jueves, 31 de enero de 2008

Ejercicio propuesto para la reunión del 13 de Febrero

La próxima coordinadora, Diana, ha propuesto redactar una carta partiendo del siguiente supuesto:
Marco Vardaro es biólogo. Lleva cinco años trabajando en la Universidad de Bolonia, en Italia, en un proyecto ultra secreto sobre biología molecular aplicada a la paleontología. Hace aproximadamente un año hizo un descubrimiento sobre el cual aún no ha elaborado un informe definitivo. Sabe que en cuanto lo haga será apartado del proyecto y éste pasará a estar controlado por el organismo rector de investigaciones.
A pesar de haber firmado un contrato de confidencialidad de lo más estricto, no puede resistir la tentación de comunicarle a su amigo y colega Sandro Agneli la trascendencia de su descubrimiento. Le ha escrito una carta que aún no se atreve a enviar.

jueves, 17 de enero de 2008

Artículo de Antonio Muñoz Molina (Enrique)

Leí este artículo de Antonio Muñoz Molina, bueno ahí abajo vienen los datos de donde y la fecha, y me pareció genial. Me gusta cómo escribe y alguna de sus novelas me ha encantado. Vosotros ¿Qué pensáis? Por cierto, ¿Quién de vosotros, como se dice en el artículo, no ha ido en Metro, tren o autobús queriendo saber qué leches estaba leyendo el pasajero del otro asiento? A mi me ha pasado muchas veces.


