lunes, 18 de enero de 2010

"SAMUEL" por Nieves Jurado



-¿A qué tienes miedo? -le pregunté a mi hermano.

-No sé. Creo que a nada -me contestó.

-¿A nada? -le insistí.

-Bueno, supongo que si viera un león entrar por la puerta me cagaría de miedo -afirmó con los ojos apuntando al techo.

Samuel tenía trece años, como yo. Era mi hermano gemelo y dormíamos en la misma habitación. La que estaba al final del pasillo, hacia la izquierda. Samuel era el más alto de los dos y el más fuerte. Mi abuela decía que él fue quien más chupó dentro de la barriga de mi madre, por eso era casi el doble de grande que yo y que cualquier niño de nuestra edad. Imponía respeto. Con sus puños y su carácter sabía muy bien cómo ganarse a los chicos del barrio. Por eso no me apartaba de su lado, primero para conseguir que me respetaran aunque sólo fuera un poco y segundo para que me defendiera cuando alguien se metía conmigo a causa de mi “pequeña anomalía”, como lo llamaban mis padres. En realidad me faltaba la mano derecha, nací sin ella. En su lugar había un muñón rojizo con tres trozos pequeños y amorfos de carne. Siempre estuve seguro de que fue Samuel quien se comió mi mano antes de que naciéramos, incluso en algunas ocasiones, cuando se reía o bostezaba, me parecía ver los dedos asomando por su boca.

Mi hermano tenía una mirada vacía, como si sus ojos estuvieran hechos de porcelana y les diera lo mismo ver o no ver. A veces resultaba bastante siniestro, otras, simplemente pensaba que eran imaginaciones mías.

-¿Y tú, David?, ¿a qué tienes miedo? -me preguntó.

-A la oscuridad -respondí sin dudarlo- Creo que en ella vive el diablo.

-Eres tonto, el diablo no existe. Son cuentos de curas, ¿aún te los crees?

Samuel se había incorporado y ahora estaba sentado en su cama observándome como si yo fuera el ser más estúpido que vivía sobre la tierra.

Miré hacia la ventana, en ese momento la lluvia golpeaba el cristal con tanta fuerza que parecía arena. Tras unos segundos respondí:

-Sí existe. Yo lo he visto, tiene los ojos rojos como el fuego.

Una risa brutal surgió de la garganta de mi hermano. Nunca lo vi reír así. No parecía un niño, ni siquiera parecía humano. Era como si su carcajada sonara a través de un megáfono.

Un haz de luz azulada iluminó por un momento la calle. La habitación tembló cuando el trueno explotó sobre la ciudad. Las luces se apagaron.

-Y ahora, David, ¿tienes miedo? -Preguntó Samuel- Ten cuidado, el diablo anda suelto -Añadió. Su risa era desagradable y chillona como la de una hiena.

-No, listo. Ahora no tengo miedo -mentí- ¿Ves?, no se puede hablar contigo. Me voy a dormir.

Me tapé con la sábana y me di la vuelta en la cama para darle la espalda a mi hermano que reía y reía como un idiota. Al cabo de unos minutos dejé de oírle. “Menos mal, ya se ha dormido” -pensé.

Nunca conseguí hablar de nada serio con él. Era un bruto sin cerebro que sólo se dedicaba a quitarles dinero a mis padres y a mantener su liderazgo en el barrio a base de peleas. Los profesores le odiaban, todo el mundo le odiaba, incluso creo que mis padres sentían por él cierto desprecio. Sin embargo, debo reconocer que si Samuel despertaba en quien le conocía sentimientos de odio, yo provocaba auténtica aversión. Me daba cuenta perfectamente del gesto que hacía la gente cuando miraba mi muñón. Al verlo, todo el mundo retrocedía con una mueca entre horror y asco, pero me acostumbré y con el tiempo dejé de darle importancia. Aunque intentaba disimularlo metiéndome aquel trozo de carne deforme que llevaba pegado a la muñeca en el bolsillo de mi pantalón.

