también bailamos rap y cantamos canciones a la luna.
Algunas veces salimos por ahí. Ella siempre me anima, paseamos por las calles, comemos restos de bocatas y perseguimos a los pájaros y a los ratones. Pero una de esas veces fuimos más lejos que de costumbre y, sin saber cómo, nos encontramos al lado de una puerta abierta que olía a comida. Allí nos metimos. Había mucha gente. Blanquita dijo que era una tasca, o algo así, se lo oyó decir a un señor. Todo me parecía muy interesante y nosotros debíamos de ser graciosos; se rieron al vernos, ¡qué simpáticos! Una de las chicas nos llamaba amablemente desde la puerta de un almacén. Reía y, nos volvía a llamar: Missss, missss, mininos… _decía_ mientras nos enseñaba una cazuela de pescado (sé que era pescado por el olor). Era la primera vez que alguien me ofrecía tanta comida. ¡La verdad, me caían bien! Pero Blanquita no me dejó ir y se empeñó en que nos escondiéramos detrás de una caja de cartón de las muchas que allí había. Otros dos gatos entraron, siguiendo el olor, y la misma chica les enseñó la comida. Ellos sí fueron. ¡Qué horror! Conforme cogían el pescado, un hombre enorme que estaba escondido, con un gran palo les atizaba y los metía en un saco que tenía preparado. Nosotros corrimos y corrimos aterrados por unos extraños y oscuros pasillos. Las cajas se apilaban a uno y a otro lado; yo, cómo gato que soy, no pude resistir la curiosidad y trepé por una de ellas, una vez arriba, con gran esfuerzo, empujé la tapa y… ¡Ay de mí! ¡Qué susto más grande! Montones de gatos apaleados estaban en ella. Algunos aún maullaban. Casi me desmayo, pero Blanquita me estiró de la pata derecha para seguir. Más, ¿cómo hacerlo? Mi conciencia gatuna no me lo permitía. Alguien se acercaba, nos escondimos; era el tío grandote, que traía otro puñado de gatos y los arrojaba en la caja. Gemían. ¡Sí, sí, estaban vivos! Cuando el se fue, abrí la caja con ayuda de Blanquita. Muchos, gatos salieron corriendo. ¡Puf, menos mal! Nosotros también corríamos, en nuestra búsqueda de la salida pasamos por una gran cocina, donde había gente cortando carne y varias ollas hirviendo. ¡Qué escalofrío! Atropelladamente, chocando unos con otros, salimos por el agujero de una puerta. Huíamos como gatos escaldados, que se dice. Al fin, cuando pensé que ya no volvería a ver a mamá, encontramos la casa. ¡Era mi portal! Esperamos a que alguien abriera y subimos las escaleras de cuatro en cuatro. ¡Estábamos salvados! Cuando lo contáramos nadie lo iba a creer, ¡ésta sí que había sido una gran aventura!

FIN

jueves, 18 de marzo de 2010

"Sono io"


(Este es el relato premiado en el VI Certamen de Narrativa de Chinchilla. Espero que no resulte demasiado largo)


Al abrir el buzón con la pequeña llave, varios panfletos publicitarios cayeron sobre su mano, que esperaba debajo para evitar que se esparcieran por el suelo. En el fondo se quedó una carta cuya dirección no podía distinguir porque no había encendido la luz y el portal estaba un tanto oscuro. La cogió y vio que, efectivamente, era para ella, allí estaba su nombre, aunque no reconoció la letra. La carta pesaba. Le dio la vuelta y en el remite se encontró con sólo dos palabras: “Sono io”. Cerró el buzón y subió las escaleras mientras pensaba que no tenía ni idea de a quien podría pertenecer aquella letra, y de que, tristemente, aquella incertidumbre tampoco llegaba a emocionarle mucho. Ya había podido comprobar que hechos como recibir una carta misteriosa sólo ocurrían en los escasos cines de versión subtitulada y que nunca se trasladaban a la vida real. Algo que, por otra parte, no le quitaba el sueño (en otro tiempo, más ingenuo, más crédulo, sí lo hubiera hecho).

Seguramente, se dijo, sería de alguna vieja, viejísima, amiga que conociendo su juvenil tendencia a la ensoñación, le quisiera gastar una broma. Y ciertamente, el hecho de que ella no le viese la gracia, no quería decir que no la tuviese. Hacía ya muchos años, cuando aún iba al instituto, había sido una costumbre mandarse mensajes anónimos entre las amigas del grupo. Lo único que ocurría era que la progresiva distancia que con el tiempo había ido experimentando respecto con sus semejantes, abarcaba también lo que concernía a su sentido del humor. Y lo que en un momento lejano le había parecido emocionante, incluso divertido, ahora se convertía en sencillamente inoportuno.