IDA Y VUELTA El libro ilimitado Antonio Muñoz Molina

BABELIA - 15-12-2007
Voy en el metro a media mañana camino de una de mis librerías más queridas de Madrid y aunque llevo abierto el periódico miro de soslayo con un gesto reflejo cada vez que entra en el vagón alguien con un libro en las manos. No siempre es fácil identificar su título, y hay que tener mucho cuidado para que la curiosidad no se confunda con la metijonería. Es como ser un mirón digno que por nada del mundo quiere verse metido en un trance embarazoso. El libro está a veces en una posición casi horizontal, para que reciba mejor la luz del techo, y no es cuestión de adelantar la cabeza y torcer el cuello queriendo mirar la cubierta desde abajo. ¿Cuál será ese libro de bolsillo tan grueso del que no ha apartado los ojos ni siquiera al dar una zancada desde el andén ese lector que acaba de sentarse frente a mí? Lo ha doblado por la mitad, con riesgo de descuadernarlo, lo aprieta como estrujándolo entre las dos manos. Es un joven de veintitantos años con el pelo encrespado de rizos casi africanos, sin afeitar, con una mochila pequeña a la espalda. Da la impresión de que se levantó de la cama con el libro en la mano y que pasó así con él delante del espejo del baño.
Mantengo la vigilancia mientras leo el periódico. El titular de la primera página es el desastre de los índices escolares de lectura en España. Sólo hace unos días la enigmática ministra de Educación aseguró que ella no ve ningún problema en que los chicos usen el teléfono móvil mientras están en clase. La enseñanza pública se deteriora irreparablemente en España gracias a una conspiración de ignorancia tramada desde hace años por la chusma política y la secta pedagógica y las autoridades ya tienen un culpable: el franquismo. Quién si no. Como mi tierra natal está incluso a la cola del desastre leo que la consejera de Educación de la Junta de Andalucía ha descubierto una causa todavía más lejana: nuestro atraso histórico. A ellos, los socialistas que llevan gobernando en Andalucía un cuarto de siglo, que los registren. Pienso en mis maestros, los que me enseñaron contra viento y marea a leer y a escribir y a amar el conocimiento en años de oscurantismo y pobreza; pienso en tantos profesores vocacionales y derrotados que conozco, en las cartas despectivas o perdonavidas o del todo insultantes de pedagogos y expertos, de enchufados de diverso pelaje, que he recibido sin falta cada vez que he escrito sobre las quejas amargas de mis amigos profesores y sobre lo que yo estaba descubriendo con mis propios ojos con sólo hojear los libros de texto de mis hijos y escuchar las historias que me contaban al volver de la escuela.
A los expertos, a los gurús de la jerga psicopedagógica y a los enchufados no les cabía la menor duda: los que alertábamos sobre la degradación de la enseñanza nos habíamos vuelto de derechas y no sabíamos nada, no entendíamos de nada. Ellos sí que entendían: a la vista están los resultados. Cierro el periódico con asco y el hombre joven que leía frente a mí levanta los ojos de su libro. A mi atención de espía le basta un segundo para descubrir el título: es el Viaje al fin de la noche. Ahora parece evidente que el aire de ligero trastorno que tenía ese hombre desde que entró en el vagón procedía de la lectura de Céline. Vamos en el mismo tren de la línea 4 pero su viaje es mucho más hondo y más terrible, un descenso de fiebre por los espantos del mundo. Yo voy por los túneles del metro de Madrid y por el presente inmediato y más bien desolado del periódico: él por las trincheras de la guerra, por la miseria de los suburbios proletarios de París, por el Nueva York futurista de los años veinte, por las tinieblas coloniales del Congo que ya había roturado para la literatura Joseph Conrad.
Ahí lo dejo, sumergido en el libro, continuando su viaje, con su barba de varios días y su mochila de vagabundo celineano. ¿Cuántos lectores como él no llegarán a existir gracias a la gran conjura de los necios y de los comisarios políticos que ha asolado la educación española? Pero no se trata sólo de esa embriaguez, del dulce vicio que le acompaña a uno en la soledad y le hace gratos los minutos de un viaje en el metro: mucho más grave es que la escuela esté fracasando en su tarea de despertar en cada uno sus mejores facultades, de actuar como palanca de progreso social. ¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz de las palabras escritas? El nivel cultural y académico de los padres es factor decisivo, asegura el periódico. Subiendo por las escaleras del metro me pregunto con ira y dolor qué habría sido de mí, de tantos de nosotros, si no hubiera sido por la escuela y por el instituto. Nuestros padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela nos hizo lo que somos.
Soy lo que he leído. Me gano la vida gracias a que existen lectores. En el escaparate de la librería distingo con expectación impaciente el libro que vengo buscando. Verlo me da tanta felicidad como descubrir en un escaparate de la infancia la cubierta en colores de una novela de Julio Verne. Son Los ensayos de Montaigne que acaba de publicar Acantilado, editados y traducidos admirablemente por Jordi Bayod Brau. Muy pronto el gozo de las manos se añade al de la mirada: sopeso el volumen, paso los dedos por su tapa tan sólida, lo abro y rozo las páginas con las yemas de los dedos, y al hacerlo percibo un olor exquisito de papel y de tinta. Por cualquier página que se abra este libro ilimitado se reconocerá la voz sabia y serena, la inteligencia irónica y voluble, la curiosidad entre erudita y chismosa de aquel hombre feliz que se retiró hace más cuatro siglos a escribir y a leer en la biblioteca circular de su torre. Como Cervantes o Shakespeare si empezamos a leerlo nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida, y a medida que pase el tiempo y sigamos leyendo nos enseñará cosas que ni siquiera habíamos sospechado en las primeras lecturas. Como el señor don Quijote de la letanía de Rubén el señor de Montaigne nos asistirá en nuestra diatriba contra los fanáticos y los propagadores de la ignorancia, contra los sinvergüenzas, contra los estafadores de la jerga psicopedagógica, contra los políticos que sólo pueden eternizarse en su parasitismo gracias a una ciudadanía analfabeta y embotada. En el viaje de vuelta soy yo quien entra en el vagón del metro con la nariz hundida en el libro, quien se queda tan absorto leyendo a Montaigne que cuando levanta los ojos descubre que se ha pasado de estación. -