La noche calló de lleno en la furia de la tormenta. Los relámpagos no paraban de arañar el cielo y las sombras bailaban extrañas por la habitación. Sentí frío. Entre trueno y trueno se escuchaba perfectamente la respiración de Samuel. ¿Una respiración o más bien un ronquido? Sí, parecía como si tuviera en la garganta un montón de lava hirviendo a punto de ser vomitada por la boca de un volcán. Intenté pensar en otra cosa, pero me fue imposible. Aquel resuello de mi hermano se hacía cada vez más fuerte, incluso se oía por encima de los truenos. No podía creerlo, ¿cómo alguien era capaz de hacer semejante ruido espantoso al dormir?

-Bueno, a la mierda -dije- ¡Samuel, Samuel! -Llamé en voz alta- ¡estás roncando como un cerdo!

El ruido cesó. Ya sólo se oía la lluvia. La oscuridad era más profunda que nunca, como si estuviéramos dentro de un pozo. Cerré los ojos e intenté dormir. Pero cuando estaba a punto de conseguirlo, una especie de gruñido áspero surgió del interior de mi hermano.

Ahora sí tenía miedo.

Un miedo tan irracional que por un momento olvidé que aquel ser de la cama de al lado era Samuel, mi hermano gemelo. El muñón empezó a quemarme como si lo hubieran puesto a cocinar a fuego lento. El dolor se hacía insoportable. ¿Qué me estaba pasando?, ¿había caído una vez más en otra de mis horribles pesadillas?

Los párpados se me abrieron bruscamente y mis ojos, desesperados por encontrar algo de luz, se movieron descontrolados hacia todas las direcciones: derecha, izquierda, arriba, abajo, derecha, izquierda, arriba, abajo... La oscuridad era absoluta, y también el silencio. Ni lluvia, ni ronquido. Estaba claro que me había quedado dormido. Me giré hacia la cama de mi hermano. No se veía nada. Desde la calle un relámpago iluminó la estancia durante menos de un segundo, lo suficiente como para comprobar que Samuel no estaba en su cama. Otra vez llegó la penumbra, ahora acompañada de un leve murmullo que me aceleró el corazón. Me tapé la cabeza con la sábana. El rumor se hizo más intenso.

-¡Samuel! -grité.

Un suave viento helado me hizo estremecer de frío.

-¡Samuel! -grité de nuevo.

El murmullo cesó. Retiré despacio la sábana de mi cara e intenté ver algo dentro de la negrura pero no lo conseguí. Percibí un olor tan nauseabundo que me produjo náuseas y calambres en el estómago. De pronto, unos ojos rojos como el fuego surgieron justo encima de los míos.

-¿Me buscabas hermanito? -me preguntó.

jueves, 14 de enero de 2010

TRAS LA PUERTA ( El relato perdido,que no leí en la última reunión)