El caso es que no tenía intención de abrirla. Si se trataba de una carta especial (por Dios, qué ridículo sonaba), con seguridad que todo aquello que quisiera encerrar fuese una mentira. Si se trataba de una broma, no le apetecía sonreír ni, por supuesto, responder.

Esa noche durmió tranquila, sin pensar en la carta, y al despertar, cuando la recordó, su estómago no dio uno de aquellos vuelcos de estremecimiento y emoción que, años atrás, en su época de estudiante, tantas veces se atrevió a experimentar. Entonces siempre cabía la posibilidad de algo mágico dentro de la vida cotidiana, porque incluso esa monotonía diaria contenía la embriaguez de la despreocupada juventud. El simple hecho de ir a comprar un libro se convertía en algo excitante alentado por el ansia, por la frescura que conllevan los escasos años; pasearse por la Feria del Libro, visitar cualquier museo era un alimento para la ensoñación. Y había muchos libros que comprar y muchos museos por ver. Los días se sucedían alrededor de pequeñas cosas que por sí solas podrían parecer insuficientes ante unas emociones en potencia pero ya increíblemente intensas. Por ellas merecía la pena disfrutar del presente, comprender cada uno de esos momentos, convencida, como estaba entonces, de que el tiempo los incrementaría.

Ahora, lo único que podía exprimir el aparato estomacal era que algo ocurriese fuera de la reiteración cotidiana, y el mensaje cabal del cerebro que decía que no era posible llegaba siempre antes que aquel pensamiento fantástico.

Por tanto, no abrió la carta, como hubiese hecho en sus demasiado lejanos días universitarios, sino que se metió en la ducha directamente.

Pero si algo atrapaba su mente, era el remite de aquel sobre misterioso. “Sono io”. Identificaba esas dos palabras con sus clases de italiano de hacía ya muchos años, y que por otro lado no quería recuperar porque formaban parte de esa etapa de su vida en la que las emociones habían sido tan vivas, tan intensas y optimistas, que pensar en ello ahora le producía dolor de cabeza.

Durante todos sus años de estudio había sido una enamoradiza de sus profesores (aunque aquellos por los que sentirse atraída tampoco habían sido tantos). Se había enamorado del de literatura en el colegio, siendo una niña, porque era joven, encantador y la miraba a los ojos cuando hablaba; del de historia, en el instituto, porque los días de controles y exámenes se llevaba un radio-casette a la clase y ponía cintas de música clásica, mientras él, de pie y con las manos en la espalda, miraba por la ventana; del de griego, un año después, porque la intimidad que había ofrecido el hecho de que fueran pocos en su grupo permitió que comentaran hasta hartarse las últimas películas y libros que todos veían y leían; y del de literatura inglesa, ya en la universidad, porque sus clases eran auténticas evocaciones de un romántico pasado que a ella siempre le embobaba, y porque (a esa edad era algo que puntuaba bastante) estaba realmente bueno.

Todo esto había sido siempre, por supuesto, puramente platónico. Porque ella nunca hubiera sido capaz de traspasar la barrera de las ensoñaciones nocturnas para provocar siquiera una corta conversación con alguno de ellos. Más que nada porque estaba segura de que si esa conversación se producía, la mitad del encanto desaparecería al instante y la otra mitad al día siguiente.

Sin embargo, aquel profesor de la Escuela Oficial de Idiomas era demasiado joven, normal y anodino como para haberse enamorado de él. Habían hablado en tantas ocasiones, habían coincidido en tantas salas de cine, conciertos, conferencias, que ese halo que pudiera rodearle era el mismo que ella acaso ofreciera.

Ni entendía, ni quería llegar a entender qué podía buscar a esas alturas aquel ya no tan joven profesor. En el caso de que el remitente fuese él. Y sabía que no podía ser nadie más.

En esos momentos, coincidiendo con el frío penetrante que empapó sus huesos a la salida de la ducha, fue consciente de que acabaría abriendo la carta.

Aún así, esperó un par de días más. Días durante los cuales el sobre permaneció sobre la mesa, encima de las revistas y al lado del paquete de tabaco. Cada vez que se incorporaba en el sofá para encenderse un cigarrillo lo veía y por unos segundos no podía contemplar otra cosa que no fuese aquella carta. Luego miraba a su alrededor y comprobaba con cierto regocijo que, por fin, había conseguido una vida propia centrada en el presente, ni futuro, ni pasado, sólo ese único día, ni siquiera condicionada por el siguiente.