jueves, 10 de enero de 2008

UNA LARGA MADRUGADA. Cristina Prieto

UNA LARGA MADRUGADA


Hacía las once de la mañana, Rosina y Elvira, entraron con su llave maestra en la habitación 169 para hacer la limpieza acostumbrada. A esas alturas, Don Evelio Duarte, el huésped de la misma, estaría sin duda dando su paseo matutino.
Les sorprendió que las persianas estuvieran aún bajadas, y encendieron la luz. Rosina gritó de repente, mientras Elvira se ocupaba en abrir las ventanas para ventilar el cuarto, cuya atmósfera estaba un tanto enrarecida.
- ¡Está muerto! -exclamó llevándose las manos a la boca. A Elvira le temblaban las piernas, y las dos decidieron salir inmediatamente de allí, e ir en busca del Sr. Gutiérrez, el encargado, para confirmar sus sospechas, ya que en ningún momento tocaron al presunto difunto, por lo que no podían aseverar que en efecto hubiera fallecido.
Pocos minutos después, el encargado, acompañado por las dos empleadas de la limpieza, se personó en la habitación. Se acercó a la cama e inspeccionó al pobre Don Evelio, que no presentaba buen aspecto. Tenía la piel tan pálida como la cera, y en su rostro, un tanto desfigurado, lo único que destacaba, era el color morado de sus labios. Buscó en el cuello la arteria carótida para comprobar si aún tenía pulso, pero tras varios intentos infructuosos, y sobretodo por la frialdad de la piel, confirmó la muerte del viejo, al parecer mientras dormía.
- Habrá que avisar al gerente - dijo lacónico - no os mováis de aquí - les indicó -volveré en un instante.
Cinco minutos más tarde regresó, esta vez con Don Jacinto Soler, quien a juzgar por su expresión ceñuda, estaba realmente disgustado ante la noticia.
- ¡Maldita sea! ¡Lo que nos faltaba, un fiambre!, y en estas fechas, con la ocupación al completo del hotel. No puedo creerlo, este viejo estúpido, bien podía haberse muerto en cualquier cuartucho de pensión barata. Sabía que este pájaro, nos traería problemas  exclamó casi al borde de un ataque.
- Vamos Don Jacinto, no diga eso. El pobre diablo, llevaba viviendo aquí más de tres meses, y siempre ha sido buen cliente y buen pagador -Gutiérrez trataba de calmar a su jefe, por que sabía como se las gastaba.
- Habrá que solucionar esto cuanto antes - Dijo sin dejar de mirar el cuerpo desfigurado
- Si, me ocuparé de llamar a la policía. Tendrá que venir un forense para certificar la muerte, y un juez para que ordene el levantamiento del cadáver - Se ofreció Gutiérrez solícito.
- ¿Pero qué dice hombre? ¿Se ha vuelto loco? No podemos llamar a la policía, todos los clientes se enterarían del incidente, y estaríamos perdidos. Un fallecimiento en un hotel, le da mala fama, y en menos de veinticuatro horas más de la mitad de las reservas serían anuladas. Ni hablar, no lo consentiré - Añadió enfurecido -Hemos de solventar el problema nosotros mismos, y de la forma más discreta posible ¿Entendido?
- Pero Señor, si no seguimos las disposiciones adecuadas para un caso como este, podemos tener problemas con la justicia. Antes o después, alguien reclamará a este hombre, y si nos denuncian, nos veremos envueltos en una investigación policial.
- ¡Silencio! - gritó - creo que ya le he explicado la cuestión Gutiérrez, no voy a repetirlo. No pienso poner en juego el prestigio del Hotel, por un viejo sesentón que decidió hace unas semanas, venir a morirse aquí, a mi establecimiento. Hay que deshacerse del cuerpo inmediatamente, y llevarlo cuanto más lejos mejor, y por supuesto sin que nadie, absolutamente nadie, se entere de nada. Piense cómo hacerlo, y queda claro que no intervendrá hasta pasada la medianoche, a esa hora, resultará más difícil que alguien pueda verles.