Estoy aquí, tumbada, mis ojos recorren curiosos la estancia por mí: muebles de estilo romántico y cortinajes de raso y gasa la adornan, las sábanas de hilo fino y la colcha de seda bordada me pesan. Un techo abovedado me contempla y angustia, temo que sus frescos de orgías en colores chillones me aplasten, con su gran Dionisio en el centro, voluptuoso, abrazando a las náyades de túnicas transparentes. Esta sala fue la preferida de mi padrastro, se encerraba en ella con sus amantes, mientras, madre lloraba sentada tras la puerta, ya cansada de golpearla. Yo estoy aquí, no puedo levantarme, mi cuerpo parece roto. Aquel mal hombre murió, fui yo quien lo maté. Era malo, perverso, se reía de madre, se burlaba de todo lo sagrado y lo maté, fue una muerte justa. Pienso en todo ello, mientras mis ojos recorren voraces lo que no puede mi cuerpo. Triste, observo como el sol se apaga en la ventana alargada.
Él galopaba encima de una de sus mujerzuelas, mi madre lloraba como siempre tras la puerta, yo me había escondido debajo de la cama, tenía una vieja pistola de mi padre, papá me enseñó a usarla, “por si acaso te hace falta” _dijo serio_, poco después murió en extrañas circunstancias y mi madre se casó enseguida con este hombre. Me arrastré con cautela y salí, estaba casi encima de ellos con los ojos desorbitados, no se dieron cuentan, enzarzados en alcanzar la cima. Apunté bien, con rabia, y apreté el gatillo, las balas se incrustaron en sus cuerpos retozones y desnudos. La sangre saltó a borbotones, llenándolo todo y los gritos atroces retumbaron en la estancia. Madre aporreaba la puerta, le abrí temblando. Ellos agonizaban, mi vestido blanco chorreaba sangre; ella me abrazó y presurosa cerró la sala con la pesada llave. Y así, abrazada, me llevó a sus habitaciones. Sus ojos se oscurecieron y en sus brazos encontré un tacto suave, como de alas…
Llamamos a Daniel, el jardinero, el cual odiaba al Conde Duque de Mir (mi padrastro, en verdad era odiado por todos). Nos ayudó a sacarlos de allí y a enterrarlos en el jardín, en la noche. Volvimos a la sala, todo vestigio de lo pasado había desaparecido. Mí madre respiró tranquila.
_Salgamos de aquí _dijo _, ya hemos sufrido bastante.
Me sentí desasosegada, algo me impulsaba a quedarme en aquella estancia. Se lo dije, ella me miró asombrada, con sus ojos negros como ala de cuervo, y contestó:
_Te embrujó a tí también _y triste se alejó.
Yo no entendía nada, aún así, como una autómata, me desnudé y me metí en la cama; estaba aterrada, pero algo me obligaba a quedarme. Fue la última noche que dormí, extraños sueños y horribles pesadillas me acompañaron, desperté con la sensación de estar vigilada por mil ojos, la gran orgía dionisíaca me miraba burlona…
A los demás criados, dijimos que el señor estaba de viaje. Uno de ellos, aseguró haberlo visto entrar en la sala la noche anterior. El miedo se adueñó de nosotras. _¡No puede ser! _pensamos_ no puede ser…
Pero el tiempo pasó, mí madre rejuveneció, estaba más guapa y reía siempre, su paso tenía algo de alado yo pensaba que sólo por eso había valido la pena este tormento, porque yo vivía un tormento. Me sentía mal, empecé a adelgazar y adelgazar, como ya he dicho, no dormía, tal vez los remordimientos… ¡había matado! Sé que lo merecía, pero eso no me eximía de la culpa; sufría, sufría mucho. Alguna vez, desde el mirador veía pasar un enorme cuervo agitando sus alas en la noche. Fantasías, aseguraba mi madre.
Descansaba en mi cama, era muy tarde, los ojos abiertos, las contraventanas se cerraban y abrían por impulso del viento, me levanté a asegurarlas y volví a la cama. Un fatídico golpe de aíre volvió a abrirlas y el reflejo húmedo de los cristales me trajo la horrible visión de un amasijo de huesos; sobresaliendo entre una piel ajada, un rostro de yeso angustiosamente familiar. Entró por la ventana, ¡creí soñar un horrible sueño! El golpe seco en mí cabeza y un estirón de pelo me trajeron a la fatal realidad: descarnados huesos, ojos de fuego, el traje negro y polvoriento resaltaba aún más la piel blanquecina, casi transparente. Sí, era él, sus ojos ardientes se clavaron con odio en los míos, aquel rostro nebuloso, donde la piel se desgajaba por segundos, suspiró largamente, me quemaba el oscuro frío de su mortal aliento. Arrastrándome del pelo me llevó hasta la sala. Lanzó mi débil cuerpo en la odiosa cama donde los maté. Desgarró mis leves ropas y sentí todos sus huesos, quebradizos y horripilantes, traspasándome; reía con risa loca, mientras su cuerpo se clavaba en el mío. Quise huir, gritar, llamar a madre, ella me ayudaría, pero ¿cómo? ¡si mi exigua carne estaba sujeta a sus malditos huesos! Marcó mi cuerpo con rabia de años. Después, desapareció. El cielo anunciaba el amanecer.
Yo quedé aquí, y aquí estoy no sé si muerta o viva. Mi madre viene de vez en cuando a verme. Casi no se atreve, se lo he contado todo. Ha llamado a los mejores médicos, no comprenden nada, dicen que puede ser una extraña anemia que me hace desvariar. Ella vuelve a llorar y yo pienso que soy una desgraciada, sí, ¡soy una desgraciada! Espero un hijo, le oigo removerse en mi interior, parece succionarme, cada día desaparezco un poco pegada a esta cama. Él vuelve por la noche envuelto en su vieja bata, clava sus huesos en mi cuerpo, cada día menos cuerpo y más cama, y siento gritar al pequeño que llevo dentro. Mi madre llora tras la puerta.
Hoy toca el parto. Todo está preparado, pero nada parece hacer falta: el niño sale grande, veloz y fuerte, muerde una y otra vez los marchitos pezones, su padre lo mira satisfecho y sorbe mis labios resecos. Después, cada uno agarra mi mano con fuerza y apenas unas gasas se elevan entre ellos. Salimos por la ventana, surcando la noche. El Conde Duque de Mir y su hijo ríen estrepitosamente, yo deseo llegar por fin a la tumba, estoy muy cansada. Un inmenso cuervo de ojos terribles y torvos graznidos, nos ataca. El clacá de los huesos del Conde al ser engullidos rompe el sonido de su risa y el poderoso pico se traga el llanto junto con la cabeza del recién nacido… Me recoge en un vuelo, con sus poderosas alas traspasa las nubes y con amor deposita mi triste cuerpo en la tumba, que espera caliente. Alcanzo a verlo volar hacia el castillo y escucho a lo lejos el llanto de siglos de mi madre tras la puerta.