Tener que recordar de nuevo todas aquellas imágenes, años en los que pasó por diferentes estados emocionales, desde la apatía absoluta hasta la breve felicidad, había roto la tranquilidad estable que en realidad, y únicamente, buscó desde un principio. En esos momentos no era feliz, pero ya había pasado algo más de dos años sin experimentar el dolor de otras veces. Era simplemente un sinsentir, cómodo y práctico, que ahorraba problemas.

Sí, la abriría y leería su contenido, pero ello no significaba que algo fuese a cambiar. Tenía que prometérselo a sí misma. Ningún cambio, ni una pizca de modificación en sus sentimientos, si no, volvería a sumirse en la confusión, y eso era lo último que quería volver a experimentar.

La carta comenzaba con una fecha cualquiera y decía así:


“Es cierto que han pasado ya muchos años… Pero sé que te acuerdas de mí porque el tiempo no borra nada a partir de cierta edad. Lo que no sé es si te habrá gustado que mi recuerdo haya vuelto a formar parte de tus pensamientos. Pero el hecho es que el tuyo no ha abandonado los míos en todo este tiempo. Me he acordado de ti en mis viajes, sobre todo cuando conocí Grecia; también al releer los libros que una vez compartimos, cuando he vuelto a ver algunas de las películas de las que hablábamos y al entrar, cada día, a clase.

Temo que todo esto parece sacado de un estúpido libro y que quizá te provoque lo contrario de lo que pretendo. Pero no me queda nada más que arriesgarme…

Vivo recordando aquellos dos años en los que nuestros encuentros fueron tan continuos que parecía que siempre serían así. Por eso, durante esos meses en los que tenía la seguridad de volverte a ver al día siguiente no podía llegar a imaginar que un día, sin más, desaparecerías.

Ahora me arrepiento de no haberte preguntado en alguna de aquellas conversaciones qué era lo que pretendías hacer, pero para mí eran perfectas así, sin preguntas intencionadas. Me avergüenzo al tener que reconocer que todo aquello significaba mucho más para mí que para ti. Nunca vi en tus ojos el reflejo de la complicidad, nunca hubo una mirada que me demostrase lo que yo sentía y esperaba. Y sin embargo, no se me hubiese llegado a ocurrir que un día todo aquello se confundiría con el resto del pasado, para no ser más que una parte de él.

Al principio no lo creía, y observaba atento en las colas del cine, en las salas llenas, en las librerías. Luego tuve que enfrentarme a mí mismo y admitir que todo aquello era una mentira, no porque a ti nunca te hubiese expresado mis sentimientos, sino porque nunca me los expresé a mí mismo. Si hubieses sido capaz de decirme “estás enamorado” seguramente que algún día a la salida de clase te habría invitado a una cerveza o te hubiese propuesto ir al cine una noche.

De ti he sabido lo mínimo, esta dirección a la que me aferro, me aterra decir, como última opción. No quiero volver a reconocerlo y, sin embargo, cuando estés leyendo esta carta, estaré muriéndome en la incertidumbre.”


La carta iba firmada y la acompañaba otra cuartilla con una dirección y un teléfono. Lo recogió todo, incluido el sobre, y lo rompió, echándolo a la papelera. Un pedazo quedó a la vista. “Sono io”. Entonces sonrió amargamente. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Seis, ocho? Y seguía recordándola. Lo que él no sabía es que ya no era ni la sombra de aquella joven a la que escribía. Aquella que se hubiera estremecido al leer sus palabras, que hubiera aprendido a quererle, que quizás hubiese sido feliz a su lado.

Encendió la tele, cenó y se acostó. No fue difícil dejar transcurrir los días, engañosamente indiferentes a aquellos trozos de papel que permanecían en la papelera. Allí los dejó, esperando el momento de ocupar una bolsa negra que sería arrojada al contenedor.

Y así lo hizo, al fin, unos días después. Vertió la papelera en la bolsa, le hizo un nudo doble y salió a la calle.

Ya en la cama, de madrugada, oyó el camión de la basura y comenzó a llorar. Y le atacó una amargura tan grande, pero tan, tan grande, que llegó a creer que se ahogaba en ella. Y fue así, en los brazos de esa congoja asfixiante, como pudo comprender que a pesar de su desidia, su desesperación y su espantosa sinrazón, la puñetera vida, esa de la que continuamente renegaba, le había dado una segunda oportunidad que en segundos pasaría a mezclarse con los residuos de los vecinos para acabar olvidada en algún basurero.

Con un fuerte gemido, saltó de la cama para, en una carrera asombrosa, llegar hasta el contenedor que en ese momento colgaba a unos centímetros del suelo. Sus aspavientos debieron desconcertar al conductor que tras unos segundos de duda, y ante sus continuas súplicas, volvió a ponerlo en el suelo. Rebuscando entre olorosas bolsas ajenas, reconoció la suya. Abrazada a ella, con las lágrimas derrapando por sus mejillas y un “gracias” sincero en su mirada, observada además por unos atónitos trabajadores de la noche, testigos impávidos de la escena, regresó a la calidez de las sábanas, donde las horas pasaron hasta que los pedazos de papel volvieron a mostrarle un número de teléfono.