- ¿No pretenderá que entierre el cuerpo por ahí, así sin más y que actuemos como si no hubiese sucedido nada?
- Veo que ya me entiende. Si, eso es lo que quiero. Si no actúa según mis indicaciones, me veré obligado a ponerle de patitas en la calle. Por cierto eso las incluye a ustedes - agregó girándose en dirección a Rosina y Elvira, que lloriqueaban en un rincón - Asegúrense que esta desafortunada eventualidad, queda entre nosotros. Cuanta menos gente sepa lo acontecido mejor. Gutiérrez, comuníqueselo exclusivamente a alguien más del personal, para que le ayude en lo que haga falta. Dígale que son órdenes mías. En cuanto a ustedes Señoras, será mejor que no hablen sobre esto. Terminen su trabajo y tómense lo que resta de día libre, si es que Gutiérrez no les necesita.
El encargado cerró la habitación, una vez hubieron salido todos. Mandó a las mujeres a la cocina para que se tomaran una tila, y calmaran un poco los nervios, y después se metió en el pequeño cuarto que hacía las veces de despacho, para pensar. Las instrucciones del Gerente estaban claras, y si no actuaba según las mismas se jugaba el puesto. Necesitaba una buena idea, para sacar de allí el cadáver sin levantar sospechas, y un lugar dónde deshacerse de él. Al pensar esto, sintió una punzada de dolor. Don Evelio llevaba tanto tiempo allí, que era como de la familia. Todo el personal se había encariñado con el viejo marino, que gastaba bromas y solía estar de buen humor. Incluso jugaban por las noches, alguna que otra partida de poker, que le aliviaba la soledad de las madrugadas sin dormir. Se había apegado a él, porque era agradable, servicial y educado. Vestía exquisitamente, y no salía del hotel, sin perfumarse y sin que alguna de las camareras le cepillara el traje. Tenía sus peculiaridades, por ejemplo, todas las noches gustaba de tomar un chupito de ron añejo, y justificaba aquella costumbre aduciendo razones digestivas. Supo mientras le recordaba, que su ausencia se dejaría notar. Pensándolo bien, ya le estaba echando de menos.
Miró el reloj, eran las once y cuarenta y cinco minutos, disponía de unas trece horas para elaborar un plan, aunque el alma se le encogía ante la mera idea de llevar a cabo aquel disparatado propósito. Se levantó indignado y se puso la gabardina. En recepción dejó dicho a Luís, que precisaba salir un rato. Ya en la calle, caminó lo más deprisa que pudo, sin rumbo por las callejuelas, con el único afán de liberar toda la adrenalina que se acumulaba en su interior. Una hora más tarde, entró en un bar y pidió una copa. El alcohol acallaría la voz de la conciencia, y le permitiría acometer semejante inmoralidad.
La tarde pasó en una especie de telaraña pegajosa y desagradable, que le sumió en un estado de ensimismamiento. No consiguió concentrarse en el trabajo pendiente. Los clientes, que aquel día llegaban al hotel para pasar el puente en la ciudad, fueron personándose durante varias horas. Sobre las diez de la noche, pareció que el éxodo de huéspedes, cesaba. Revisó entonces las reservas que aún no habían sido cubiertas, comprobó que al menos dos personas todavía no habían hecho acto de aparición.
Habló con Luís, el chico de recepción, y le comunicó en pocas palabras lo sucedido, y las órdenes del Sr. Soler. El muchacho se negó en un principio a intervenir en un asunto tan delicado como macabro, pero cuando Gutiérrez le explicó que si no cumplían aquellas disposiciones, les despedirían, lo pensó mejor. Le contó cómo iban a hacerlo, y que ante todo, debían evitar encontrarse con nadie.