"CON MI CALOR", Teresa Sandoval



Recuerdo que enterramos a la niña una mañana de noviembre. Lo recuerdo porque yo llevaba poco tiempo trabajando como funcionario del cementerio y era mi primer niño. Y esas cosas nunca se olvidan; la congoja colectiva entre todos los que participábamos de alguna manera de la despedida, apenas una decena de personas contándonos a mi compañero y a mí, porque aquella niña, con tan sólo seis años, ya hacía mucho tiempo que había sido una despojada del mundo, y vivía casi sola, abandonada por una madre alcohólica que apenas paraba en casa y sin padre reconocido. Las circunstancias de su muerte para colmo habían sido de lo más trágicas; la vivienda había ardido mientras ella dormía.

Tampoco podré olvidar el frío intenso de la mañana metálica que se colaba en los huesos, como anticipo del frío que aguardaba al pequeño cuerpo en las entrañas de la tierra.

Bajamos el ataúd despacio, acompasados por un respeto unánime ante la crueldad de la muerte. La caja era blanca, pequeña y delicada, y quedó allí en el hoyo excavado, demasiado grande para ella, como un tesoro que nadie buscaría jamás. Después pusimos la lápida de mármol sobre la sepultura y nos retiramos en silencio. Enseguida se dispersaron las personas allí reunidas y el tiempo de la soledad más absoluta comenzó a contar en aquel lugar.

No pude olvidarme de ella, ni durante ese día ni ya nunca. Volví a casa desolado, como no recordaba haberlo estado antes, con un nudo en el pecho que me hizo llorar amargamente por motivos tan profundos que eran imposibles de explicar. Mi soledad se dilató también ese día, como la frontera entre el mundo de los vivos y de los muertos, y necesité más que nunca que alguien me abrazara y me despojara de aquella congoja. Pero no podía ser así. Yo estaba solo. Vivía solo y era algo que nunca me había importando demasiado aunque en aquel momento pensé en que debería de haber tenido al menos un hijo, alguien con quien poder contar en aquel preciso instante para exorcizar a la parca.

Y fue esa misma primera noche cuando entre sueños agitados me pareció escuchar un llanto infantil que provenía de algún lugar indeterminado. Al despertar por la mañana pensé que lo había soñado, que debía de haberme llegado desde alguna casa vecina, pero en noches sucesivas volví a escucharlo, y cada vez dejaba menos lugar a equívocos. Comenzaba siempre como un susurro suave, que iba creciendo en proporciones hasta convertirse en un llanto lúgubre y acongojado que duraba casi toda la noche. Yo me quedaba en la cama quieto, paralizado tanto por el miedo que me daba que aquello pudiese ser real como por la posibilidad de estar volviéndome loco. Y con la luz de la mañana pensaba en lo segundo, en que el trabajo en el cementerio me estaba afectando demasiado a los nervios.