Fue entonces cuando se quedó dormida, soñando al fin con el día siguiente.


domingo, 14 de marzo de 2010

"RAÚL Y LA NOCHE", Teresa Sandoval

Al pequeño Raúl nunca le gustó demasiado la noche, pero el día en el que le regalaron su primera bicicleta por su sexto cumpleaños dejó de gustarle definitivamente del todo. Pensaréis que qué tiene que ver una cosa con otra. Pues bien, la explicación es sencilla. La bicicleta nueva de Raúl era la cosa más bonita que él había visto en su vida. Era de un color rojo brillante, con las piezas cromadas pulidas y relucientes; le encantaba montar sobre ella y ver la luz del día reflejada en las partes metálicas, arrancando destellos como si fuese montado sobre un pequeño rayo. Cuando regresaba a casa la colocaba en el rincón, bajo a la ventana de su habitación, y siempre que la observaba la bicicleta brillaba y le hacía guiños. Eso hasta que llegaba la noche. Cuando Raúl se acostaba en su cama y apagaba la luz, todo se sumía en una tiniebla densa y la bicicleta roja se convertía en un bulto oscuro, un trasto irreconocible. Y Raúl comenzó a reflexionar, y llegó a la conclusión de que a aquel lugar donde iban los colores de su bicicleta iban los demás colores de su cuarto, incluso de su ciudad entera: al vientre de la Noche; la imaginó como una ballena inmensa que abría sus fauces cuando desaparecía el Sol para alimentarse de todos los colores del mundo. A Raúl no le entraba en la cabeza que pudiese existir alguien tan despiadado como para comerse cosas tan bellas in ningún pudor ni remordimientos… ¿Y qué ocurriría si de pronto la Noche no quisiera devolver todo lo que se había comido y decidiera quedárselo para siempre? O peor, ¿y si algún día él mismo era engullido por aquel monstruo negro?

Raúl entonces se negó a apagar la luz de su cuarto para que no lo invadieran las tinieblas, y sus padres empezaron a preocuparse porque él nunca había sido un niño miedoso, pero pese a todo se resistía a dormir. Cuando cerraba los ojos sentía el vértigo de ser tragado por un agujero profundo y negro como la garganta de un monstruo, así que intentaba pasar la noche en vela, con la lámpara encendida, vigilando de cerca el apetito de la Noche. Y así, llegó un momento en que la Noche, hambrienta y enfadada se presentó en el cuarto de Raúl y lo encontró en su cama, sujetándose los párpados para no caer en el túnel de su propia garganta.

El niño se asustó mucho al principio, pero luego se relajó porque no era tal y como se la imaginaba. La Noche era una mujer muy hermosa, casi como un hada . Eso sí, su vestido impresionaba, porque era oscuro y largo, tan largo que su cola se arrastraba detrás de la ventana y no se veía su fin, pero estaba salpicado de puntitos luminosos, estrellas, luciérnagas, de vez en cuando incluso una estrella fugaz atravesaba la túnica de norte a sur, o de este a oeste, sin que ella pareciera inmutarse. Por algunos lados era negro, por otros azul oscuro. La Noche se apoyaba en una pelota grande y nacarada que Raúl reconoció como La Luna, aunque esta sí que le defraudó porque la esperaba más grande.

La Noche después de mirarle con severidad, habló.


- Raúl. He venido a hablar contigo muy seriamente. Estoy cansada de tener que esperar siempre detrás de tu ventana a que te duermas para poder cumplir con mi trabajo.
Raúl, recuperado del susto inicial le contestó. Le contestó que él estaba harto de que le robase los colores de su mundo y de que tenía miedo de que algún día abusando de su superioridad no quisiera devolvérselos.

La Noche habló de nuevo, y su voz sonó más suave, como una brisa fresca.

- ¿ Pero no te das cuenta pequeño, de que sin mí los colores del mundo se acabarían pronto? Yo soy muy útil. Durante mi tiempo el Sol descansa. La Luna lo sustituye en el cielo, y mientras las cosas reposan en mis entrañas yo les proporciono la fuerza y el brillo que les hace estar radiantes al día siguiente. Y las protejo. Si las cosas no pudiesen descansar nunca, ¿cuánto crees que durarían? Tú mismo, ¿cuánto tiempo crees que puedes aguantar sin dormir?