Subieron a la habitación, hasta entonces clausurada, y una vez dentro procedieron a preparar el cadáver. Le vistieron con sus mejores galas, un traje azul marino, elegante y discreto. Le cepillaron los cabellos blancos, y Rosina puso un poco de maquillaje sobre la cérea piel de la cara, para dotarla de un poco de color. Cuando estuvo listo, le colocaron el abrigo largo y un sombrero que él solía utilizar. La operación les llevó más de una hora, y terminaron agotados de cargar y movilizar un peso muerto de más de ochenta kilos. Le sentaron en un butacón y bajaron al despacho para descansar un poco y ultimar los detalles.
- Rosina, puede irse a casa. Gracias por su ayuda, y recuerde que no debe decir una sola palabra de esto a nadie. La veré esta noche.- indicó Gutiérrez poniendo la mano sobre su hombro, demostrándole su aprecio. La mujer se marchó con la cabeza baja, y los ojos huidizos ante las miradas del resto de la gente. Temía que su expresión pudiera delatarla.
Una hora después, Luís y Gutiérrez, regresaron a su cita con Don Evelio que les aguardaba tranquilamente sentado frente al televisor. Subieron una silla de ruedas, propiedad del hotel para los clientes disminuidos, y que también usaban en caso de algún accidente leve. Acomodaron al hombre en aquel medio de transporte que no levantaría sospechas, y le bajaron al hall por el ascensor de servicio. Una vez allí, le metieron en el despacho, mientras Luís, se dirigía al garaje para preparar el vehículo. Una llamada perdida fue la señal. Gutiérrez empujó la silla hasta el parking, y entre ambos, le introdujeron en el coche, no sin antes inspeccionar a su alrededor para comprobar que nadie les observaba.
Hacía las seis de la madrugada, el Sr. Soler se personó en el hotel. Hizo un gesto a Gutiérrez que tenía el turno de noche, para que le acompañara al despacho. Una vez dentro, le rogó que tomara asiento y le sirvió un vaso de ron.
-¿Y bien? ¿Ya está todo solucionado? - preguntó tomando un trago y paladeando la bebida.
- Si señor, todo arreglado - contestó el empleado con un deje de rencor en la voz.
- De acuerdo, sabía que podía confiar en usted. Siempre le he considerado un buen trabajador, y lo que más me gusta es que es capaz de resolver los imprevistos con pericia e imaginación -adujo con aire conciliador. - Cuénteme como lo ha conseguido, estoy deseando que me ponga al corriente - añadió dándole la espalda para encender un buen habano.
-Me temo que la solución me la dio usted mismo, cuando dijo que le enviara lo más lejos posible de aquí - aclaró Gutiérrez.
- Explíquese
- Fue sencillo, le mande de vuelta a casa
- No comprendo ¿qué quiere decir?
-Le compre un billete de vuelta, y le dejé en el autobús - dijo Gutiérrez, que ahora se despojaba de la chaqueta de su uniforme, y la puso sobre el sillón - He tomado más de una decisión importante hoy, Sr. Soler. Creo que nuestra relación laboral, ha finalizado.
- ¿No lo dirá en serio? - le espetó perplejo
-Me temo que así es. Dimito -Dijo saliendo por la puerta.

A media mañana, la policía hizo acto de aparición. Buscaban al Gerente del establecimiento.
- Me temo que tiene muchas cosas que aclararnos Sr. Soler, al respecto de un individuo que se alojaba aquí, hasta la noche pasada. Al parecer han encontrado su cadáver, en un autobús, en la estación.
- ¿Y qué tengo yo que ver con eso? - preguntó visiblemente alterado
- Más de lo que le gustaría. En uno de los bolsillos de su abrigo, había una tarjeta de este hotel, y al reverso, una anotación muy significativa “Busquen al Sr, Soler, el Gerente, él sabrá explicarles que hago aquí”. Eso sin contar que el billete fue abonado a través de una cuenta para imprevistos de este establecimiento, e iba expedido a su nombre. ¿Si es tan amable de acompañarnos?...