Tardé más de una semana en atreverme a levantarme. El llanto comenzó, como todas las noches poco después de las dos, encendí la luz y salí al pasillo con precaución. Desde allí los sollozos se escuchaban con más claridad y parecían provenir de la puerta de entrada. Acudí hasta allí sigilosamente y me asomé a la mirilla. Vi un bulto pálido destacando en la oscuridad de la escalera, junto a mi puerta. El gemido cesó un instante, pero yo no me atreví a abrir. Retrocedí paralizado por el miedo, sin saber qué era aquello y sin querer saberlo. Unos días después reuní el valor para abrir la puerta, aunque para entonces ya sabía lo que me iba a encontrar al otro lado. Reconocí a aquella niña a la que había enterrado; mi primera niña. Estaba descalza, pálida y descarnada. Vestía un sudario blanco y tenía la cara horriblemente deformada por las quemaduras que le había causado el incendio. Cuando estuvimos frente a frente dejó de llorar. A cambio me tendió los brazos y yo no pude negarme a aquel abrazo porque era lo único que podía hacer. La cogí con prevención, sin saber si se desharía a mi contacto como el humo. Pero no, su cuerpo me resultó frágil como el de un pajarillo y estaba fría, tan fría que yo mismo me quedé helado a su contacto.

No se me ocurrió otra cosa que llevarla hasta mi cama y taparla con las mantas. Me acosté a su lado. Todo era tan irreal que creía haberme vuelto loco, pero el entumecimiento de aquella niña hacía que la primera prioridad fuera espantar su frío y su abandono. La abrigué todo lo que pude y pegué mi cuerpo al suyo para darle calor. Se quedó dormida enseguida, con un sueño plácido y profundo como quizá nunca había tenido. Yo me sentí bien, y de pronto el nudo que llevaba dentro comenzó a deshacerse para dar paso a una paz profunda. Fue en ese momento cuando la adopté. Han pasado muchos años desde entonces. Ella sigue durmiendo a mi lado, y es reconfortante poder otorgarle descanso a su alma aunque sea a costa de todo mi calor.

Después de ella hubo otros niños muertos, niños queridos, y otros niños solitarios y abandonados que se agrupan tras mi puerta y gimen toda la noche en espera de un abrazo que les de consuelo.

lunes, 11 de enero de 2010

"FENÓMENOS METEOROLÓGICOS", por Teresa Sandoval

Hola amigos. Después de las intensas nevadas que hemos sufrido, he recordado un cuentecillo que escribí el año pasado. La propuesta fue de Jose: una pareja se queda incomunicada durante un fin de semana en la casa del campo, y además sin luz... Esto fue lo que salió, ¿lo recordais? Me ha parecido oportuno, aunque no tiene nada de verídico, por suerte o desgracia.


FENÓMENOS METEOROLÓGICOS


Seguía nevando. Los copos habían comenzado a caer el viernes por la tarde, poco después de que se marcharan los chicos. A pesar de que se anunciaba temporal Sara y Arturo decidieron quedarse en la casa de la sierra hasta apurar el fin de semana. Él necesita trabajar en un proyecto que debía entregar al volver a Madrid y decía que allí, lejos de todos, aprovechaba mejor el tiempo, así que desde que sus hijos volvieron a la ciudad, él se había encerrado en el despacho trabajando sin tregua en el portátil. Ella se había dedicado a ir recogiendo las cosas que habían quedado por en medio. Mientras lo hacía pensaba que aquella era una casa acogedora, que no le importaría vivir siempre allí. Perteneció a los padres de Arturo, y cuando les tocó en herencia se encontraba muy deteriorada. La habían reformado y durante años la alquilaron por temporadas a turistas en busca de paz. Estas navidades habían decidido pasarlas allí, y la idea había sido de la propia Sara que hubiese deseado ir mucho más de lo que iban de no ser porque Arturo estaba cada vez más ocupado y era difícil convencerle en circunstancias normales de perder un par de días en aquel lugar que ni siquiera tenía buena cobertura.

Había pasado también parte del sábado limpiando, guardando la ropa de cama y el resto de utensilios que probablemente no serán utilizados hasta el año próximo. Después de comer y de que él volviera a encerrarse en el despacho, Sara se sentó frente a la ventana y se quedó allí mucho tiempo, simplemente viendo nevar. Más allá de la cortina de copos, cada vez más sólidos, se iba difuminando el paisaje, y Sara tenía la sensación de encontrarse frente a la ventanilla de un tren del que no le importaba la dirección; la soledad así tenía un regusto morboso. Se estaba quedando adormilada cuando los pasos de Arturo bajando la escalera la sacaron del ensueño.