Raúl se quedó pensativo un momento. Lo cierto es que o se sentía demasiado bien porque llevaba varios días sin descansar, incluso varias veces le habían regañado en el colegio por quedase dormido en medio de la clase; y pensó en su bicicleta, en que si tuviese que brillar día y noche el color rojo se desgastaría en la mitad de tiempo. La verdad es que visto así todo cambiaba. Raúl decidió hacer un pacto con la Noche. Le hizo dar su palabra de que cada mañana, cuando él abriera los ojos todo seguiría estando donde estaba y conservando su color; a cambio se comprometía a irse a las nueve a la cama y apagar la luz religiosamente todas las noches. Ella estuvo acuerdo. Raúl en prueba de buena voluntad apagó la luz y la Noche pudo engullir por fin los colores de su cuarto, feliz y satisfecha, porque hay una cosa que la Noche no había dicho, y es que el color rojo brillante de la bicicleta de Raúl era lo más delicioso que había probado desde hacía tiempo.

jueves, 11 de marzo de 2010

CUENTO INFANTIL...





EN HUI

Existió hace muchos, muchos años en una lejana y escondida región de china, una niña que nació con luna llena. Durante toda la noche, su madre estuvo de parto, pero no sufrió dolor alguno, y lo único que sintió fue un sueño profundo que le impidió asistir al nacimiento de su propia hija. El impacto que le causó verla, quedó relegado enseguida gracias a la luminosidad de su cara y su mirada limpia y seductora.
La criatura era hermosa, con una sonrisa excepcional, y estaba dotada de una peculiaridad inconcebible. En apenas un mes creció hasta un metro de altura, y pronto pesó unos diez kilos, pese a que sus progenitores no poseían tales cualidades.
En Hui, así la llamaron, aprendió con una rapidez inusitada todos los conocimientos que un niño adquiere con cierto esfuerzo durante sus primeros años de vida, y en un solo día asimilaba cuanto le enseñaban, sin que nunca más olvidara lo aprendido. Así dio sus primeros pasos en apenas dos semanas, y cuando tenía treinta días, aquella muñeca de ojos rasgados y profundos, ya hablaba su dialecto con un rico vocabulario.
Muchos médicos se acercaron hasta la pequeña población, interesados en estudiarla mediante análisis de sangre y muchas otras pruebas, pues deseaban desentrañar la razón de aquel extraño fenómeno, único en el mundo, pero En Yao, su padre, se negó. No quiso someterla a un montón de estudios que le causarían dolor, y que traumatizarían a la niña por ser diferente.
El tiempo continuó su andanza, y cuando cumplió seis meses, la chiquilla se desenvolvía como una persona mayor, aconsejando a las gentes del lugar, que decidieron seguir sus propuestas por la lógica aplastante de sus argumentos. Y en efecto todo aquel que cumplió con sus indicaciones no se arrepintió, pues se vio recompensado con creces.
Pronto, cada mañana una cola inmensa se formaba delante de su puerta, para consultar a En Hui sobre cuestiones de todo tipo. Resolvía problemas de salud con una seguridad categórica, y recomendaba abrir un negocio de compra venta de animales exóticos, en lugar de tejer sombreros de paja para los viajeros, pues estos últimos dejaban menos beneficios.
Cuando En Hui celebró su noveno mes, sus padres se percataron de que toda la ropa que tenía la niña le quedaba grande. Fue cuando su madre la midió y descubrió lo que a todas luces era un hecho. La pequeña había menguado, y ahora apenas alcanzaba los sesenta centímetros de estatura. También la pesaron puesto que sus brazos y piernas se veían delgados como palillos, y constataron asustados, que había perdido mucho peso. En Yao, su padre, decidió cerrar el consultorio, y aunque los vecinos se opusieron e incluso se enfadaron, finalmente comprendieron que la medida era necesaria dadas las circunstancias.
La mantuvieron en cama para que no se agotase, y su madre la hacía comer cada tres horas con la esperanza de que su estado mejorara, pero transcurridas otras cuatro semanas, cuando volvieron a comprobar su peso y estatura, comprendieron que En Hui continuaba empequeñeciendo cada vez más. Preocupados, la hicieron visitar por un especialista de la capital, que se interesó mucho en su caso, puesto que jamás había visto nada semejante, ni tan siquiera había estudiado aquella extraña dolencia en los libros de medicina. Éste tras efectuarle algunas pruebas, no pudo dar un diagnóstico que justificase el mal que padecía.
Una mañana cuando En Hui cumplía su onceavo mes habló con sus padres, y les explicó que apenas les quedaba un mes para estar juntos, ya que ella debía regresar al lugar de dónde procedía. Cuando En Yao le preguntó dónde estaba aquel lugar, la pequeña le respondió que lo ignoraba, pero que sabía que debía partir en cuanto saliese la doceava luna. Y les advirtió que en las escasas cuatro semanas que faltaban, su cuerpo se haría mucho más pequeño con gran rapidez, que no debían sentirse culpables ni entristecerse por ella. Y así les contó su gran secreto:
-Yo no voy a cumplir un año de edad, pues ya tengo 100 años, porque cada mes que ha trascurrido desde que nací, ha supuesto para mí 10 años, a excepción de las primeras semanas en que mi desarrollo fue algo más lento. Por ese motivo he aprendido con tanta rapidez, y he logrado incluso, observando el comportamiento de la gente, averiguar cuales eran sus problemas y de qué forma solucionarlos. Y lo mejor de todo es que he disfrutado de esta larga vida a vuestro lado. Lo que yo ya sabía, y ahora debéis aprender vosotros, es que todo tiene un precio. Mi cuerpo ha sufrido el deterioro lógico de todos los años que en realidad han pasado. Me queda pues muy poco, y sé que en unos días ni siquiera podréis escuchar mi voz. Me convertiré en una especie de ser diminuto, tan pequeño como una mariposa, y quiero pediros que cuando llegue el momento, me dejéis a la deriva del río, en el remanso dónde hemos pasado algunas tardes de domingo, para que el agua me guié en mi camino tal y como se hacía con nuestros antepasados. Seré luz, porque ese es mi destino. Y cansada se durmió.
Consternados, los padres de En Hui (nombre que significa sabia) pasaron las últimas semanas junto a ella, testigos de su transformación tal y como les había asegurado. Y cuando dejó de respirar, y se le quedó la sonrisa dibujada en su minúscula boca, En Yao y su madre, la colocaron dentro de una campanilla blanca y la dejaron en la orilla. Se quedaron allí un rato hasta que el agua se llevó poco a poco con un suave balanceo la pequeña flor.
Desde entonces, cada noche sus padres secretamente miran al cielo, y siempre creen ver los ojos de En Hui entre los miles de puntos luminosos que bordan el firmamento.
Otro cuento infantil.