- Nos hemos quedado sin luz- dijo de mal humor. Luego salió al vestíbulo y durante un rato trasteó en los interruptores del cuadro eléctrico. Cuando volvió a entrar, incluso a media luz, Sara fue capaz de apreciar el rictus de contrariedad. Soltó unos cuantos improperios y después respiró hondo, como solía hacer siempre que la situación se le escapaba de las manos. – El corte eléctrico ha debido producirlo la nevada. Espero que no dure demasiado porque sin el ordenador no puedo hacer nada. Además ni siquiera podemos irnos. El niño se ha llevado las cadenas. ¡Maldita sea! ¿Tenemos al menos linterna? ¿velas?

Sara recordó que además de los restos de velas navideñas, guardaba una caja para emergencias en la buhardilla. Mientras él se encargaba de salir al cobertizo a buscar leña para la chimenea, ella subió y rastreó en los baúles donde se amontonaban las cosas que nunca se usaban. La luz que se filtraba por el ventanal ya era mínima y le costaba encontrar la caja con las velas. Fue palpando el interior de los baúles y antes que las velas encontró otras cosas que le sorprendieron al tacto y que no reconoció. Las sacó, las observó en la penumbra y siguió sin reconocerlas pero sonrió.

Al bajar Arturo ya había prendido el fuego en la chimenea.

- Mira lo que he encontrado arriba. Debieron de dejárselo aquí algunos inquilinos porque no recuerdo que sea nuestro.

Él se giró y al volverse la encontró en posición de brazos en jarras, y… diferente, tan diferente que por un momento vaciló. Sara llevaba puesta una peluca castaña, larga y con bucles que lanzaba destellos al iluminarse con el resplandor del fuego. La encontró realmente seductora y eso le produjo una excitación insólita.

- Te sienta muy bien.

- Pues también hay algo para ti, mira – le tendió algo peludo, un poco repulsivo al tacto. Él lo observó un momento con aprensión. Era un bigotillo postizo y pegajoso, “vete tú a saber de quién es eso” pensó, pero ella insistió tanto que al final se lo acabó poniendo. Se observaron el uno al otro divertidos. Sara le retocó el pelo con los dedos.

- ¿Sabes una cosa, cariño?- hacía tanto que no le llamaba cariño que a Arturo la palabra le hizo cosquillas en el bigote.- Así estás clavadito a Clark Gable.

- Pues tú, mi amor, nada tienes que envidiarle a la señorita Escarlata.

Entonces ella sin pensárselo dos veces se puso frente a la chimenea y sólo para él representó la escena: “A Dios pongo por testigo que no volveré a pasar hambre…”. Eso les recordó que casi era la hora de cenar. Fueron a la cocina y en medio de risas y bromas: “Si me permite hermosa dama” “Como no, caballero”, sacaron las sobras de la comida del mediodía y abrieron unas latas y una botella de vino. Se sentaron a la mesa y a la luz de las candelas la velada se esfumó con la magia de las pasiones en formato cinema-scope. Sara, que había dejado de ser un poco Sara, reía las gracias del individuo de bigote y corbatín que tampoco era Arturo, y a él, más alto, más gallardo que de costumbre, se le caía la baba siguiendo los vaivenes de la hermosa melena y los gestos entre ruborosos y sensuales de la mujer. A los postres él la cogió en brazos y la llevó hasta el tálamo mientras afuera seguía nevando copiosamente y los trenes se habían olvidado de circular. Al día siguiente, al despertar, descubrieron que ya funcionaba de nuevo la electricidad pero francamente les importó un bledo; apuraron el vino y las velas hasta el domingo por la tarde, cuando Tráfico informó de que se las máquinas quitanieves habían despejado la carretera hasta la capital, se quitaron los disfraces e hicieron las maletas para volver a Madrid.

Entonces Arturo, ya Arturo, empezó a quejarse del trabajo pendiente, de la agenda apretada del día siguiente, de lo cargado que iba el coche; y Sara mientras tanto ni siquiera le escuchaba haciendo recuento del equipaje para no dejarse nada. Eso sí, cuando Arturo se disponía a arrancar el coche le hizo esperar un momento diciendo que había olvidado algo dentro. Tardó unos minutos en volver. En el bolso llevaba una peluca ridícula y un bigotillo de aspecto repulsivo, porque podría ser que aquella experiencia volviera a repetirse. Desde luego ella no quería que fuera algo que el viento o el deshielo pudiera llevarse; incluso había pensando complementar el disfraz con un corsé sureño. Pero, ya lo pensaría mañana.