EL NIÑO CAMALEÓN por Pepi.

¡Hola! Me llamo Quino, tengo ocho años y hasta anteayer soñaba con ser de mayor, camaleón. Me pasaba desde hace mucho tiempo, lo menos tres meses. Desde que la “seño” Luisa, la que nos da “Cono”, nos llevó al zoo de excursión. Desde entonces lo soñaba de día, de noche y a veces hasta por la tarde, apretando mucho los ojos y la boca para que se me pusiera cara de tener auténticas ganas de ser como los bichos esos. Bueno de que me saliera cola o de tener la lengua tan larga no, que seguro que para comer ”chuches” debe ser muy latoso, sobre todo que se te quede ahí pegajosa toda con los chetoos que son los más pringosos. No, lo que yo quería era cambiar de color. Veréis que aún no lo he contado. Yo es que además de ocho años, tengo el pelo naranja, no un poco rojito no, es como si llevase plantada en mitad de la cabeza una bombona de butano. Mi madre dice que es herencia de la abuela Flori. Pero claro ella hace trampa porque cuando por la raya de en medio del “coco” le empieza a salir el color dichoso, se planta una capa de plástico y a brochazo limpio se lo pinta de marrón y mira que le he llorado para que me lo hiciera a mí también, pero nada ella va y me contesta.
-Anda Quino, no digas tonterías y vete a hacer los deberes.
Yo he llegado a la conclusión de que cuando los mayores no saben que decir, nos sueltan alguna chufla de estas.
Bueno a lo que vamos. La seño nos contó que los camaleones se podían camuflar cambiando de color, si venía otro lagarto a por ellos o algún enemigo malcarado. Que estaban sobre una piedra pues se ponía gris o color piedra, según de donde fuera el cascote, que estaban en una rama, pues hala como si fueran un trozo de madera. Y claro, yo saqué provecho de la enseñanza ( qué bien lo he dicho, cómo se nota que me hago mayor) y más cuando Luisa dijo que eso lo hacían por algo que tenían en la piel que se llama cromatóforos, entonces comprendí el funcionamiento de los semáforos, que es una cosa que siempre me había intrigado mucho . Desde entonces empecé a hacer todo lo posible por convertirme en camaleón y que el matojo naranja de la cabeza se me cambiara a un color más normal, más de niño: miraba por las noches las lagartijas que corrían por la pared, alrededor de la farola de enfrente de mi casa, me ponía sobre el pupitre que tiene un marrón muy chulo hasta que Dº Paco, el tutor me agarraba de la oreja para separarme de la mesa ( es que una vez me di con pegamento para que no me quitaran de allí). En fin que además de soñar hacía todo por transformarme.
Pero hace un par de semanas, llegó a clase un niño nuevo. Se llama Mamadou y es de color chocolate. Yo no sé porque les dicen negros, porque yo lo veo chocolate perdido. A mí me gusta estar con él y aunque por su religión, no come chopped ni foie-gras es un tío muy guay, pero el Lolo, que es el más bruto del colegio, a mí cada vez que me ve, me llama girasol y me arranca cada “puñao” de pelos que me quedo como tonto por unos momentos, pues el Lolo le ha dado por chillarle desde lejos claro, porque Mamadou le saca una cabeza de alto
-Negro, vete a tu país con los monos.
Yo no entiendo porque le dice eso (además de por la mala uva que tiene), porque España es muy grande y hay sitio para todos, pero como el Lolo, continúa con la “perra”, pensé en contarle a mi amigo mis trucos para hacerme camaleón, así a mí se me oscurecería la pelambrera y él podría hacerse más clarito. Pero Mamadodu se puso muy serio y me dijo que él estaba muy orgulloso de su color, que por dentro todos somos iguales y que no pensaba cambiar por nada del mundo, bueno no lo dijo igual pero yo lo traduzco.
Y al final me soltó que su abuelo en África, le dijo una vez que las almas no tienen color. No lo entendí muy bien, pero me pareció tan bonito, que anteayer decidí que ya no quiero ser camaleón, que al que no le guste es que tiene pocas luces y que voy a empezar por quitarme los días de más calor la gorra del Atleti, con la que me tapo la cabeza, que me perdone el “Kun” Agüero pero es que me achicharro con ella. Y todo esto gracias a mi colega de chocolate que me ha abierto los ojos. Y al Lolo que le vayan dando.
No quiero ser Ana, tampoco Mía. Solo quiero vivir.

EL ESPEJO DE GLORIA por Pepi.


El espejo se arrebolaba de ira cada vez que Gloria se detenía junto a él. Renegaba de lo baldío de su voz de cristal cuando ella dejaba descansar allí su maltrecha figura antes de desmigajarla. Era un ritual grismente macabro, una obsesión que se alimentaba con su cuerpo a medio hacer.
Cruzaba el pasillo coronado por la gran luna ovalada y se paraba buscando su yerma razón. Se alzaba la ropa y comenzaba a hurgarse en las entrañas del vientre, intentando atrapar los pliegues inexistentes que alguna vez vivieron allí.
Se pellizcaba con saña los restos de las caderas, la cintura derretida y por entre los huecos de la piel, aún rastreaba los espectros sebosos que solo a ella se le aparecían para burlarse groseros de su desazón.
El espejo rezumaba impotencia, chorreaba manchando el bruñido ocre del marco que en instantes como aquel, quería llorar porque le crecieran manos para acariciar la sinrazón que le robaba los mañanas a la muchacha.
Unos pasos por detrás de la escena, Marta miraba sin ver, a su hija. Se preguntaba, si acaso querría llegar a deshacerse, consumir su cuerpo hasta alcanzar la nada y regresar entonces al claustro materno para nunca volverse a engendrar.
No lograba entender porque se arrancaba a trozos la vida, como había conseguido disfrazarse la boca, los dientes horadados, el estomago sellado con adobe y cal.
Miraba al espejo con su hija dentro y maldecía mil veces el alma de vidrio. Lo sentenciaba a muerte y después arrepentida, lo arrullaba con mimo, para que se atreviera al fin a devolverle colgada de su reflejo, la verdad, antes de que Gloria se convirtiera en un charco de aire, amparado por la soledad del vestíbulo.
Princesa sin auroras, con la mirada cruzándole un rostro que había olvidado soñar. Y el espejo al fondo mancillado, sosteniendo las dos voces que ya no sabían fraguar las palabras para entenderse.
Y al pronto se le cuajó el remedio. Amontonó en el centro de su claridad: la rabia, el fango embustero, la fuerza de los quereres y los anhelos que aún revoloteaban por allí y enardecido, ensangrentado el canto y hecho maraña el cristal, comenzó a cuartearse, abriéndose en grietas de luz que rieron al fin la victoria del espejo inmolado.
Así, rotas las imágenes, quebrada la efigie y su irracional sugestión, quisiera la cordura regresar y acercándose a la hija ofrecerle algo de pan y de sal.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El Calcetín Valentín (Paula)

Es un cuento escrito en verso para niños muy pequeños. Si hay algún artista que quiera ilustrarlo, que se manifieste.

Valentín, el colorado
era un calcetín usado,
raído y desparejado,
que por jugar en el cesto,
se perdió mientras el resto
de ropa sucia se iba
derecha a la lavadora.

─¿Y qué vas a hacer ahora?
─Divertirme, por supuesto.

“Voy a vivir aventuras,
hacer muchas travesuras
y colarme en las ranuras
que hay detrás de aquel armario.
Y escribiré en mi diario
todas las andanzas locas
de un calcetín colorado
que quedó desparejado
y se convirtió en corsario.

Navegaré entre pelusas
como si fueran medusas,
conoceré los rincones
olvidados por la mopa.
Seré envidia de la ropa
de camisas, pantalones,
de zapatos y de blusas.

Valentín, el más valiente,
guapo, fuerte, inteligente.
Valentín, el calcetín
que admira toda la gente.”

Pasó tres días vagando,
haciendo amistades nuevas:
El botón de una chaqueta,
una cuerda de raqueta,
una pinza color verde
(esa que siempre se pierde)
una cera color lila,
una horquilla y una pila.

Todos estaban perdidos
y con cara de aburridos.
Valentín no comprendía
que no estuvieran contentos.
Sin embargo él sonreía
y ellos miraban atentos:

Mirad quien es, se decían

Valentín, el más valiente,
guapo, fuerte, inteligente.
Valentín, el calcetín
que envidia toda la gente.


Pero un día, de repente
ya cada vez más cansado,
Valentín el colorado
se fue sintiendo muy solo...
Estaba sucio, arrugado,
un poco deshilachado,
y empezaba a echar de menos
a su hermanito Bartolo.

“¡Qué hará el pobre sin pareja!
Si no me encuentra enseguida
ya no valdrá para nada.
Se quedará allí en la leja
de la ropa abandonada.
Y yo mientras por el suelo,
sin hacer nada importante.
Mirando a lo tonto el cielo
que es lo más interesante
que habrá por estos rincones.

De eso nada, que hay razones
para volverme a mi cesto
y darme una buena ducha
en la próxima colada.

Qué bien, volver a mi puesto
con mi hermano, que me escucha,
que se dobla bien conmigo,
y si tengo frío, me achucha.
Ese sí que es un amigo.
Teniéndole al lado mío,
no necesito más nada.”

Y así es como llegó al fin
la historia de Valentín,

el calcetín más valiente,
guapo, fuerte, inteligente.
Valentín, el calcetín
que quiere toda la gente.

sábado, 6 de marzo de 2010

El verso primero y el último. Mercedes Zayas

¿Qué importa si es el último

verso o el primero?

¿Qué importa si ya soñando dormida

o despierta (qué más da )

penetras en mi pecho?

Dime , amor, ¿ qué importa?

El tiempo borra siempre la mitad

en los caminos

e ilumina las noches calladas,

el grito en los silencios ...

y a tientas escribe la otra mitad.

¿ Qué importa si ya sin sueños despierta

o dormida (qué más da )

penetras en mi pecho?

Dime, amor, ¿qué importa?

¿Qué importa si es el último

verso o el primero?

El verso primero y el último.

Ahí, mira, míralos. Mercedes Zayas

Ahí, mira, míralos,

son dos muchachos jóvenes

que a un tiempo se aman

y un segundo más tarde,

sólo un segundo

ya no entienden nada.

Y entonces comienzan los reproches,

las lágrimas sacadas al fin,

las palabras que nunca

antes pudieron decirse,

pero mira, ahí, míralos,

ya no hablan,

han agotado la risa, el llanto,

el recuerdo, el mañana.

Ahí, mira, míralos,

tan jóvenes, tan solos,

tan locos de amor.

Entre los naranjos y limoneros. Mercedes Zayas

Entre los naranjos y limoneros,

entre los olivos y los rosales,

en la sombra me encuentro.

Es aquí, con el silencio

verde que grita fuerte esta tarde,

en mitad de las páginas

de un libro que leo,

donde espero hallarte fiel,

dulce, sin ruido.

Pero no, no, no estás en ningún lado

si no te invento.

Qué consuelo al menos

para el alma mía

encontrarme esta tarde

como me encuentro

entre los naranjos y limoneros.

jueves, 4 de marzo de 2010

¿Una vida genial? (Siempre he sido un desastre para los títulos)



El genio de la lámpara, mientras esperaba, se esforzaba por llevar una vida normal.
Sin embargo, por problemas de espacio, tenía que conformarse con hacerlo solamente con su imaginación.
Así, día tras día fue soñando una vida, con sus alegrías y sus sinsabores, cargada de rutinas y, de vez en cuando, alguna sorpresa.
Soñó una cama y una esposa, dos hijos traviesos, vacaciones en el pueblo, una suegra y una madre.
Soñó un despertador y un atasco, café de máquina, algunos cumpleaños, la caña de la una, hacienda... hasta que un día, bruscamente, soñó que se moría.
"Vaya por Dios" -pensó- "curioso momento para ponerse a frotar la lámpara".